Oh, Jerusalén

purgante publica en exclusiva Oh, Jerusalén, texto inédito de Rubén Cortés que forma parte de Cuarteles de invierno, nuestra ópera prima como editorial.

Es un sentimiento sin remedio: te sientes muy lejos de casa si vas a Jerusalén saliendo desde el mundo árabe. La única forma de hacerlo es cruzando el viejo puente otomano que en 1918 remozó sobre el río Jordán el general británico Edmund Allenby. Te adentras en un paisaje que no parece de este mundo. Estribaciones de terrones resecos, petrificadas por unos soles homéricos y erizadas de casamatas militares de lona camuflada en tonos castaño sucio, con arpilleras por donde sobresalen las bocas de una multitud inabarcable con la mirada de cañones FIM-92 Stinger, el sistema de defensa aérea portátil favorito del ejército israelí. Pero no se observan soldados. Tampoco civiles. Ni siquiera un pastor. Aquí no vive nadie. No existe vegetación. No canta ni vuela un ave. No chirrían grillos. Tampoco hay cabras, camellos o vacas. El cielo es de un color plomo antinatural, porque no tiene nubes. Aquí casi nunca llueve. Tampoco se escucha sonido alguno. Quien se aventure por esta parte del mundo, puede afirmar que ha visto el otro lado de la luna.

Es una sensación sin sosiego: te sientes ajeno a toda la solemnidad de las sagradas escrituras si vas a Jerusalén saliendo desde el mundo árabe. Porque aunque te encuentras en el corazón de Tierra Santa, si miras puente abajo en busca de las aguas benditas donde, según el Evangelio de Marcos, fue bautizado Jesucristo por Juan el Bautista, apenas se atisban unos hilos nerviosos de agua a los que una maleza hirsuta y descolorida casi gana la lucha por el espacio del lecho del rio.

A la derecha está Jericó, la antigua gran ciudad de los cananeos donde Jesucristo ayunó cuarenta días meditando sobre la tentación de Satán. Es un pueblo abrasado por el sol del mediodía y envuelto por el polvo ocre de todos los caminos del valle del Jordán que, en este punto, dista de ser un vergel divino. A la entrada de la calle principal (con hierbajos a cada lado y donde flota, ingrávida, una densa nube de pelusas blancas) dormita un hombre de aspecto grueso y alto. Viste pantalón verde oliva, calza chanclas de goma y sólo cubre el torso con una camiseta que le llega hasta el pecho y deja ver una barriga voluminosa y peluda como la de un oso siberiano. Tiene una Ak-47 abandonada entre las piernas. La más famosa de las armas de fabricación rusa es la preferida aquí: Jericó es territorio palestino.

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A mitad de la calle donde hace siesta el gordo enorme, se levanta, milenaria, frondosa y saludable, de un verde vivísimo en medio de este paisaje lunar, una higuera que es mencionada en el Evangelio de Lucas, 19, 1–10, del Nuevo Testamento: mide unos 20 metros y hasta sus ramas más altas habría escalado Zaqueo, un recaudador local al servicio de los romanos, para poder observar sobre la multitud, a Jesucristo, cuando éste iba camino a ayunar a tres kilómetros de distancia, en el Monte de la Tentación, donde fulgura, con cegadores destellos de oro, la cúpula del monasterio más antiguo de la humanidad, levantado por los cruzados en 1099 y que fue visitado en su peregrinación a Tierra Santa por Helena, la madre de Constantino. La higuera y el monasterio son el encanto único de Jericó. Porque las famosas murallas que siete sacerdotes dirigidos por Josué habrían derribado al sonido de unas trompetas son, hoy, unas cuantas zanjas agostadas, donde alguna vez fueron encontradas por los arqueólogos puntas de flecha, buriles, cuencos y tazones de piedra, pero ya abandonadas (y sin demasiado interés, ni siquiera turístico) por sus habitantes musulmanes.

Desde las ruinas, al voltear la vista en sentido contrario del Monte de la Tentación, se observa lo único que habría alimentado a Jesucristo en sus 40 días de hambre, la visión el mar Muerto: un inmenso plato de agua color del plomo, inerte como el ojo de un animal prehistórico y que resplandece con una luminosidad opaca, como la del lomo de una pescado oscuro. Es una cazuela de 80 kilómetros de largo y unos 16 kilómetros de ancho, con barrancas rojizas que se adentran, raudas y precisas, en su agua pétrea, con un reflejo rápido, como si fuese en busca de lo que algunos traducen de los textos bíblicos como las profundidades impenetrables donde reposa el amasijo de ruinas de Sodoma, Gomorra, Adma y Zeboim. Quien emprende el camino a Jerusalén por este lado del mundo, puede afirmar que se encuentra en lo más profundo de la tierra: aquí estás a 416,5 metros bajo el nivel del mar. El punto más hondo del planeta. Una mancha desmesurada de vapor de sal, un agua sin aliento. Es el lugar donde golpeó el puño de Dios. Algunos traducen de los textos bíblicos que, en estas profundidades insondables, acabó la lluvia de fuego y azufre que pulverizó a las cuatro ciudades homosexuales que habrían vivido en cachondeo perpetuo en el valle de Siddim.

Esta ribera del mar Muerto es nada más una marmita de agua hirviente. Se encuentra casi abandonada por las autoridades árabes de Jericó y también por las fuerzas israelíes que controlan el paso fronterizo del puente Allenby. En cambio, la orilla opuesta es diferente: la ribera de Jordania es un floreciente costurón de balnearios con hoteles de cinco estrellas en los que, turistas de todo el mundo, siguen las huellas de Cleopatra para encontrar la fórmula de la eterna juventud en su agua entumecida de 26 tipos de minerales rejuvenecedores, relajantes, anti-estrés, calmantes, hidratantes y refrescantes. Aun si fuese pura publicidad turística todo lo anterior, hay, como sea, una verdad irrefutable: después de que flotas en el agua untuosa del mar Muerto y entras a una habitación de hotel refrigerada, con una mesa cubierta de platos de olivas, queso de cabra, sofrito de tomate con ajos rociado de orégano y una humeante taza de té… han desaparecido para siempre las hemorroides que te atormentaban desde tus tempranos 28 años. Lo más seguro es que quizá el milagro no lo causen los 26 tipos de minerales, sino la visión más sobrecogedora que un ser humano pueda tener antes de morir: ver Jerusalén mientras uno flota en la margen jordana del Mar Muerto. Sí, mirar la ciudad de ciudades a 40 kilómetros de distancia, mientras se está acostado sobre el agua, como si se estuviese en una cama de la miel más espesa y dulce, del vino más viejo y curativo, del aire más puro y cristalino. Un encantamiento que únicamente se rompe si una gota de agua cayese en tus labios, con su sabor parecido a una mixtura de gasóleo con kerosene y asfalto; o si va dar a tus ojos, provocando una sensación diez veces más desesperante que la de un chorro directo de limón con sal y pimienta. Salvo uno u otro accidente, es una suerte impar distinguir, aplastado sobre la superficie del mar Muerto y en la atmósfera diáfana de las cinco de la tarde, el misterioso desorden de cúpulas y minaretes, rodeadas por el distinguible cinturón de piedra que forman las colinas de Judea. Uno piensa que, si el cuerpo de todos modos se va a gastar de una forma u otra, entonces que se gaste mientras vislumbra la ciudad más deseada de todos los tiempos.

Camino al experimento trágico de Israel. Los tiempos del Antiguo Testamento persisten en estas planicies calcinantes y en las colinas agrietadas de su paisaje amarillo. Pero, a diferencia de entonces, ahora es imposible cubrir andando la treintena de kilómetros que restan para llegar a Jerusalén. Este arenal ondulado y punteado de piedras de cal viva es la primera línea del frente en la guerra que desde 1947 libran, para apropiársela, judíos y musulmanes. Hoy, es de los judíos. Ellos controlan el primer punto de chequeo del gran sendero de asfalto que asciende hasta Jerusalén. Es obligatorio llegar en un autobús autorizado por Israel y bajar para someterse a un registro personal a fondo. Aquí, en el sector israelí, sientes angustia; y empieza a parecerte una imagen cándida aquella de Jericó donde dormitaba el gordo enorme con pantalón verde oliva, chanclas y camiseta que dejaba ver su barriga voluminosa y peluda como la de un oso siberiano, con la Ak-47 abandonada entre las piernas.

Porque en el área israelí uno parece encontrarse en el set de la película Pelotón, de Oliver Stone: se registra un corre y corre de decenas de soldados y policías, todos con gafas de sol y armados con ametralladoras automáticas Uzi, lanzagranadas MK-19 y dos pistolas Glock 19, una a la cadera izquierda y otra a la altura de la rodilla derecha. Los de negro, son guardias fronterizos. Los de verde, soldados. Los de boina, de fuerzas especiales. Con ellos, con igual autoridad y armamento (también las gafas oscuras), se movilizan chicas y chicos menores de 20 años, pero, éstos, vestidos con bermudas, camisetas tipo polo y tenis de running. Son jóvenes voluntarios que apoyan a las fuerzas militares regulares. Entonces aquí, aquel sentimiento vuelve a ser sin remedio: te sientes muy lejos de casa si vas a Jerusalén saliendo desde el mundo árabe.

Sólo que, en el puesto fronterizo apostado después del puente Allenby, el pánico me paraliza no sólo por pensar en mí, sino en especial por mi hijo adolescente Santino, que me acompaña para cumplir su sueño de conocer Israel porque ganó un premio en la escuela por escribir una ponencia sobre el “experimento trágico de Israel”.

Pero pronto me siento egoísta en el miedo. A nuestro lado hay decenas de musulmanes: niños y niñas, mujeres y hombres, ancianos y ancianas, procedentes no sólo de países islámicos de todo el mundo que van rumbo a Jerusalén en procesión, también de países árabes de la región, quienes se trasladan igual por razones religiosas o para visitar familiares en las zonas adyacentes controladas por las autoridades palestinas. Otros van de regreso a sus hogares. Este check point es el único que los israelíes permiten usar a los árabes para entrar a los territorios palestinos, pues les tiene vedado el aeropuerto de Tel Aviv. Quizá ellos no sientan un miedo similar al mío. Tal vez lo que advierten es una mezcla de odio y rencor. Es imposible saberlo porque no hablan ni gesticulan. Sólo observan con una mirada inescrutable, fatalista. Son sobrevivientes o descendientes de los derrotados de la guerra del primero al seis de junio de 1967, cuando en apenas seis días perdieron estos horizontes escaldados y aquellas colinas de contorno azafranado, donde no crece ni un cactus, ni puede sobrevivir siquiera el animal invencible de los desiertos, una especie de hormiga que soporta las temperaturas de 70 grados del Sahara porque arma montones de tierra que escala una y otra vez: cada ocasión que sube, el esfuerzo físico provoca que su cuerpo produzca una gota acuosa que podría denominarse sudor. La hormiga se la bebe, baja de nuevo y vuelve a subir para continuar traspirando y seguir bebiendo. Mitiga la sed con un peculiar ejercicio de Sísifo de los desiertos.

Los guardias fronterizos de negro, los soldados de verde, los militares de boina, y los chicos vestidos de turista representan a los ganadores, y el resto de musulmanes hacinados (en espera de que les permitan o no seguir camino) a los perdedores del conflicto que detonó con un ataque de Israel a Egipto y continuó con la respuesta de cuatro ejércitos árabes: Egipto, Jordania, Irak y Siria. Seis días más tarde, Israel logró aumentar varias veces el minúsculo territorio prácticamente estéril que el 29 de noviembre de 1947 le había otorgado la ONU para asentar un Estado hebreo, por 33 votos a favor, 13 en contra y 10 abstenciones. Pero, tras Guerra de los Seis Días, Israel conquistó los Altos del Golán en Siria, Cisjordania (del Jordán hacia el mar Mediterráneo, incluido Jerusalén Oriental), la Franja de Gaza y la península egipcia del Sinaí: una profundidad territorial que mantiene todavía, con excepción de la península del Sinaí, devuelta por la vía diplomática en 1982.

La multitud se agolpa frente a la garita, sin equipajes, porque éstos les son retirados en espera de si reciben o no la entrada. Casi todos los árabes transportan bidones de agua, hasta ocho por persona. Aunque parece una cantidad exagerada de agua, se puede entender que la carguen, ya que vienen de recorrer (en el transporte que pueden) todos los páramos desde Asia Central y del Medio Oriente más recóndito, donde la sed se convierte, más que en una necesidad, en un sentimiento. Sin embargo, quienes llevan esta agua aceptarían morir de sed antes que beberla. Es agua sagrada que traen, para santificar sus casas, de su visita a La Meca, el primer lugar santo del islam, situado en Arabia Saudita, hasta adonde peregrinan cada año unos 13 millones de musulmanes para adorar un fragmento de meteorito cubierto de una tela negra bordada en oro y, hacia el cual, todos los mahometanos del mundo tienen que dirigir sus cuerpos para orar arrodillados cinco veces al día y repetir que su Dios, Alá, es el más grande, en un gutural árabe: “¡Allah Akbar!”

La fila para hacer el trámite migratorio tarda en avanzar un par de horas. Una oficial de perspicaz mirada verde botella, otorga el visado después de preguntar motivo de la visita, tiempo y lugar de estancia Israel. La visa es un adhesivo en la contraportada del pasaporte. La pegatinas tienen un número que va desde el uno al seis: se trata de una valoración de peligrosidad con la que califica Israel al visitante. El número uno es el más sospechoso. A mí me pegaron un seis. A mi hijo, un cuatro. Un niño, de 12 años pareció más comprometido que un hombre de 50. Eso sí, nos quedamos sin padecer lo que visitantes anteriores nos habían advertido en Amman: la leyenda de que en los puestos migratorios, los israelíes sometían a los extranjeros a una especie de ducha de hidromasaje y abrían chorros de aire a presión. Si se encendía una luz verde, pasabas; si se encendía una roja se abría una trampilla en el suelo y caías a un foso con cocodrilos. Para nosotros fue un día de campo.

La salida del check point se encuentra atestada de furgonetas Mercedes Benz de siete plazas, con choferes prestos a salir hacia Jerusalén en cuanto son ocupados todos los asientos. Son taxis llamados aquí sherut. Tomamos una junto con cinco árabes silenciosos. Demora en arrancar a pesar de que cada espacio ya está ocupado, pero ninguno de los pasajeros pregunta cuándo arrancará. Sólo se acomodan y caen en un estado de inerte espera. Una quietud similar  a la de los musulmanes que se pueden ver acuclillados y mirando al infinito en los arcenes de las sinuosas carreteras de Peshawar en Pakistán; fumando cigarrillo tras cigarrillo en los poblados barrios de edificios de arquitectura soviética de Bagdad; bebiendo té en los coloridos cafés de Amman, en Jordania; acarreados por el gobierno para abarrotar las plazas de la revolución totalitaria de Damasco, en Siria… los musulmanes se dedican a esperar. Aguardar parece ser en ellos un sexto sentido, pero constituye también una actitud ante la vida, porque están convencidos de que nada va a ocurrir si no es por voluntad de Alá.

El Corán lo explica en el versículo 51:

Sólo podrá ocurrirnos lo que Alá nos haya predestinado. Él es nuestro dueño. ¡Que los creyentes, pues, confíen en Alá”.

¿Para qué entonces hablar con un compañero de viaje, mover los músculos, abandonar ese cómodo fatalismo? Sin embargo, permanecen ojo avizor: ni el profundo olor a especias, el sopor del mediodía de este Domingo de Ramos o la acompasada letanía de los vendedores de miel y leche de cabra, los hunde en el sueño que nos empieza a vencer a nosotros dos cuando, por fin, la furgoneta acelera y comienza a subir por la carretera hacia la ciudad que el Salmo 13 (ese salmo hermoso, aun siendo duro, imprecatorio, de venganza) obliga a recordar de manera inapelable:

Si alguna vez te olvidase, Jerusalén,
Que me falle la diestra;
Se me pegue la lengua al paladar
Si no te recuerdo

El sherut enfila por una vía de primer mundo, plana y ancha, como el conjunto de las construidas por Israel después de talar gran cantidad de bosques, con la táctica militar de poder movilizar y trasladar tropas en poco tiempo y hacia cualquier destino. El primer cartel, escrito en hebreo, árabe e inglés avisa: Jerusalén 32 kilómetros. Lo que no anuncia valla alguna es que entramos a una zona donde están dispuestos 70 puntos de revisión y existen 600 accesos bloqueados. Los árabes con quienes vamos en el sherut si lo saben. En cuanto arranca el vehículo, colocan a mano sus documentos de identidad. El panorama a cada lado de la autopista deja de ser desolador más al interior del país. Se divisan granjas a lo lejos y alguna edificación cuadrada de hormigón hasta que aparece el primer retén militar. Un joven y una joven del servicio militar obligatorio israelí, no mayores de 16 o 17 años, de boina (armados ambos con ametralladoras automáticas Uzi y dos pistolas Glock 19, una a la cadera izquierda y otra a la altura de la rodilla derecha) no tienen que molestarse en hablar cuando el auto se detiene y abren la puerta corrediza: los pasajeros árabes les entregan en automático sus documentos, que los dos reclutas revisan con detenimiento mientras observan los rostros de quienes se los extienden. A nuestros pasaportes apenas si les echan una ojeada. La escena se repetiría cinco veces más en 50 minutos de viaje. A medida que se distinguen con más claridad las cúpulas y minaretes de Jerusalén, siempre hacia arriba, principian a notarse junto a la carretera asentamientos de judíos llegados de otras latitudes. Son extensos condominios amurallados, con edificios de dos plantas de arquitectura sobria pero elegante, con un pasto verde tierno enfrente que contrasta con la tierra cuarteada por la sequía, que predomina a extramuros. Adentro de esos oasis artificiales se vive con 340 litros de agua por persona al día, mientras en los territorios palestinos, ocupados o no, los árabes viven con apenas 52 litros de agua al día, una cantidad insuficiente si se tiene en cuenta que Naciones Unidas considera que la vida de un ser humano corre peligro si su suministro al agua es inferior a los 120 litros por día. Los asentamientos son poblados con judíos que arriban cada año a Israel no sólo por cuestiones de fe religiosa: también para obtener seguro social y pensión de retiro. El sherut aminora la marcha hasta que se detiene detrás de una extensa fila de coches y autobuses. Los árabes sabían que esto sucedería, porque enseguida abren sus bolsas y extraen comida. Una mujer instala y enciende en el piso del coche una estufa pequeña y calienta agua para te. Un hombre nos reparte a todos un shawarma (carne de cordero picada y rociada con yugurt, envuelta en pan árabe) y otro dispone sobre el portaguantes un plato plano de cobre estañado con mansaf (cordero cocinado con yogur y servido sobre arroz). Lo han hecho en silencio y, también en silencio, incluidos nosotros y el chofer, tomamos a la vez raciones con las manos sucias del polvo del camino andado desde el puente Allemby hasta aquí. Del mismo vaso, el grupo toma sorbos de té: un té color caoba, dulce porque el agua está mezclada con miel.

Compartir de platos colocados al centro, de los que se come con las manos, es una tradición de los árabes del desierto, los beduinos, que sobrevive con una fuerza y un encanto sublimes aún en las mansiones más ricas de Dubai o Arabia Saudita, pasando por los hogares de clase media de Amman y terminando dentro de una furgoneta de desconocidos a las puertas de Jerusalén.

Así era y es todavía en las vastedades yermas de Rub al-Jali, donde cada cena arranca en una tienda de hilaza y cortinas blancas, en la que el anfitrión abre el rito mostrando la mascota de la familia (un halcón, un perro, una avecilla canora, un gallo, un ave zancuda, un camello pequeño) para que sea admirada, y luego preguntar en un educado susurro: “¿Blanco o negro?”. Es decir, ¿Té o café? Es mejor el café, en especial a partir de la segunda taza, por dos razones: una, el líquido proviene más del fondo de la cafetera; otra, en la taza se asienta más el poso del chorro anterior, así que a la cuarta taza ya estás bebiendo un café de una pureza desconocida en Occidente. Después de cuatro, cinco, seis, tazas de la infusión escogida, aparece una fuente repleta de arroz blanco, lascas de pierna y costillas enteras de cordero, con la cabeza hervida del animal en el centro, como una cereza en un pastel. Alguien recita “en el nombre de Alá el misericordioso, el que nos ama” y enseguida todos meten la mano y engullen y se chupan los dedos quemados para enfriarlos. El honor mayor es que un comensal te introduzca una porción en la boca con sus propios dedos, después de haberse cambiado para la otra mano el cigarro que está fumando mientras come.

Una de las grandes y mejores comidas de nuestra vida había sido así: tumbados a medianoche del verano del año 2013 en un tenderete levantado sobre un valle de grandes lajas de piedra y mullida arena rojiza, en el corazón del desierto de Wadi Rum, con nuestro amigo beduino Nizar, de la viejísima tribu de los Daana, de la zona del Sihan. Ahora, volvíamos a tener una comida inolvidable con estos árabes discretos e inmutables, cargados de bidones de agua sagrada de La Meca, de quienes nos separaríamos al final del viaje sin conocer sus nombres, pero sí su generosidad secular, aprendida de sus padres, que de los suyos la aprendieron y, éstos, a su vez de otros padres que el tiempo ha perdurado desde el corazón del desierto.

A partir de tus murallas. La entrada a Jerusalén puede ser más terrenal de lo esperado en la más santa de las ciudades: después de un embotellamiento tan desesperante como en el tránsito desquiciado de la ciudad de México (o más inquietante que en la peligrosa Rawalpindi en Pakistán) el sherut se detiene frente a la Puerta de Damasco, en la ciudad vieja, la parte oriental de Jerusalén, poblada por árabes, a quienes se las quitó Israel cuando les ganó la Guerra de los Seis Días en 1967. Para Israel, nos encontramos en Israel. Pero para la comunidad internacional (que no reconoce la anexión israelí de 1967) nos encontramos en Cisjordania, que debería convertirse algún día en Palestina, según Naciones Unidas. En ese caso existen dos Jordanias: la “cis”, que significa “más cerca” de Roma y la “trans”, que significa “más lejos” de Roma y que es la de dónde venimos después de atravesar el puente Allemby. La disputa de Israel con Naciones Unidas se nota rápido: para Isarel, esta es la capital del país. Aquí funciona el Parlamento o Knéset. En cambio, la comunidad internacional considera como capital de Israel a Tel Aviv, una ciudad ultramoderna que reverbera junto al Mediterráneo, a una hora de camino y donde se ubican las embajadas de todos los países. El paradero está en una calle cubierta por una telaraña de puestos de vendimia, cafeterías minúsculas, encimadas una con otra y pasajes estrechos, en uno de los cuales una mujer con velo sobre el cabello y aspecto de estar mal de la cabeza, se levanta la falda, se agacha y produce un charco de orina a su alrededor.

Al entrar a Jerusalén por la Puerta de Damasco empieza a llover. Es un aguacero, para nada es el rocío que según el profeta Mahoma en el “Hadith”, en Jerusalén cura todos los males:

¡Oh, Jerusalén, tierra elegida de Alá y patria de Sus servidores!
A partir de tus murallas, el mundo se ha convertido en mundo
Oh!, Jerusalén, el rocío que cae sobre ti
Cura todos los males, porque procede
De los jardines del paraíso!

Al traspasar la vetusta muralla por la Puerta de Damasco y entrar a Jerusalén, la sensación es irreductible: se ha llegado a un pueblo árabe. Se trata de un embrollo de callejuelas de piedra blancuzca en las que las tiendas de venta apenas dejan espacio para que dos o tres personas puedan caminar juntas y sean golpeadas sin compasión por un tráfico incesante de porteadores con carritos de bolsas de papitas, cajas de refrescos, bolsas transparentes llenas de cruces católicas, kipás judíos, rosarios musulmanes… souvenirs religiosos que se venden como merengues a la puerta de un colegio en casi todos los puestos. Cada diez o doce metros se suceden las parejas de soldados judíos jóvenes, como las que revisan los sheruts en la carretera. Un grupo de mujeres árabes con el cuerpo y la cabeza cubiertos (sólo con dos huecos en los ojos) denuncia algo a gritos, mientras una chica soldado que lleva una guitarra al hombro se las ingenia para tomar nota de la declaración de los hechos; una fila larga de turistas se agolpa frente a un cajero automático; un matrimonio de judíos, con un niño de brazos y el hombre con una pistola al cinturón, compra shawarmas y sodas en una cafetería árabe; un hombre de rasgos asiáticos revive la pasión de cristo cargando a la espalda una cruz de madera que rebasa dos veces el tamaño de su cuerpo, en tanto lo sigue media docena de compañeros coreando una cantinela; una procesión de hombres, mujeres y niños con ramos de olivo en las manos, avanza a trompicones cantando en español la Hosanna al Hijo de David al son de “bendito el que viene en el nombre del señoooor,  con todas sus fuerzaaaas, lo diga nuestra voooz…”

Ciudad adentro, vemos una escalera que asciende. Debe tener más de cien escalones, que son un mármol de color humo, desgastado por la erosión de los pasos de caminantes, las lluvias, los soles y los sucesos de más de 20 siglos. A unos metros de aquí la vida es un caos, pero por esta grada, que parece encantada en su esplendor milenario, no transita nadie. Aprovecho para que Santino me tome mi primera foto en Jerusalén: me recuesto a una pared, dejando todo el aire de la izquierda para que el foco principal sean los peldaños que suben. La imagen es inolvidable. Mi cuerpo casi se pierde contra un muro piedra, sobre mi cabeza aparece escrito en español el enigmático nombre del corredor: “Camino del Soplido”. El cuadro se abre en paneo desde mi figura hacia una escalera cualquiera de Jerusalén que, sin embargo, expide un deleite arquitectónico superior al de otra escalinata donde Santino me hizo una foto parecida: la elegante rampa escalonada diseñada por Miguel Ángel en siglo XVI, a encargo del Papa Pablo III. Pero mi fascinación por el retrato acaba de inmediato, porque en la pared que me recosté, alguien sin demasiada vocación por los santos lugares ha engomado un chicle que se me pega a la chamarra. Luego pasaría casi todo el viaje tratando de quitar de la tela sin que ésta se rompiese.

Recorriendo a placer la madeja de pasadizos, damos media vuelta ante lo que parece un check point: una pareja de soldados jóvenes junto a un detector de metales. Lo último que queremos sufrir es otro check point, después de circular una mañana entera por una zona donde hay 70 y, además, 600 accesos bloqueados. Luego nos enteraríamos que se trataba el acceso al Barrio Judío y la entrada al Muro de los Lamentos, lugar sagrado para los judíos debido a que es una de las pocas partes que quedaron en pie luego de que los romanos destruyeran el Templo de Jerusalén. Cerca, entramos a una cafetería hebrea. Pedimos matzá con pollo: una sopa con bolas de harina, trozos de pollo, huevos, grasa vegetal, sal y pimienta. Al final, Santino pide un café con leche. La mesera, una joven veinteañera judía, emigrada de Argentina, ha sido amable hasta ese momento.

—Los niños no pueden tomar café con leche. Eso es un vicio de adultos. Te traeré un chocolate —decide, en un tono que no daba derecho a réplica.

—Para mí, sí, por favor, un café con leche —le digo.

—Tampoco usted puede tomar café con leche —contesta tajante—. Usted ha comido carne de pollo.

De acuerdo con la tradición judía, si una persona mezcla en una comida la leche con carne de ave o ganado, su alma será extirpada de su pueblo, algo que viene de una interpretación rigurosa de los admonitorios versículos bíblicos de “no cocerás al cabrito en la leche de su madre”. Pero, no sólo está vedado en la tierra. También en el cielo: en El Al, la línea aérea comercial israelí, está prohibido a las azafatas, aun a diez mil pies de altura, ofrecer leche en polvo con el café cuando un pasajero acaba de comer carne.

Pero Jerusalén es un compendio del mundo. Volvemos a salir sin rumbo a la calleja por la que entramos, la Vía Dolorosa, y damos con el Hospicio Austriaco, palacete de 150 años que funciona como hotel de peregrinos. Al igual que debían hacer los caminantes en los asilos de la vieja Europa, en este hay que llamar a la puerta al entrar. Hasta 1918, el refugio funcionó como consulado de Austria en Jerusalén, pero en 1939, en los albores de la Segunda Guerra mundial, fue confiscado por los ocupantes ingleses al considerarlo “propiedad alemana”. Austria lo recuperó en 1985… por suerte, pues el Hospicio Austriaco es un sitio fabuloso en la estricta Jerusalén. Es sus pasillos y su terraza pespunteada de rosas, geranios y azahares se respira un aire de libertad occidental. La especialidad de su cafetería es el café vienés. Santino, a sus 12 años, pide el suyo libremente y se lo sirve una risueña monja de lentes gruesos y un crucifijo en el pecho. Subimos a tomarlo a la azotea, que es el mirador más espectacular de Jerusalén: la vista vuela por encima de la explanada de las mezquitas, rebasa las murallas y se encuentra con la iglesia ortodoxa rusa de María Magdalena, edificada entre los pedruscos, los pinos de Alepo y los matorrales que cubren el Monte de los Olivos. Es la iglesia de las famosas siete cúpulas doradas, cuyo brillo debe rehacerse cada 20 años, con una costosa técnica de galvanización del oro sobre los domos. Pero los zares rusos resolvían a su estilo el asunto del resplandor. La técnica más barata entonces consistía en fijar el oro en las cúpulas con la ayuda de un preparado con base en mercurio, que después de evaporada provocaba la muerte, dos o tres años más tarde, de quienes realizaban el trabajo. Cada dos décadas, el zar de turno proponía a los condenados a muerte en Rusia participar en la renovación de los fulgores de las siete cúpulas y a quienes aceptaban los mandaba a Jerusalén. Los prisioneros iban con una doble esperanza: la de ser perdonados por sus pecados y la de aplazar su muerte al menos un par de años. Junto a la iglesia de María Magdalena, en una ladera, se desgaja impetuoso unos de los mayores cementerios judíos de Jerusalén. Según las Sagradas Escrituras, el Mesías llegaría a la tierra justo por esa pendiente del Monte de los Olivos, así que las almas privilegiadas serían la de los ocupantes de esas tumbas que se desgastan hace cientos de años en el talud más venerado del planeta. Nada resulta tan reconfortante como observar ese paisaje sentado en una banca del tejado del Hospicio Austriaco, sorbiendo una gran taza de café expreso cubierto con crema batida, junto con tu hijo de 12 años.

El sol ahora es pálido y dorado. Cae la tarde en Jerusalén. De pronto, las multitudes que hasta hace media hora la convertían en una moderna Torre de Babel casi han desaparecido. Los callejones, que unas horas conservaban un atractivo especial por su colorido y su halo como escenario de tantos milagros, provocan una sensación de azoro y de miedo. Los comerciantes se apresuran a desmontar sus puestos callejeros. Lo hacen con un apremio sospechoso, porque miran a cada lado y hacia atrás con recelo, a medida que baja el sol ya amarillento de esta tarde húmeda y fría de primavera. Actúan como movidos por un mecanismo físico de defensa que trasmina inquietud, alarma, desconfianza y recelo. La ciudad que durante el día parecía abierta a todas las almas desnudas de la tierra, a la hora del ocaso, sin embargo, se empieza a enclaustrar y uno tiene el presentimiento de que algún peligro lo acecha, de que en las oquedades de los sótanos de miles de años hay unos ojos que ven todo lo que hace, que lo vigilan y quieren que ya se vaya: desde este instante, eres un intruso.

Entonces apuramos el paso en busca de la primera de las siete puertas abiertas en las murallas. Son ocho, pero la Puerta Dorada, de la Misericordia o de la Vida Eterna está cerrada. El soberano turco Suleimán el Magnífico la selló en 1541 para impedirle el acceso al Mesías, que según los judíos va a entrar por ella el Día del Juicio Final. Ahora son los judíos quienes la mantienen cerrada en espera de que sea el Mesías quien la abra. Si eso llegase a ocurrir, la escena sería curiosa, porque el Mesías tendría que pasar por encima de un cementerio musulmán que hay enfrente. Salimos por donde entramos: la Puerta de Damasco, que se encuentra en la pared norte de la muralla, apuntando hacia la capital de Siria, y es la más imponente y más bella de las ocho puertas de Jerusalén. Es el acceso directo al centro del barrio árabe y fue construida en 1542 por el mismo que tapió la Puerta Dorada, Suleimán el Magnífico. Se levanta entre dos altas torres con matacanes, unas plataformas con orificios diseñadas en la Edad Media para ser empleadas durante asedios o asaltos, como un lugar seguro para observar y atacar en vertical al enemigo. Hoy, en esos miradores está instalado las 24 horas un escuadrón de élite del Ejército israelí. Desde abajo se pueden ver las bocas de sus fusiles. Mientras observamos los soldados con sus armas no puedo dejar de pensar en lo vulgar que resulta la imagen, comparada con la situación que tenía, justamente este punto de la Puerta de Damasco, en el mapamundi de Ebstorf, del siglo XIII, en el cual Jerusalén es dibujada exactamente en el centro del globo terráqueo. Y Dante la pondera tanto en El infierno, que después que abandonar el interior de la tierra con Virgilio por el noveno círculo, se cerciora de que sea por el lado opuesto a Jerusalén.

Afuera de la ciudad vieja, sentados en una mesa del café The Eucalyptus, cerca del Monte de los Olivos, pedimos una tarta de higos rellena de almendra, y café sin leche. Mientras, vemos a Jerusalén adormilarse bajo el último rayo de sol que se refleja sobre sus cúpulas y minaretes. Tiene un brillo de oro viejo, como el de una moneda recién sacada del polvo a la que le soplas y aparece una superficie bellamente labrada con destellos cobrizos, temblorosos y cálidos. Al final, la luz se escabulle con prisa, pero Jerusalén refulge como si más de dos mil años, vividos siempre en una maldición de sangre derramada, la cargaran más de enigmas, miedos, pasiones, y fuese aplastada, a su vez, por el peso de su santidad y el recuerdo de las atrocidades cometidas en el nombre de las tres religiones que la disputan desde el año cero.

Mirándola, en este crespúsculo inmemorial, no hay que ser católico para creerle a Jesús cuando, según San Mateo, 23-37, la contempló desde estas mismas colinas y musitó, transido de dolor:

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas
y apedreas a los que te son enviados!
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos
Como la gallina reúne a sus
polluelos bajo sus alas!

Rubén Cortés (Pinar del Río, Cuba, 1964). Periodista y narrador. Graduado de periodismo por la Universidad de La Habana. Radica en la CDMX desde 1995. Ha sido corresponsal de guerra. Autor de “Crónicas de guerra. Afganistán e Irak en el frente de batalla”; “Nueve meses en la eternidad”; “Cuba, Cuba”; “Un bolero para Arnaldo” y “Cuba sin ti”. Ha sido director de los periódicos La Razón de México y ContraRéplica. Es comentarista en el noticiero de Joaquín López-Dóriga en radio Fórmula y articulistas en diversos medios.

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