Foto: Santiago Tejedor.

La guerra que ya no existe: Un viaje a las unidades de élite de los ejércitos de Guatemala y Ecuador (III)

Esta es la tercera de cuatro entregas de una serie de crónicas propuestas por el periodista español Santiago Tejedor sobre la intimidad de dos unidades de élite de los ejércitos de Guatemala y Ecuador.

Capítulo 03. El sacrificio 

Y será el remanente de Jacob entre las naciones, en medio de muchos pueblos, como león entre las fieras de la selva, como leoncillo entre los rebaños de ovejas, que, si pasa, huella y desgarra, y no hay quien libre.

Miqueas, 5:8
La Biblia

Con Edgar Rolando Hernández hablé muchas veces y en varios viajes. Siempre con una café guatemalteco en la mesa. El país apoya gran parte de su economía en este producto que, desde 1850, ha tenido una importancia creciente en su PIB con más de 700 millones de dólares de venta al exterior. “Un café siempre ayuda”, me dice. Corpulento, fornido y tosco en sus movimientos, es un tipo sencillo y humilde. Kaibil número 1611, se graduó como boina púrpura en 1990. De mirada fija, no le cuesta sonreír. A las puertas de los 60 años, habla con orgullo de sus tres hijos. “El mayor quería seguir me ejemplo, pero por un problema de salud no lo hizo”. Luego da un sorbo al café. “El segundo podría entrar el próximo año”. La tercera es una chica. “Tiene un novio kaibil, pero me es indiferente”. Edgar está separado y ahora estudia para ser abogado, aunque su pasión es el crecimiento personal, la motivación y el liderazgo. Le gustaría ser coach y compartir sus aprendizajes con la gente. ¿Qué es un kaibil? “Es una persona en la que se puede confiar”. Me mira. “Un hombre que ha recibido capacitación extrema tanto física como mental. Especialmente, mental”. Hace otro silencio. “Es un cumplidor de órdenes”. Otro silencio. “De instrucciones”, precisa. Luego me regala un eslogan. “Lo posible está hecho, lo imposible se hará”. 

Su abuelo fue coronel. Su papá fue sargento primero. Ingresó a los 18 años al ejército. Meses después, realizó una bienvenida a dos oficiales que venían de realizar el curso kaibil. Uno de ellos había quedado entre los mejores. En ese momento se propuso postularse al entrenamiento, que se ofrecía únicamente a unos 40 ó 50 soldados por curso. “Si durante el curso, los instructores ven que el candidato no llegará al mínimo exigido, le invitan a abandonar. En mis tiempos recuerdo que alrededor de un 75% de los aspirantes abandonaba a la primera o segunda semana”. Recuerda la dureza de la instrucción. “Ha habido accidentes. Una vez dio la vuelta el cayuco y el soldado se enredó en las cuerdas. Se ahogó. Otro, en un ejercicio de nado entre las dos orillas de un río, con el equipo encima, no pudo liberarse a tiempo de sus pertrechos, quedó enganchado y murió también ahogado”. De repente, interrumpe su relato y matiza: “El curso es voluntario. Yo no firme nada, recuerda”. Prosigue. “En algún momento los ejercicios son drásticos”. ¿Y la comida? “La alimentación no es buena”. Otra vez, el mismo rezo: “La comida no es un deleite, es un combustible”. Recuerda que el tiempo para comer puede ir oscilando: medio minuto, un minuto, tres minutos. La comida no se puede sacar del comedor. Si llega un superior se para de comer hasta que de la seña de continuar. 

—Para empezar, subimos a unos camiones. Recuerdo ese inicio cuando todos teníamos muchos deseos de participar. Fui atleta de velocidad y aprendí a lidiar con el nerviosismo. Cuando llegué al curso estaba muy seguro. Eran las 9 de la mañana. Nos citaron en la pista de aterrizaje de Poptún. Nos llevaron en transporte militar.

El equipamiento del cuartel constaba de un fusil de asalto IMI Galil. Es uno de los fusiles de asalto estándar usados por las Fuerzas de Defensa de Israel, pero lo han empleado otros países como Colombia. Más tarde, fue sustituido por una versión mejorada: el IWI Galil ACE. “Se adapta a las condiciones selváticas. Es un arma versátil. Y es precisa”, me dice. Además, llevaban cajillas de munición. “En los ejercicios se proporciona munición real”, añade orgulloso. El grupo debía cargar cuatro ametralladoras (de unos 7,7 kilos cada una), una radio mochila (de unos 5,5 kilos). Cada aspirante portaba un cuchillo, cantimploras, menaje de alimentación, vaso de campaña… “Se busca generar peso e incomodidad”, ríe. En aquel momento no había paga económica. Entonces, ¿por qué someterse a esa dureza y exigencia física y mental? “Era simplemente una cuestión de honor”.

—En ningún momento paso por mi cabeza retirarme. Al terminar la primera semana, un instructor me preguntó “¿cómo se siente?”. Le dije que muy cansado. Me respondió: “saque las fuerzas de la flaqueza”. 

Edgar me habla de las pruebas de confianza.  Recuerda el paso de la viga: un madero que sale de un árbol y se adentra hacia el río. Recuerda que era de nos cuatro metros. Y recuerda también que había que caminar sobre él y pisar un pañuelo en el extremo. Tenían tres oportunidades para hacerlo. No era fácil. El tronco estaba mojado y cubierto de lodo. Resbalaba. “Lo hice a la tercera”.  El ejercicio se hacía al lado de un río. Allí había una tumba excavada en la tierra. Se les decía que esa tumba está preparada porque la prueba era muy complicada y peligrosa. Era de noche y todos sabían que la “barba amarilla” serpiente de la familia de las víboras, conocida también como jergón, mapanare, equis o mapaná, rondaba esas zonas húmedas. Y aunque se alimenta de pájaros, reptiles y mamíferos pequeños, la mordedura de este bicho, que puede alcanzar los dos metros de longitud, es peligrosa. Inocula en sus víctimas una hemotoxina que además de necrosis y problemas de coagulación, puede bloquear el sistema cardiovascular. Aunque hoy día existe tratamiento si se actúa con rapidez, 62 miligramos de su veneno, garantizan la muerte.   

La serpiente nos lleva a hablar de un lagarto de la zona (“muy peligroso y silencioso”) e, inevitablemente, de la comida. “Tenía compañeros que habían crecido en el campo y conocían qué comer en la zona. Todo el tiempo estábamos con hambre”.  Edgar me cuenta que una de las pruebas era limpiar para su consumo diferentes tipos de animales. Pavos, gallinas, patos… Se hacía sin herramientas y, a veces, incluso “con la boca”. Ríe, me observa, vuelve a reír y, finalmente, detalla el modus operandi: “Se le levanta el pellejo, se le sopla con un canutillo o pajilla y se insufla aire. Y el pellejo se desprende solo”.  Lo cuenta bromeando, pero rápidamente regresa a aquellos días. “Pasé varias jornadas con el plumaje del pavo en la cabeza, con el olor a sangre. Era incómodo. La sangre huele mal cuando se seca”.  Me explica que se daban casos reiterados de vómitos y diarreas. Luego reaparece la leyenda negra, el mito oscuro. “Dicen que también se come perro, que cargaban 100 libras de piedras, que comían serpientes vivas… Es mentira. Yo no viví nada de eso. Se extendió el rumor que cargabas contigo a un cachorro que al final del curso debías matar. No lo viví”. Su reflexión parece sincera. Luego retoma el relato. “Es peor la sed que el hambre”. Y sigue. “Lo más raro que he comido: raíces”.  

Recuerda que le dictó a su hermano por teléfono las 100 cosas que necesitaba para el curso: hilo, talco, botones, pomadas, agujas, primeros auxilios, vendas… Visitar la tienda estaba permitido dos veces durante el curso. Pero solo podían ir los que tenían dinero. “Yo fui sin tenerlo”. Aquella vez compró galletas y dos litros de gaseosa. Prometió regresar y pagar la cuenta. Lo hizo. A lo largo del entrenamiento, los candidatos a la insignia kaibil tienen solo seis horas licencia. Salen al municipio de Poptún. Comen y duermen. Edgar recuerda una fonda cercana al campamento. La gente del pueblo sabe que son kaibiles. Los miran. Los respetan. “Me comí un pollo y cinco helados. Y unas diez gaseosas”. 

El curso no tiene horarios.  La primera semana se duerme de una hora y media a dos horas. “Veinte días antes del curso se me salió la clavícula jugando a fútbol”. No quiso avisar a nadie porque de haberlo hecho no le hubieran dejado participar. “Una noche antes me fui a colgar de una barra. No superé ese dolor, pero al día siguiente me levanté y estaba mejor. Fui al curso. Luego me enteré que sin saberlo puse al hueso en su lugar”. Dieciocho días antes de que terminara el curso, se hizo un esguince. “Me resbalé en la grava y se me dobló el tobillo. Era del tamaño de una toronja y del color de un aguacate pasado por el tiempo”. La orden del médico era no seguir. “Me puse unas vendas y una pomada. Cuando el tobillo entraba en calor, el dolor mitigaba y podía correr mejor”. Lo cuenta orgulloso de su historia. “Aquí la mente domina al cuerpo”. Y entonces menciona el libro El Rinoceronte de Alexander Scott. Lo busco días después. Editado en 1997 por Giron Books, se publicita así: “En algún sitio, en lo profundo de la jungla donde pocos se atreven a penetrar, vive un animal salvaje que se llama ÉXITO. Es muy escaso y muy perseguido pero muy pocos se arriesgan a seguirlo y capturarlo. La cacería es larga, ardua y llena de riesgos. Hay muchas penurias a lo largo de ese camino que tratarán de desgarrar el corazón y el alma. Las malezas de la jungla presentan una barrera casi impenetrable. Los insectos constantemente te muerden y horadan la piel. (…). Tú y yo somos parte de ese grupo que tenemos que alcanzar el Éxito…”. Pero la lectura no le apasiona. Me cuenta que su perdición son las milanesas y los camarones empanizados. Y las películas basadas en hechos reales. “Con un mensaje motivacional”, matiza. Y, por encima de todo, las bélicas: Pelotón, Rambo, Black Hawk Down…  

Edgar ha perdido el contacto con sus antiguos compañeros, pero sigue unido al mundo castrense. Ha escrito un libro titulado Memoria de un kaibil. La monografía, que en su página 4 incluye un doble agradecimiento (a Dios y a todos los que “coadyuvaron a mi esfuerzo”), concluye con una reflexión en rima del propio autor: “Vida de cuartel/ que moral me inspiras,/ al oír tus tambores/ al sonar tu corneta,/ al rugir de la metralla/ cuando truena en la montaña/ y al estruendo de esa claymore [mina antipersonal de fragmentación direccional]/, que hasta sordo me dejó”. Durante la guerra, una bomba le estalló muy cerca. Perdió un 25% de audición en uno de sus oídos. Exhibe su libro con orgullo. “Solo me quedan 30 de 1.100 ejemplares”. Comenzó como una afición por realizar anotaciones en su agenda cuando era soldado. Intentó sin éxito que lo leyera algún miliar. Insistió. Y logró que Pablo Nuila Hub, el kaibil número 01, le diera un vistazo. “A los días me llamó y me dijo: “Patojo [muchacho], buen trabajo”.

Como paracaidista acumula unos 22 saltos y posee el título de francotirador. “He empezado a impartir cursos de tiro para civiles”. Participó en Guatemala en la guerra de guerrillas. “Nunca maté a nadie”. Tampoco vio cadáveres. “Los guerrilleros se llevaban a sus muertos”. Insiste en que siempre estuvo preparado para recibir órdenes. “Cuando se me asignó una misión nunca tuve miedo a morir, pero sí respeto”. Al retirarse del ejército se casó. “Para la familia es emocionante. Mis hijos decían a sus amigos que su papá era kaibil. Es un orgullo. Eres productivo para el país”. Reconoce que hoy ha bajado el interés. “Antes iban 200 oficiales a examinarse. Ahora unos 60. Ahora se valora más una licenciatura, un doctorado…”. Decidió comenzar a estudiar. Está terminando la carrera de leyes en la Universidad de San Carlos. “Es mi cuarto intento pues lo he ido dejando. La primera vez creo que fui un día”. Pero lo tiene claro: “Seré abogado”. Parece dudar. Matiza: “Me gustaría ser dirigente deportivo”. 

Le gustan las frases célebres, los proverbios y los dichos. Cita a Philip Caputo y su best-seller Un rumor de guerra, pero prefiere la Biblia. Hay un texto que siempre le acompaña. El Salmos 92:11: “Tú aumentas mi fuerza como la del toro y me unges con aceite nuevo”. Luego sigue su relato: “La tecnología de otros ejércitos nos supera, pero a nivel místico somos los mejores. El diccionario define la mística como la “actividad espiritual que aspira a conseguir la unión o el contacto del alma con la divinidad por diversos medios: el ascetismo, la devoción, el amor o la contemplación”. Me insiste en algo: los kaibiles siempre avanzan. Siempre atacan. Se autodefine como un cumplidor de órdenes. “Antes muero que no cumplo una orden”.

—Somos máquinas de guerra; no de matar. 

Me detalla que hay un ejercicio que es una marcha forzada. Los instructores ofrecen un hidratante natural. Se pueden tomar una o dos botellas. “Creo que yo me tomé cinco”. Me explica los días de entrenamiento. La primera semana, el día kaibil empieza a las 4 de la mañana. A las 00:30 pasamos al dormitorio. “Hay un almorcena”. A las 1:15 nos levantan para enseñar a doblar la bandera. A las 1:45. Volvemos a dormir. A las 2:15, otra vez arriba. Luego, algo parecido al sueño. A las 3:15, lo mismo… Los instructores se van turnando. A las 3:40, finalmente, el descanso.  También hay clases teóricas. Repasan conceptos ya estudiados previamente. Se aprende a utilizar la brújula y el mapa. Un suspenso en la parte teórica impediría completar el curso y asistir a la anhelada y ferviente ceremonia de graduación. 

—Se monta una iluminación con fogatas, detonaciones y gradas de iluminación. Se nos entrega un sobre con el parche kaibil. Lo colocas en el uniforme y saludas a los instructores.  Me dijo un oficial: “Kaibil, la guerra ha terminado”. Otro: “Me siento orgulloso de usted”. Las lágrimas rodaron por mis mejillas.  Días después se realiza la segunda graduación a la que pueden asistir familiares. También va el alto mando y los medios de comunicación.  Se hace en un patio de ceremonias. Es muy emocionante.

Me regala su libro. “¿Has disparado alguna vez con arma de fuego?”. No. “La próxima vez que vengas lo haremos. Me invita al café. Y me explica los diferentes tipos de grano que existen. Suena la radio. Me cuenta que le gusta la música instrumental. “Romántica”, dice. Especialmente, me dice, Julio Iglesias. La canción “Me olvidé de vivir”. La tararea. 

De tanto correr por la vida sin freno
Me olvidé que la vida se vive un momento
De tanto querer ser en todo el primero
Me olvidé de vivir los detalles pequeños

De tanto jugar con los sentimientos
Viviendo de aplausos envueltos en sueños
De tanto gritar mis canciones al viento
Ya no soy como ayer, ya no sé lo que siento

Me olvidé de vivir
Me olvidé de vivir
Me olvidé de vivir
Me olvidé de vivir

Nos despedimos. Se coloca su gorra y se marcha. A los pocos metros, se voltea y me llama. “También hay otra canción que me gusta mucho”, vocifera. “Es de Roberto Carlos”, dice. “Se titula ‘Un millón de amigos’”. Luego no sé por qué, me viene a la mente algo que me dijo en varios momentos: “Uno es kaibil para toda la vida”.

La guerra que ya no existe: Un viaje a las unidades de élite de los ejércitos de Guatemala y Ecuador (I)
La guerra que ya no existe: Un viaje a las unidades de élite de los ejércitos de Guatemala y Ecuador (II)

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