Oporto, no me atrevo a contarte

Le devolví la sonrisa a un papel con un puñado de líneas, ciudades y códigos.

Tanto Danielle Steel como David Safier podrían haber escrito aquella historia. La titularían como “Un cuento imprevisible” o “la litera portuguesa”. Tendría algo de éxito entre los soñadores y bastante menos entre un jurado del Nobel. Harían más alta y más rubia a la protagonista. O quizás más patosa y tímida, con excesos de drama y comedia. La aventura sería vivida por centenares de personas. Nadie me reconocería, pero yo sí a ella.

Saber mi historia a salvo de otros ojos me ayuda a trasladarme, sentirme como en aquella tarde oscura de primavera que allí parecía otoño. Ventanas altas, hasta el techo, transparentes pero impenetrables, con la peor de las borrascas al otro lado, el viento silbando enfurecido, impotente ante las barreras. Yo, acurrucada en la litera, en mi trinchera de capas, mirando los tejados acoplándose al fondo, el diminuto cenicero del balcón rebosando lluvia. Sólo llevaba allí dos días. Abrazada a mis rodillas, con un calor que descontracturaba el cuerpo, como un trago que arropaba las entrañas, me sentí segura en un hogar ajeno.

Tengo miedo de remover aquella historia, con sus riesgos de derrumbe, de pérdida, pues en toda mudanza nacen lagunas, se abren agujeros, caen recuerdos y otros suben el precio. La muerte de los recuerdos, como la de cualquier aparejo, depende de su uso. Se reduce a una fórmula matemática. Dejamos huellas en su superficie al regresar. Manchas y borrones. Retroceder no es barato. Volver desgasta.

Viajar a un lugar es probar una galleta de muestra en una tienda de dulces. Después querrás comprar una caja. Será diminuta, quizá quepan cuatro o seis. La primera que pruebas es única. Las de la caja, un billete de regreso, una imitación. Puedes volver, pero no repetir. Sabes que no disfrutarás ninguna como la primera, pues estás viendo el fondo de la caja. Y al final, en el recipiente, sólo quedarán migajas. Un rastro de lo que hubo, de lo que fue.

Escribir la utopía del instante original parece inalcanzable. Pospuesto, alargado, pisado y estirado. La tinta y el momento, bajo la sequía de la negación a desgastar el recuerdo. Pero haciéndolo esquivo no se consigue retenerlo: cambia su estado, encuentra grietas y escapa. Enfrentar las manos al papel hace cara la moneda, y cuando se rasga con el bolígrafo, más valdría que fuera lápiz, pues para entonces la crónica ya sólo consiste en hacer borrones, juntar retazos, armar un puzle sin bordes, descolorido, e intentar recuperar la escena. De momento dejo escrito un pedazo de aquello, un tráiler de letras, el argumento de una obra aún inmadura.

***

Previsible es lo único que no fue.

Un pálpito de años diluido en un acto rebelde. Arrastrar la indecisión al borde de la mesa, sentir una despreocupación infantiloide, ensuciar hojas con flechas, borrones y lugares en un idioma desconocido, la rutina previa de abstracción en un diminuto punto fijo en el que se embute toda aventura imaginada. Una despedida insospechada, irritablemente cinematográfica, con su lluvia furiosa, su insoportable hora tardía, su asiento de autobús solitario, su regalo amargo, la creciente duda de volar con las alas torcidas o abrazar el dolor en tierra. Fue a cara o cruz, y ganaron las turbinas peinando las nubes hacia una premonición.

Le devolví la sonrisa a un papel con un puñado de líneas, ciudades y códigos. Colgando de mi cuello, un amuleto que también era herida. Me abandoné a la banda sonora del aeropuerto, su olor a bollería, naranjas y café, pasos y ruedas por un túnel de embarque. La maleta y yo sumábamos la edad de mi madre. Los ojos corrían una maratón. En el vientre, un cosquilleo caliente. Quería sentirme siempre así.

Lo sentí en cada rincón de aquella ciudad de piedra. Saudade, saudade. ¿Qué sabía yo? Nadie conoce el mundo, pero ahí estaba el mío. Las aventuras ya sólo cabían allí, el retorno sólo podía ser a allí. Todo se reducía a aquel espacio, a un pacto. Él me curaba, yo me enamoraba. Quería más, anhelaba estar, pisar, y ser la primera en despertar sus calles al alba. Incluso llorar, aunque fuera de viva pena, me consolaba más si era entre sus cuestas.

Sus cuestas, benditas hacia abajo, malditas al final del día, hacia arriba, cuando la gravedad se multiplica. Hasta aquel peaje era agradable sabiéndome dormida otra noche bien escoltada por sus luces. Luces bajas y amarillas, luces de ciudad tímida, de ser y no lucir, que no agreden a lo que apuntan, como interrogando al empedrado, sino que bañan lo justo para que las impurezas se vean románticas y lo sobreexpuesto descanse de las miradas lascivas y flashes grupales. Yo, que más tarde soñaría muchas noches y primaveras que pisaba su mapa, decidí abrazar aquella ciudad hasta que doliera. Y lo hizo.

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