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Películas ambientadas en la Ciudad de México

Desde el incombustible Valentín Trujillo hasta Alonso Ruizpalacios, pasando por instituciones como Jorge Fons y el hoy célebre Alfonso Cuarón, reflexionamos sobre el cine nacional ambientado en la Ciudad de México.

Ángel de fuego; Dana Rotberg

Lejos de la opulencia del Palacio de Bellas Artes y el Monumento a la Revolución, en un lindero miserable de la Ciudad de México, se presenta el Circo Fantasía; ahí vive y trabaja Alma (Evangelina Sosa), jovencita de 13 años que todas las noches se balancea en un trapecio y escupe fuego, entallada en un traje rojo. Ella queda embarazada, producto de la relación incestuosa que mantiene con su padre (Alejandro Parodi), un payaso en decadencia. Expulsada del circo y condenada por la sociedad a engendrar un “monstruo”, Alma se obsesiona con el perdón de Dios, posibilidad que encuentra junto a un grupo de titiriteros fanáticos que la someten a una purificación dolorosa, donde todo lo pierde. En Ángel de Fuego (1992), la cineasta Dana Rotberg narra la historia de una niña ingenua que en la búsqueda de redención, se queda sin fe ni esperanza; Alma se degrada plano a plano, malgasta la poca felicidad que le llega, mientras su sonrisa se borra, existiendo en un sórdido entorno que por el día es circo, y por la noche, un burdel. Todo el drama se desarrolla en esa ciudad de México de principios de los 90, la de la incertidumbre e intolerancia social, donde la religión era vista como un refugio que terminó siendo traición. La lente de Rotberg y el legendario cinefotógrafo Toni Kuhn escudriña los rincones de una CDMX muy real, peligrosa, infame, poblada de seres quebrados que discuten en basureros, se entretienen en teatros terrosos y se ganan la vida escupiendo fuego en los cruceros, carbonizando sus entrañas. Esa desolación que la película irradia desde su primer fotograma, transmite la esencia trágica de una ciudad rica en diversidad cultural; igual se sufre en las Lomas que en Tepito, se llora en Coyoacán y también en Iztapalapa, una ciudad que palpita, todos los días se transforma y supura vida. Alma, en los últimos minutos de Ángel de Fuego, se muestra rota y decepcionada del mundo que la ha martirizado; ha perdido a su hijo, a su padre, y en la más agobiante soledad, le queda la catarsis que solo el fuego puede darle, liberándola de un universo del que nunca se sintió parte. Con apenas 5 títulos dirigidos, Dana Rotberg tiene en Ángel de Fuego una inolvidable película de culto, crónica devastadora del amor vuelto dolor, recientemente restaurada para su proyección en el Festival de Cine Independiente de la CDMX.

Elisa antes del fin del mundo; Juan Antonio de la Riva

Presurosa corre la Ciudad de México entre deudas por pagar, tarjetas por checar y tráfico que aguantar. La mancha urbana va consumiendo a su gente en una dinámica que le exige producir y proveer mientras la acorrala en lo más alto de sus edificios multifamiliares en donde ya solo habitan las cucarachas. Esta gran vorágine capitalina que le exige a sus habitantes sobrevivir más que vivir no tiene piedad ni con los niños quienes, sin deberla ni temerla, se ven envueltos en este torbellino a medida que sus recursos les permiten afrontarlo; un torbellino en el que también predomina la delincuencia y las calles como cuidadores primarios ante el hastío que asfixia a los padres trabajadores y amas de casa de clase media que tienen que elegir entre darles tiempo o darles de comer. Elisa antes del fin del mundo es una película de 1997 dirigida por Juan Antonio de la Riva, escrita por Paula Markovitch, y producida por Roberto Gómez Bolaños ‘‘Chespirito’’ y su obsesión por las pistolas que seguramente no pinta entre los clásicos del cine nacional, pero que resuena fuerte en los recuerdos a los que toda una generación de mexicanos les rinde culto. La historia de Elisa quizás coloca a Sherlyn, su intérprete, en un paralelismo aventurado con la Mathilda de Natalie Portman en Léon: The Professional (L. Besson, 1994) o la Iris de Jodie Foster en Taxi Driver (M. Scorsese, 1976) al ser esta niña absorta por la violencia de su entorno de la que ella solo puede contemplar beneficios: quitarle las preocupaciones económicas a su papá y probar que ya no es una ‘‘nenita’’ ante los ojos del primer amorío que resulta ser un supuesto matón solamente un poco menos niño que ella. Asaltar un banco para conseguir dinero parece una tarea fácil para una chamaca lista como Elisa, pero en ese mar de pesimismo crítico ‘‘post-error de diciembre’’ que inunda a la Ciudad de México desde la secuencia inicial de la película, la pequeña niña termina siendo devorada por tiburones mucho más peligrosos que ella. 

Güeros; Alonso Ruizpalacios

Tomas, (Sebastián Aguirre) un adolescente incontrolable, es mandado a vivir temporalmente con su hermano mayor Federico, mejor conocido como Sombra (Tenoch Huerta), y su roomie Santos, (Leonardo Ortizgris), quienes viven enclaustrados en un conjunto habitacional en Tlatelolco. Dentro de un piso cayéndose a pedazos, robándose la luz de los vecinos en espera de que concluya la huelga estudiantil que atraviesa la universidad a la que asisten, en CU. Una huelga en defensa de la educación gratuita. En medio de una riña entre Sombra y los vecinos, iracundos por la usurpación, las correteadas inician. La misión de este trío será ir en busca del enigmático cantante que acompañó la infancia de Sombra y Tomas, e incluso, se dice, alguna vez hizo llorar a Bob Dylan. El relato se constituye a partir de planos fijos que van cambiando de vez en vez cuando la situación lo amerita a una cámara en mano, auxiliándose de un aspecto de radio reducido para acentuar una atmósfera sofocante y una paleta monocromática que envuelve de nostalgia cada rincón de la ciudad. A la aventura se suma Ana, (Ilse Salas) compañera e interés romántico de SombraRuizpalacios provoca que cada espacio se transfigure a un ente viviente. Cada espacio tiene un significado o le otorgan uno; dentro del zoológico se usa el miedo al tigre como metáfora de la ansiedad o en la pulquería, momento en que encaran a la nostalgia. No sólo se queda en lo visual, sino también la sonoridad la que le da un sentido y sirve de manera narrativa; el cassette que únicamente pueden escuchar los protagonistas, lo diegético para que el espectador sea libre de reinterpretar ese silencio y agregarle un instrumental en su lugar que signifique más. La ciudad, vista desde el interior del automóvil, siempre está en movimiento, en cada instante hay algo sucediendo allá afuera, aunque sea de noche; mítines de estudiantes, fiestas, mercaderes terminando sus jornadas laborales a altas horas de la noche; y durante el día: manifestaciones, embotellamientos, jovencitos provocando accidentes automovilístico.  Se dejan entrever lugares descentralizados, de oriente a poniente, y paisajes que cautivan. Güeros, ambientada en los dosmiles, se construye alrededor de los lugares que les suceden a estos cuasi adultos con sed de una verdad que los sacuda, una revolución que a la par de buscar, van sembrando a cada paso dado, a cada kilometraje. 

Solo con tu pareja; Alfonso Cuarón

La primera película de Alfonso Cuarón es un encantador viaje a la Ciudad de México de finales de los años 80, que logra capturar no solo las complejidades de las relaciones modernas, sino también la esencia de un entorno urbano vibrante y lleno de vida, algo que en esa época no se exploraba en el cine comercial mexicano, que empezaba a recuperarse de la pandemia de las “sexicomedias” y se apartaba de las miradas al agro como La mujer de Benjamín o El extensionista, que se interesaban más en la vida rural. Una de las joyas de esta película es la aparición apoteósica de Claudia Ramírez, quien encarna a Clarisa Negrete, sobrecargo de Mexicana, representación de la mujer moderna y libre y causa de todas la peripecias del Donjuán de la colonia Roma, Tomás Tomás (Daniel Giménez Cacho); la actuación de la Ramírez se siente genuina y cálida, y su belleza ilumina cada escena con su presencia (nadie olvida la icónica toma que le hizo Emmanuel Lubezki, en la que ante un espejo practica la señalación de seguridad del vuelo).  La película, rebosante de referencias literarias, cinematográficas y musicales, se desarrolla como una astuta comedia que pone el foco en personajes de clase media cosmopolita, un aspecto, que como decía, era poco explorado en el cine nacional de la época. A través de diálogos ingeniosos y situaciones cómicas, Cuarón nos ofrece una mirada fresca a las relaciones contemporáneas, invitándonos a reflexionar sobre el amor, la infidelidad y las expectativas sociales. Este enfoque en la clase media “aspiracional” (hoy tan mal vista por el régimen) permite que el público se identifique con los personajes, creando una conexión emocional que trasciende el tiempo. Sin embargo, la verdadera protagonista de la película es, sin duda, la Ciudad de México. Con locaciones emblemáticas como la Torre Latinoamericana y el edificio Francia, refugio del porfiriato ubicado sobre la avenida Álvaro Obregón, la ciudad se presenta como un personaje en sí misma. Los vibrantes escenarios, desde el bullicioso salón Tenampa hasta la tranquilidad del bosque de Chapultepec, ofrecen una postal nostálgica de un lugar que muchos, como yo, reconocemos y amamos, del que era nuestro Distrito Federal. Las calles, los cafés y las plazas se convierten en el telón de fondo perfecto para una historia de amor, atrapando la esencia de un tiempo y un espacio que, aunque ya no existen, perduran en nuestra memoria colectiva gracias a esta obra maestra del cine mexicano. En un sentido, Sólo con tu pareja es más que una película; es un homenaje a una ciudad que ha sido testigo de la búsqueda de amor y felicidad de sus habitantes y funciona en todos los niveles en los que la más cara (y pretenciosa, la verdad) Roma, del mismo Cuarón, nomás no jala.

Ratas de la ciudad; Valentín Trujillo

Cada vez que alguien menciona en una conversación a Six Flags por cualquier motivo, los aferrados al pasado que tenemos de 40 años en adelante solemos repetir que antes se llamaba Reino Aventura. Lo más sencillo para mostrar cómo era el parque de diversiones hace cuatro décadas es ir a Google y buscar imágenes. También es posible encontrar en YouTube algunos comerciales noventeros. Pero no son los únicos testimonios visuales de lo que alguna vez fue “el hogar” de la orca Keiko, afortunadamente el cine registró el furor que despertó entre los habitantes capitalinos tras su inauguración en 1982. En su segundo largometraje como director y protagonista, Ratas de la ciudad (1986), Valentín Trujillo eligió al entonces Distrito Federal como escenario de su historia. Interpreta a Pedro, un padre soltero que llega a la gran urbe proveniente de otra entidad. Llega acompañado de su hijo Pedrito para buscar una mejor calidad de vida empleándose como profesor de educación física, labor que comienza a desarrollar en el Bosque de Tlalpan. Después de su primer pago, una de las primeras actividades que lleva a cabo para acoplarse a la ciudad es visitar Reino Aventura, sitio donde disfruta un momento de felicidad junto a su pequeño. Ese instante feliz será el último que vivan como familia debido a que en el exterior del parque un judicial corrupto atropella al niño. Allí se rompe todo para Pedro. Primero se sumerge en la impunidad y corrupción de un sistema judicial burocrático y criminal que impera en los ministerios públicos capitalinos. Por responder a una agresión del ‘tira’ es enviado a uno de los reclusorios localizados en Ciudad de México y el área metropolitana, palacios que aniquilan la humanidad de inocentes que son tratados como si fueran basura. Afortunadamente él logra salir de prisión, sin embargo lo hace para continuar con su calvario. Debe buscar a Pedrito, quien nunca fue informado de que su papá estaba en la cárcel y decide escapar de la clínica donde fue atendido luego del accidente. Huye con la creencia de que su padre lo abandonó. La búsqueda permite a Valentín Trujillo colocar la cámara en distintos puntos de la metrópoli que en su ficción devora a foráneos y locales arruinando su existencia: Garibaldi, el Centro Histórico, Calzada de Tlalpan, la colonia Roma, la delegación Benito Juárez, Insurgentes Sur, mercados populares. De día y de noche, en exteriores e interiores, Trujillo construye un Distrito Federal hermoso y horrible, entrañable y detestable. Ilustra el sentimiento que nos acompaña a los defeños en la cotidianidad: amor-odio hacia nuestro territorio. Su personaje, Pedro, sufre lo indeseable en una urbe que parece despreciar a quienes no pertenecen a ella, no obstante también maltrata a aquellos que nacen en su entraña, sobre todo en la marginalidad. Como realizador, Trujillo registra a una ciudad en movimiento que nunca descansa, ya sea en el sur o al norte, en el poniente o el oriente. Una ciudad que es retratada como ese espacio de idílico progreso en su fachada pero que en sus entresijos tritura ilusiones a velocidad y con crueldad. Nunca Reino Aventura fue tan triste como en esta película que irónicamente atestigua la maravilla que fue en su período de esplendor. Esa tristeza emana en cuanto vemos el destino final de Pedrito, una rata de la ciudad.

Rojo Amanecer; Jorge Fons

El 16 de septiembre de 1922 una delegación mexicana obsequió al gobierno brasileño una estatua del tlatoani mexica Cuauhtémoc para conmemorar el centenario de la independencia del país sudamericano. En un arrebato latinoamericanista, José Vasconcelos, el flamante secretario de Educación de aquel entonces, pronunció para la ocasión un discurso hiperbólico y prosopopéyico: “El bronce del indio mexicano se apoya en el granito bruñido del pedestal brasileño […] y juntos entregamos, en estos instantes, las dos durezas al regazo de los siglos para que sean como un conjuro que sepa arrancar al Destino uno de esos raptos que levantan del polvo a los hombres y llenan los siglos con el fulgor de las civilizaciones: el conjuro creador de una raza nueva, fuerte y gloriosa”. Años después, el autor de La raza cósmica reiteró que la creación de un mito justificaba todas las imprecisiones históricas de su arenga. Si aquel dictum de Vasconcelos que reserva a los intelectuales el papel de creadores de relatos emotivos para apuntalar la unidad nacional es válido también para los cineastas, entonces Jorge Fons es el caso paradigmático: sin él, la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, en la Ciudad de México, no habría quedado inmortalizada como el altar sacrificial de los estudiantes mártires en heroica resistencia contra el Estado autoritario. Protagonizada por María Rojo, Héctor Bonilla, Jorge Fegan, Eduardo Palomo, Bruno y Demián Bichir, Rojo amanecer (1990) retrata los sucesos del 2 de octubre de 1968 a la luz de la vida de una familia clasemediera en el Conjunto Urbano Presidente Adolfo López Mateos. Si cualquier crónica medianamente objetiva describe los hechos como el funesto desenlace de una respuesta descoordinada del gobierno ante una espiral de violencia en el contexto de los Juegos Olímpicos, la producción de Jorge Fons inocula en la materia histórica la sustancia necesaria para la eclosión del mito: después del revelado, emergen las imágenes de soldados reprimiendo un mitin pacífico y de una familia acribillada a sangre fría por fuerzas paramilitares. Mientras el tictac del reloj en el departamento, la lluvia de balas perdidas y los gritos histéricos de las madres buscando a sus hijos nutren la atmósfera propicia para transmitir el relato mítico, la cámara atisba, en un intersticio de oscuridad, una herida gangrenada y una imagen del Sagrado Corazón profanada, para después retratar en primer plano a los matarifes del Batallón Olimpia arrastrando a unos jóvenes ensangrentados por las escaleras. En la urdimbre mítica de Jorge Fons, la unidad habitacional proyectada por Mario Pani para celebrar el “milagro mexicano” se erige como el centro simbólico (axis mundi) de la oposición: la escena de Carlitos, el hijo menor de la familia, tropezando con los cadáveres regados en el edificio Chihuahua es el retrato perfecto de la supuesta maldad del régimen posrevolucionario, la alegoría insuperable del poder presidencial y la arenga más elocuente para inspirar la “transición democrática”.

Temporada de patos; Fernando Eimbcke

Decía el escritor Juan Pablo Villalobos que en las películas que más le han gustado del cine mexicano de los últimos 20 años “se narran diferentes formas del aburrimiento, del tedioso paso del tiempo”. Una de las aludidas es la entrañable Temporada de patos, ópera prima de Fernando Eimbcke, que cumplió dos décadas recién con un modesto recorrido en la Cineteca Nacional de las Artes. No solo se trata de una oda a la banalidad, sino al minimalismo. Sin ningún recurso efectista en el guion ni en la puesta de escena, la historia transcurre en la monotonía de un departamento de clase media en Tlatelolco, en el que dos adolescentes se libran de los adultos para abandonarse a los videojuegos, comer pizza, tomar coca-cola y ver pornografía un domingo cualquiera. Un apagón detona el punto de quiebre en el relato, con la presencia de un repartidor de pizzas que no logra cumplir con la misión de entregar el pedido antes de los treinta minutos de rigor y una vecina, también adolescente, cuya curiosidad por el sexo opuesto se manifiesta a la primera provocación. Filmada en 35mm, con cámara fija, una fotografía en blanco y negro y fundidos en forma de viñetas, la película se regodea en su austeridad geométrica para despojarse de cualquier lastre artificial y reflexionar sobre las distintas capas de la vida más con más pretensiones melancólicas que filosóficas. Ante tanta sobreexposición y glorificación de la violencia, algunos nombres propios del cine mexicano independiente se han refugiado en el hastío para contar mejores historias con la menor cantidad de recursos posibles. 

Museo; Alonso Ruizpalacios

La segunda película del director mexicano Alonso Ruizpalacios es la reconstrucción libre y friccionada del famoso, y por momentos irrisorio, robo datado en 1985 de más de cien piezas del Museo Nacional de Antropología. Sirviéndose de licencias narrativas sobre el hecho histórico, la película es un entramado de varias lecturas dramáticas que, si bien giran en torno al surreal golpe a uno de los museos más importantes del país a manos de dos jóvenes sin ninguna clase de experiencia criminal, no buscan centrarse exclusivamente en el hecho primigenio, acaso explorando con mayor jerarquía la psique de sus protagonistas, sus motivaciones y obsesiones, así como las consecuencias de sus actos tan inherentemente habilitadas a lo inútil.  Si con Güeros Ruizpalacios había hecho de la Ciudad de México una especie de laberinto cíclico, en el que sus personajes exploran en su búsqueda las periferias de la ciudad, en Museo la mancha urbana que avanza en la trama pareciera ser un camino en línea recta hacía las lejanías más posibles de la ciudad misma, quizás en una metáfora del foco central y su expansión urbana indescifrable que supone la capital mexicana. Más allá de ello, y echándole un vistazo extra a la cinematografía entre las calles de la ciudad compleja que sirve como punto de partida en el filme, el carácter arquitectónico del museo como hito de encuentro y como punto desde donde todo parte sobre una metrópoli viva funciona con un espectral magnetismo para los personajes, dotando de cualidades protagonistas a ese ente que da título a la película, sin perder de vista toda esa red de efectos dramáticos que acompañan la obra: las actuaciones sólidas y una dirección que sabe perfectamente qué contar y cómo contarlo.

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