Al comienzo de las líneas, al norte del mapa, el aire es liviano, pero se tensa hacia un epicentro ahora silencioso. En los vagones se siente el miedo como una penitencia obligada de la advertencia. Las mujeres y hombres en los asientos miran por la ventana, luego su celular tratando de no perder de vista las luces del túnel, y vuelven a dirigir su mirada completamente a la boca oscura a través de la ventana de enfrente.
No es posible creer en la muerte sino hasta que se cuelga de las faldas de la imposibilidad, y se niega el paso a los más humildes habitantes de la ciudad. Pretendíamos verlo vacío, abrir con esfuerzo las puertas atascadas y ver a nadie. Pero con una gorra en el piso, y al ver a una figura quebrada sentándose en una silla de ruedas para ser sacada de la muchedumbre ansiosa y temerosa, cualquiera pensaría que las palabras fatales para nuestro padre serían las primeras que oiríamos después de ese gran estruendo del gigante metálico. Ya han empezado las primeras noticias, pero la ciudad que ahora dormita solo es despertada de su sueño tranquilo de urbe segura; “las inseguridades de lo urbano” parece ahora la tesis por excelencia de una realidad de colonia.
Por casualidad, el llamado “accidente” sucede entre noticias y publicaciones de otra realidad política, ya han comenzado las silenciosas y casi subterráneas reparticiones solidarias que solo los más empáticos logran realizar sin un desdén de obligación social. Por esa noche, el suceso marca horas cero donde todo se vuelve distante; algunos duermen, otros lloran mientras buscan solo con la mirada (pero tratando de erguirse y buscar con pico y pala) a sus hijos, a su esposo.
Los habitantes de la región donde una vez hubo lago (hasta la explosión urbana de la Ciudad de México) podrían ser llamados equivocadamente migrantes internos, urbanos. Con nada más que un salario mínimo sujetado con fuerza con la mano dentro del bolsillo, hacen inconscientes, funestos trayectos desde la mañana hasta la noche. Desde desorganizados bloques grises hasta otros bloques grises con el intento de organización, así viajan desde calles con números deshumanizados, hasta los icónicos nombres del centro o los alrededores próximos al centro de la ciudad.
La madrugada fue la pausa obligada por el shock y el pánico, y la mañana fue recién el inicio de las controversias. Más tarde, Pino Suarez sería intervenido, y para entonces, sería evidente que la justicia mexicana no sabe que para sostener varias toneladas son necesarios más que solo prevenciones de ofrecer respuesta. Se dieron nombres, los ingenieros surgieron en la empatía tratando de explicar lo sucedido, y aunque todos escuchaban con ánimo de desconocidos en el tema, el hervor y la ira con el llanto desconsolado a las puertas de las funerarias que comenzaron a ofrecer servicios gratuitos fue mucho más apabullante incluso que el intento (no sé cuál sea un descriptivo menor) de apaciguamiento por parte de las autoridades. Aun autodiagnosticándose como equívoco, el ánimo de todos surgió como brasa que no fue recién encendida y que, a pesar de comenzar a verse olvidada con el siguiente día, sigue al rojo vivo en cenizas blancas y polvos negros.
“Problemas endémicos”, la ciudad que nunca se va a recuperar, recuerda tragedias atrapadas en embrollos temporales y con ello el furor de periodismo toma el camino de la sociedad que se organiza, una vez más, de nuevo, no hay de otra. “¿Y si fuera tu hijo?”, la pregunta surge con fuerza, pero se pierde entre cien personajes más. Ellos, quizás agotados, sienten la pregunta, pero no la saben de cierto. Y otros más, quiebran sensaciones en una noche trágica que siembra el escenario propicio de mil sucesos más; algunos de carácter solemne (como las flores que desconocidos mandan a los funerales o los cartones e ilustraciones que circularán hasta el cansancio de la gente); otros del carácter de la exigencia obligatoria que deviene en derecho y otros más que son de carácter tan altanero, cínico y monstruoso que no es necesario ni deseable dar nombre aquí.
Algunos trataron de responder a la marea política del accidente, diciendo que ‘incidente’ era más apropiado, pero es claro que el intento no quedó ni en eso; lo que te sobra de expositor y conferencista te hace falta de aproximado.
Sobre el pleito conceptual que se construye en mundos digitales, son llevados los fallecidos y los heridos por el pueblo. En las siguientes horas, la empatía cercenará la imposibilidad de entendimiento ajeno, y vecinos del globo mandarán mensajes solidarios. La controversia se agita en una olla exprés y nos tocará ver que la justicia mexicana sepa escuchar la exigencia en un clima tan árido y agitado que se vive, no solo en la calle, sino en las apariciones y reapariciones empíricas de la historia política de Latinoamérica.
Y tememos, nos nace el miedo, un miedo que estaba latente desde antes pero que en la emergencia de la realidad nos arrebató la sorda sensación de tranquilidad. Ahora dudamos, nos surge la duda plantada como enredadera en toda la urbe, y quizás ahora sea esa enredadera la que denote rutas específicas para moverse no solo físicamente en la ciudad que nunca pide permiso. Se espera (con cierto y anticipado vacío del “ojalá”) que todos sepan lo que es despedirse sin una palabra de vuelta.