Querer a Messi

Yo no es que quiera a Messi. La verdad, nunca lo he querido. Siempre he pensado que le falta algo. No sangre. Maldad. Esa soberbia que le veía a Cristiano, a quien sí quiero. Messi es un argentino raro, porque todos lo quieren. Nunca en el tiempo, en el espacio, todos han querido a un argentino. Ni al más grande de los argentinos. Ese Maradona que alzó la mano y refundó el fútbol, a pesar de tal violencia contra sí. Pero a Messi todos lo quieren. Yo no lo quiero, pero quiero que gane. Necesito que gane. He descubierto cierta mística en él que antes no. Algo que no descifro. Un aura como de que todo depende de esto, como de que el fútbol solo el fútbol en ese Mundial esquivo y caprichoso que no ha querido ser para él. No parece rabioso Messi, nunca. Parece alguien que ha conocido la rabia. Que se bajó de quién sabe dónde y caminó entre las aguas, qué sé yo. Pero veo a otro Messi. Le quitaron de al lado esos nombres rimbombantes que fueron más nombres que hombres. Lo rodearon de pibes que no conocemos, o no conozco —¿Julián qué? ¿De dónde sacaron a Montiel?— y quedó él, junto a ellos, buscando el imposible. Sin la necesidad impuesta de quien tiene una deuda, sin ser el Brasil omnipotente que paseó durante la Eliminatoria —la más reñida de todo el planeta— haciendo goles, empezó a hacer lo suyo: ser Messi. Ser un Messi que conoció la rabia, que dejó la constelación donde más brillaba, que juega al lado de Mbappé, el nuevo Mesías. Pero quien ya lo ha sido conoce su camino. Volver sobre sus pasos es un trámite. El que nació con brillo nunca deja de iluminar. El que sabe ser el mejor, ¿acaso deja de serlo? Messi volvió a inocularse en esas canchas de fuego y sangre. A exponer el mecanismo de la emoción. Se hizo inmenso, como en sus mejores faenas, para darle una mística desconocida a la Argentina. Nunca fueron en Qatar el equipo de técnica perfecta que supo ser Francia. Pero hicieron aparecer el balón en ángulos imposibles. Se olvidaron de las estrellas a las que siempre les faltó algo. Fueron una quimera que casi se muerde su cola. Prolongaron la agonía como lo hacen los ganadores de más enjundia. Y Messi volvió en el epílogo de su carrera para reclamar algo que olvidó en el camino. Ni siquiera lloró, porque ya había llorado todo. Hizo el gol, luego el penal, y ya está. El 10 del Diego encontró su lugar. Es de Lionel. Siempre lo ha sido. Habrá que estar loco para pensar en llenar ese espacio reservado para los campeones: la auténtica rúbrica argentina. Es momento de quererte, Leo. Llegué tarde, apenas a tiempo. Te quiero.

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