Rodin

No sabía distinguir entre lo placentero que puede ser el dolor y lo doloroso que puede ser el placer.

Pudo ser un jueves cualquiera. Otro catorce de febrero sin altas expectativas; unos cuantos besos o tal vez un poco más para llevar e ir comiendo, pero honestamente no esperaba nada que me quitara el sueño.

Hasta que lo vi y me pareció mucho más seductor que cualquier otro vicio.

Era una noche llena de excesos y yo estaba ansiosa de drama y peligro; y así, una vez más, fui víctima de la tentación que ofrecen los placeres inmediatos.

Su piel ardía tanto como la mía, así que dejé que me incendiara poco a poco hasta convertirse en el dueño absoluto de mi deseo. Bajaba a mi infierno una y otra vez. Mis labios eran las puertas y su lengua la llave maestra. Un sin fin de movimientos a su lado me bastaban para sentir la inmensidad.

Me excitaba tanto que provocaba una fiesta interminable entre mis piernas, y hasta el más mínimo roce de sus yemas me hacía explotar pirotecnia.

Mi cuerpo era un eterno averno y arañaba las horas para volver a verlo, y él sólo llegaba y detenía el tiempo al cuarto para los dos. Nos bastaban cinco letras y un par de cuerdas para desatar nuestros más salvajes instintos. Desde la sumisión hasta el masoquismo. Todo era efímero y perpetuo al mismo tiempo.

Sabía que no sería para siempre y eso lo convertía en real, pero también sabía que saldría lastimada con tanta flexibilidad moral.

Durante mucho tiempo fue el infierno ideal para todos mis demonios, hasta que terminó por convertirse en uno de ellos, y pasó de ser mi mayor deseo a ser mi peor miedo. Dejé de reconocer la línea entre mis límites y mis fantasías.

No sabía distinguir entre lo placentero que puede ser el dolor y lo doloroso que puede ser el placer.

Era alarmante cómo me angustiaba la idea de verlo, como de no volverlo a ver. Era una adicción; un apetito sexual infinito, un deseo constante, arrebatado y sofocante. Era literalmente una sobredosis de calor sumada a mis inquietas feromonas que con él hacían horas extras.

Hasta que un día ya no…

Ya no me bastaron cinco letras para desatar ese infierno, porque era muy pequeño para el gran demonio que llevo dentro.

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