Sex shop

Fulminante fue el infarto al miocardio
en los umbrales
de la sex shop.

Fuera quedó medio torso,
con un brazo extendido
empuñando tercamente
el negligé más rojo
de toda la tienda

—desde la distancia
y con la luz neón del letrero fulgurando,
parece como si el muerto ofreciera
un manojo de rosas zarandeadas
a quienes se congregan, preocupados,
a su alrededor.

Dentro, cayeron sus piernas,
que el encargado del lugar
(aún con el ticket de la compra en la mano)
observa con horror
mientras imagina

a la amante
tendida en la cama de un hotel del rumbo
y a su cuerpo desnudo,
enfriándose
por la espera y el anochecer.

Supone mal:
maquillado, entaconado e hincado,
el hombre—que, en balde, los paramédicos intentan resucitar—
hubiera estrenado esa prenda preciada
para alguien que lo miraría
detrás de una máscara de látex
con unos ojos demasiado azules
que parecerían aprobarlo todo.

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