Siempre llueve

De pronto miró al cielo y notó que el mundo era feo. Siempre lo había sido, pero a diferencia de días anteriores, él no había deseado tanto morir para no verlo más.

Dann definía su vida como simple, inútil y sobre todo, corta, porque no quería seguir alargando una verdad obvia e inevitable, él estaba roto.

Desde pequeño había oído historias, sentado a las faldas de las mujeres de su familia, leyendas, suspiros y desenlaces de amor, todas relacionadas a un supuesto hilo rojo que debería envolver su dedo meñique en un moñito especial, pero que 23 años después, el suyo se había mantenido libre y limpio de enredos. 

No era capaz de establecer una amistad porque no sabía qué significaba aquello, qué sentimientos involucraba y por qué debía sentirlos, todo el mundo podría notar que era corriente. Se alejaban de él, un rostro cálido que se creía en la capacidad de avivar una llama falaz, valerosas sonrisas que entregaban todo y recibían nada, todos se alejaban de él, no queriendo volver a intentar darle una oportunidad, o un mirada de vuelta. No pedía nada de eso, aun así, su mirada indiferente gritaba por ayuda.

No era capaz de conseguir un trabajo, de agradar a sus padres, ni de sentir o razonar, no era capaz de encontrar a la persona al final de su hijo rojo. El mundo se había vuelto vacío para él, y él decidió darle la espalda, no seguir soportando, no verlo más.

Dann deseaba morir.

Lo había pensado la noche anterior, mientras llovía, pesado y helado, pero que aun así lo arrulló en la noche de insomnio. Y lo planeó todo. A la mañana siguiente caminó por la calle transcurrida, golpeando hombros con los suyos tan adoloridos, evitando miradas que ni siquiera notaban su perdida sombra. Siguió su camino, sin despedirse, resuelto y decidido, y se detuvo a mitad del puente de la pequeña ciudad, tan pequeña como lo era la diferencia de donde estaba parado y lo que había debajo de él. Se entretuvo a analizarlo hasta que le pareció irrelevante.

Tal vez lograría experimentar el miedo al sentir la brisa helada lamerle el rostro a mitad de su caída. O le cause cosquillas. O recordaría que dejo al gato sin comida y se arrepentiría. Colgó los pies por un largo rato, pero ni una pizca de nerviosismo azoto su espalda. Era estúpido seguir esperando un sentimiento que no podría sentir nunca, no con su hilo rojo cortado a la mitad, no con él viviendo siempre a la mitad.

Miró sus manos, hechas puño alrededor de los tubos que hacían de barandal, sus nudillos blancos; miró sus pies, sus zapatos mecerse y debajo de él, el vacío absoluto que lo llamaba, y le hacía sentir paz de tan solo pensar que todo acabaría, que en esta vida todo salió mal y que en la otra podría salir un poco mejor.

Soltó sus manos. Respiró profundo, un olor agradable a lavanda que le hizo voltear una última vez antes de ser nada, y vio su rosto, una mirada angustiada que eclipsó el sol con su silueta sobre él.

–Te encontré. –dijo ella, acuclillándose frente a él, a una sombra que se disuelve en el viento y se pierde, lo lleva lejos como un recuerdo que duele recordar pero asusta olvidar.

La joven mira un poco más hacia al frente, donde supone que deberían estar los ojos contrarios, y se imagina que él la mira con sorpresa, con duda, añora que él mire por curiosidad sus manos temblorosas y note que su hilo está conectado al suyo, que lo romperá si salta. Ahora esas manos solo pueden ocultar su propio rostro, y las lágrimas comienzan a caer, rápidas y calientes.

–Te encontré y te he vuelto a perder.

Amy seca rápidamente sus lágrimas, no quiere dejar de ver. El día está gris pues pronto comenzará a llover, el cielo llorando por ella, lamentando el día en el que vio, una y otra vez, perder a la persona que amaba. El destino jugándole una broma.

Admira el lugar una vez más, se recuesta sobre el barandal. De pronto miró al cielo y notó que el mundo era feo.

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