Foto: Fundación Telefónica

Svetlana Alexiévich: la importancia de (saber) contar historias

Basta con ojear cualquiera de los libros de su amplio repertorio para darse cuenta de que contar historias no está al alcance de cualquiera. Para hacerlo bien, como para casi cualquier cosa en esta vida, hay que valer. Tener ese «algo». Difícil de definir pero muy fácil de reconocer en otros ojos.

«Los disparos de alrededor nos impiden oír bien, pero la voz humana es diferente de otros sonidos, puede hacerse oír por encima de ruidos que lo inundan todo, aunque no esté gritando, aunque sea un susurro. Hasta el murmullo más leve silenciaría un ejército cuando dice la verdad», dice Silvia Broome, el personaje al que da vida Nikole Kidman en La intérprete de Sydney Pollack. Es el infinito poder de las palabras, del que también se hizo eco Aldous Huxley en su ya clásica distopía Un mundo feliz: «Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente pasan a través de todo». El periodismo son palabras. Unas y otras. Y comprender el poder de estas, al que miles de rostros se han referido a lo largo de la historia, el requisito indispensable para poder ejercerlo con sentido y sensibilidad. Como el soldador que, antes de ponerse manos a la obra, necesita ajustarse las gafas para protegerse los ojos de los chispazos. «De cajón», que dirían algunos.

Voces. La intención de querer captarlas. Una pura y sincera; alejada del deseo de modularlas al antojo particular, de mantenerlas a raya con la línea predefinida de una historia escrita en la cabeza de un sujeto que la escribe y la concibe —sin criterio— como inamovible. Es la esencia de Svetlana Alexiévich. La suya propia y, claro, la de su periodismo; que debería —por cierto— ser el de todos.

Basta con ojear cualquiera de los libros de su amplio repertorio para darse cuenta de que contar historias no está al alcance de cualquiera. Para hacerlo bien, como para casi cualquier cosa en esta vida, hay que valer. Tener ese «algo». Difícil de definir pero muy fácil de reconocer en otros ojos.

En La guerra no tiene rostro de mujer Alexiévich rompe todos los esquemas y, dando la espalda a la óptica habitual desde la que —desde siempre— ha sido tratada la guerra, se acerca a las voces protagonistas de un silencio demasiado largo. «Los libros que hablan de las guerras son incontables. Sin embargo… siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la “voz masculina”. Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones “masculinas”. De las palabras “masculinas”. Las mujeres mientras tanto guardan silencio. Es cierto, nadie le ha preguntado nada a mi abuela excepto yo. Ni a mi madre. Guardan silencio incluso las que estuvieron en la guerra», confiesa la autora, ganadora del Premio Nobel de la Paz en 2015, en el prólogo del libro. ¿Cuántos autores se muestran capaces de arriesgarse? ¿De comprometer la aceptación del público o de la crítica por contar una historia que, posiblemente, no interese de la misma manera? ¿Cuántos son capaces de atreverse sin tener en cuenta nada más que la escucha y el interés por ser oído atento de tantas y tantas voces? Pocos. En un mundo cada vez más supeditado a los intereses de la masa, a lo económico y vendible, la inquietud personal tiende a sacrificarse en pro del rebañismo unificado. De lo seguro. Lo que, se supone, funciona. La narrativa de Alexiévich es, también, valiosa en ese sentido. Por el grito que supone a la individualidad, a la marca personal, a las historias. «Cuenta lo que quieras contar, no lo que te vendan como interesante para todo el público. Cuando cuentas algo desde dentro, encontrarás un espacio encantado de recibirlo porque será algo tuyo y, por tanto, único». Quiero imaginar que algo así respondería Svetlana a aquellos atormentados sobre los cuales se cierne la duda entre si arriesgarse y contar o ser una oveja más que siga al rebaño. Algo de verdad habrá en la fantasía, espero. «En lo que narran las mujeres no hay, o casi no hay, lo que estamos acostumbrados a leer y a escuchar: cómo unas personas matan a otras de forma heroica y finalmente vencen. O cómo son derrotadas. O qué técnica se usó y qué generales había. Los relatos de las mujeres son diferentes y hablan de otras cosas. La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles. Todos los que habitan este planeta junto a nosotros. Y sufren en silencio, lo cual es aún más terrible», continúa Alexiévich. Hay maestría desde la primera hasta la última palabra escrita en La guerra no tiene rostro de mujer. No por la calidad de su narrativa, que también; sino por la habilidad para trazar las historias de tantas mujeres y conjugarlas en el seno de una sola realidad. Por su capacidad de rescatar palabras enterradas en lo más profundo de la memoria de las protagonistas, por ser capaz de provocar el destierro de un silencio perpetuado durante tanto, tantísimo tiempo. Sentido y sensibilidad.

Una habilidad, la suya, que nos permite caminar de su mano a lo largo de cada testimonio, gracias al detallismo con el que describe cada gesto o acto de la voz que cierra los ojos y decide, pese al dolor, recordar. Alexiévich, que se describe a sí misma como «historiadora del alma», traduce sentimientos y narra en La guerra no tiene rostro de mujer —y en todo lo que escribe— las historias más complejas que se pueden narrar; las del alma.

«¿Cuántos años duró la guerra? Cuatro años. Es mucho tiempo. No recuerdo ni pájaros, ni colores. Claro que estaban presentes, pero no los recuerdo. Sí… Es extraño, ¿verdad? ¿Acaso las películas sobre la guerra pueden ser en color? Allí todo es negro. Tan solo la sangre es de otro color, sola la sangre es roja… », confiesa una de las cientos de voces que recoge Svetlana en este consagrado compendio de páginas por el que parece no pasar el tiempo. Es Klavdia Grigórievna Krójina, sargento y francotiradora durante la II Guerra Mundial. Es, una de tantas voces rescatadas. Una de tantas almas abiertas en canal. Como también lo es Valentina Pávlovna Maksimchuck, miembro de la delegación aérea. «Dejamos de llorar porque para llorar hacen falta fuerzas. Lo único que queríamos era dormir. Dormir y dormir», confiesa.

La guerra es un lugar frío y sucio. Un lugar del que nadie vuelve de la misma manera en la que se fue. Un horror que se queda dentro. Una herida demasiado profunda. Una que resulta todavía más difícil de cicatrizar para todas las mujeres que la consumaron. Porque no son hombres y, por tanto, no tienen legitimidad para contar batallas. Para exteriorizar el dolor. Y, en silencio, no es fácil curarse. No hay a qué agarrarse.

El trabajo de Alexiévich es quizás lo más cerca de terapia que hayan estado todas esas mujeres. Por eso es, si cabe, todavía más valioso. El dolor, dicen, es menos dolor cuando se comparte.

«No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?»

Algo similar ocurre en Voces de Chernóbil. Alexiévich conjuga en ella, como el propio título indica, voces. Historias. De nuevo, las del alma. Un relato sincero, con el horror como protagonista pero en el que también caben sentimientos como el amor. «Esta gente se está muriendo, pero nadie les ha preguntado de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo que hemos padecido. Lo que hemos visto. La gente no quiere oír hablar de la muerte. De los horrores. Pero yo le he hablado del amor… De cómo he amado», relata Liudmila Ignatenko, esposa de Vasili Ignatenko, bombero fallecido durante la explosión. Simetría perfecta. En el dolor, nos enseña Alexiévich, no es todo tristeza.

La perspectiva desde la que la autora nos acerca al pasado en cada una de sus narraciones es extraordinaria. Una que envuelve de tal forma que logra alejarnos de la condición de meros espectadores para situarnos allí, a su lado, siendo ojos y oídos abiertos para aquel dispuesto a regalar su testimonio. La historia, dicen también, «hay que vivirla» para poder entenderla. Las letras de Svetlana son una buena manera de hacerlo. También una buena manera de sentarse frente a ciertas incógnitas. ¿Para qué recuerda la gente? ¿Para restablecer la verdad? ¿La justicia? ¿Para liberarse y olvidar? ¿Porque comprenden que han participado en un acontecimiento grandioso? ¿O porque buscan en el pasado alguna protección? Un buen lugar en el que reflexionar. «Incluso ante el fin del mundo, el hombre seguirá siendo el mismo, igual que es ahora. Siempre». «En la vida las cosas más terribles ocurren en silencio y de manera natural». «Si la fe en la razón abandona al hombre, en su alma se instala el miedo, como ocurre con los salvajes. Y aparecen los monstruos». Conjuntos de palabras demasiado valiosas para pasar por alto. Las palabras valen por lo que de ellas aprendemos. ¿Qué es la vida? ¿Tiene color el dolor? ¿Nos hemos acostumbrado al sufrimiento ¿Y al horror? ¿Qué nos queda cuando no nos queda nada? ¿Existe remedio para el miedo?

Es de sobra sabido que, las buenas historias, nos enseñan cosas de nosotros mismos que desconocíamos. Despejan una especie de camino interior, apenas transitado, apenas accesible. Nos sacuden y retuercen. Las de Alexiévich pertenecen a ese selecto grupo. Al de las palabras que construyen historias que nos enseñan a mirar, que nos obligan a tomar conciencia del mundo y de la realidad que nos orbita. Historias. No todo el mundo sabe contarlas. Hay que tener ese «algo». Entender el poder de las palabras, que —como dice la escritora Elena Medel— salvan, para desde ahí partir, volar y —por supuesto— contar.

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