Foto: Alfonso Vila Francés

Un buen odio

Por suerte siempre tenemos a los cuñados, los hermanos, los vecinos, los suegros…

A los romanos los odiamos a primera vista.

Y lo mismo hicimos con los bárbaros.

Llegaron los moros y nos tocó odiarlos:
y los odiamos con ganas.

Echamos a los moros y se quedaron los judíos.

Tocaba seguir odiando y odiamos,
pues ese era nuestro trabajo.

Se fueron los judíos pero llegaron los protestantes.

Y los piratas turcos y los piratas ingleses y los masones y los franceses, aunque los franchutes asomaban poco la cabeza: 
se la cortábamos de un tajo.

De tanto en tanto, en los intermedios, odiábamos a los maricones, a las brujas y a los nobles, y cuando no había más remedio, a los del pueblo de al lado, que los teníamos más a mano.

Llegaron los absolutistas y los liberales y la cosa se puso seria, porque a veces no sabías a quién te tocaba odiar.

Y lo mismo pasó con los rojos y los fachas, que se movían tanto que constaba saber quién era ahora el rojo y quién era ahora el facha.

Y después ya ni te cuento, con tanta casta y tanto populismo, no hay quien odie correctamente.

Por suerte siempre tenemos a los cuñados, los hermanos, los vecinos, los suegros, los jefes, los funcionarios, los de los otros equipos de fútbol y, claro está, los del pueblo de al lado, que esos siempre están a mano.

Nada como un buen odio 
para sentirse vivo.

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