Un cuento de Maupassant: Madame Hermet

Se publicó por primera vez el 12 de enero de 1887, en Gil Blas, y después en las ediciones de Ollendorff y Luis Conard.

A principios de 1887, una epidemia de viruela tuvo en vilo a la ciudad de París. Guy de Maupassant se inspiró en la tragedia para escribir uno de sus cuentos más crueles… Un cuento que, en época de pandemia, confinamientos involuntarios y un virus invisible al acecho, ha dejado de ser visto como una horrible fantasía.

Madame Hermet se publicó por primera vez el 12 de enero de 1887, en Gil Blas, y después en las ediciones de Ollendorff y Luis Conard. Si quieres leerlo en francés busca en las últimas páginas de: MAUPASSANT, Guy. Œuvres complètes de Guy de Maupassant. La main gauche. Luis Conard, Paris, 1910).

Madame Hermet

Los locos me atraen. Esas personas viven en un país misterioso de sueños raros, en esa nube impenetrable de la demencia… donde todo lo que vieron sobre la tierra, todo lo que amaron o hicieron empieza de nuevo en una existencia imaginaria fuera de todas las leyes que gobiernan las cosas y rigen el pensamiento humano.

Para ellos no existe lo imposible, lo inverosímil desaparece, lo maravilloso se convierte en constante y lo sobrenatural se vuelve familiar. Esta vieja barrera (la lógica), esta vieja muralla (la razón) y esta vieja rampa de las ideas (el buen sentido) se rompen, se hunden, se desmoronan ante su imaginación dejada en libertad, escapada en el país ilimitado de la fantasía, dando saltos prodigiosos sin que nada la detenga. Para los locos todo pasa y todo puede pasar. No se esfuerzan para vencer los acontecimientos, para dominar las resistencias, para derribar los obstáculos. Basta un capricho de su voluntad llena de ilusiones para que sean príncipes, emperadores o dioses; para que posean todas las riquezas del mundo, todas las cosas sabrosas de la vida; para que gocen de todos los placeres; ¡para que sean siempre fuertes, hermosos, jóvenes, queridos! Sólo ellos pueden ser felices en la tierra; porque para ellos, la Realidad ya no existe. Me gusta inclinarme sobre su espíritu vagabundo, como nos inclinamos sobre un abismo en cuyo fondo hay un torrente desconocido que no se sabe de dónde viene ni a dónde va. 

Pero de nada sirve inclinarse sobre estas grietas profundas, porque jamás sabremos de dónde viene o a dónde va esa agua. Después de todo, sólo es agua similar a la que corre a plena luz y verla no nos enseñaría gran cosa.

Tampoco nos sirve de nada inclinarnos sobre el espíritu de los locos, porque sus ideas más extravagantes no son, en suma, más que ideas ya conocidas pero extrañas porque ya no están encadenadas por la Razón. Su fuente caprichosa nos confunde y sorprende porque no la vemos brotar. Sin duda sólo bastó una piedrita caída en su corriente para producir esos burbujeos. Sin embargo, los locos me siguen atrayendo y siempre vuelvo hacia ellos, llamado, a pesar mío, por ese misterio banal de la demencia.

Un día, cuando visitaba un manicomio, el médico que me guiaba dijo:

—Escuche. Voy a enseñarle un caso interesante.

Mandó abrir una celda. Una mujer de alrededor de cuarenta años, aún hermosa, estaba sentada en un gran sillón y miraba con obstinación su rostro en un espejito de mano.

En cuanto nos vio, se levantó, corrió al fondo del cuarto a buscar un velo colocado sobre una silla, se envolvió la cara con mucho cuidado y se acercó, respondiendo a nuestros saludos con un leve movimiento de cabeza.

—Bueno —dijo el doctor—, ¿cómo se siente esta mañana?

Ella lanzó un profundo suspiro.

—¡Oh, mal, muy mal, señor! Las marcas aumentan todos los días.

Él respondió con un aspecto de hombre convencido:

—No, no, le aseguro que se equivoca.

Ella se acercó y murmuró: 

—No. Estoy segura. Esta mañana conté diez agujeros más: tres, en la mejilla derecha, cuatro en la izquierda y otros tres en la frente. ¡Es horrible, horroroso! Ya no dejaré que nadie me vea; ni siquiera mi hijo. ¡No, ni siquiera él! Estoy perdida… desfigurada para siempre.

Cayó de nuevo sobre su sillón y empezó a sollozar.

El médico tomó una silla, se sentó a su lado y con una voz amable, consoladora:

—Veamos, enséñeme, le aseguro que no es nada. Con una pequeña cauterización, haré que todo desaparezca.

Respondió “no” con la cabeza, sin una palabra. Él quiso tocar su velo, pero ella lo sujetó tan fuerte que lo rompió con los dedos.

Volvió a exhortarla y tranquilizarla.

—Veamos. Sabe muy bien que siempre le quito los terribles agujeros y cuando se los curo ya no se ven. Si no me los enseña, no se los puedo arreglar.

Ella murmuró:

—A usted, sí, pero no conozco al señor que lo acompaña.

—También es médico y la cuidará incluso mejor que yo.

Entonces se dejó descubrir el rostro, pero por el miedo, emoción y vergüenza de que la viéramos, enrojeció hasta la piel del cuello que se hundía en su vestido. Bajaba los ojos, giraba a la derecha y a la izquierda para evitar nuestras miradas y balbucía:

—¡Oh! ¡Sufro horrorosamente al dejarme ver así! Es horrible, ¿verdad? ¿Es horrible?

Yo la contemplaba bastante sorprendido porque no veía nada en su rostro, ni una marca, mancha, signo ni cicatriz.

La mujer se volvió hacia mí, con los ojos siempre bajos, y me dijo:

—Adquirí esta terrible enfermedad curando a mi hijo, señor. Lo salvé, pero estoy desfigurada. Le di mi belleza a mi pobre hijo. En fin, cumplí con mi deber, mi conciencia está tranquila. Si sufro, sólo Dios lo sabe.

El doctor sacó de su bolsillo un delgado pincel de acuarelista.

—Déjeme curarla —le dijo—, voy a arreglarle todo eso.

Ella ofreció la mejilla derecha y él empezó a tocarla con golpecitos ligeros, como si le pusiera pequeños puntos de color. Hizo lo mismo en la mejilla izquierda, luego en el mentón y en la frente. Después, exclamó:

—¡Mire, ya no tiene nada, ¡nada!

Tomó el espejo, se contempló largo rato con una atención profunda, aguda, con un esfuerzo violento de todo su espíritu para descubrir cualquier cosa y suspiró:

—No. Ya no se ve mucho. Se lo agradezco infinitamente.

El médico se levantó. Se despidió, me indicó que saliera delante y me siguió. En cuanto estuvo cerrada la puerta:

—He aquí la atroz historia de esa desdichada —dijo.

Se llama Madame Hermet. Era muy bella, coqueta, amada y feliz de vivir.

Era una de esas mujeres que sólo tienen su belleza y deseo de agradar para sostenerlas, gobernarlas o consolarlas en la existencia. La preocupación constante de su lozanía, los cuidados de su rostro, manos, dientes y las partes del cuerpo que podía enseñar ocupaban todas sus horas y atención.

Quedó viuda y con un hijo criado como todos los niños de las mujeres muy admiradas. Aunque ella lo quería. 

Él creció y ella envejeció. ¿Vio venir la crisis fatal? No lo sé. Como tantas otras, cada mañana, durante horas y horas, ¿miraba la piel, tan fina antaño, tan transparente y clara que ahora se plegaba un poco sobre los ojos, se arrugaba con mil trazos todavía imperceptibles, pero que se ahondaban más, día a día y mes a mes? ¿Veía crecer sin cesar, de manera lenta y segura, las largas arrugas de la frente, esas delgadas serpientes que con nada es posible detener? ¿Sufría la tortura, la abominable tortura del espejo, del espejito con mango de plata que no se puede poner sobre la mesa, que se deja con rabia y de inmediato se recoge para ver de nuevo, más cerca, mucho más cerca, el odioso y tranquilo estrago de la vejez que se aproxima? ¿Se encerró diez o veinte veces en un día, abandonando sin motivo el salón donde platicaban las amigas, para subir a su recámara y ahí, bajo la protección de cerrojos y cerraduras, mirar el trabajo de destrucción de la carne madura que se marchita, para comprobar con desesperación el ligero progreso del mal que nadie parece ver todavía, pero que conoce perfectamente? Esta mujer sabe dónde están los ataques más graves, las mordeduras más profundas de la edad. Y el espejo, el espejito redondo con su mango de plata cincelada, le dice cosas abominables, porque el espejo habla, parece reír, burlarse y anunciarle todo lo que vendrá después, las miserias de su cuerpo y el suplicio atroz de su pensamiento hasta el día de su muerte, que será el de su liberación. 

¿Lloró desesperada, de rodillas, con la frente hacia el suelo y rogado a aquel que mata a los seres y sólo les da la juventud para hacerles más dura la vejez, al que sólo les presta la belleza para quitársela enseguida? ¿Imploró, suplicó que hiciera por ella lo que nunca hizo por nadie (dejarle el encanto, la lozanía y la gracia hasta el último día)? Y al entender que imploraba en vano ante el inflexible desconocido que empuja los años, uno tras otro, ¿se tiró sobre la alfombra de su alcoba, retorciéndose los brazos, se golpeó la frente con los muebles conteniendo en la garganta gritos horrorosos de desesperación?

Sin duda sufrió estas torturas porque he aquí lo que pasó:

Un día (tenía entonces treinta y cinco años), su hijo de quince años enfermó. 

Estuvo en cama sin saber de dónde venía su sufrimiento ni cuál era la naturaleza de su mal.

Un abate, su preceptor, velaba a su lado, y apenas se apartaba de su lecho, mientras que Madame Hermet iba a recibir noticias en la mañana y en la tarde.

En la mañana entraba con bata, sonriente, ya toda perfumada y preguntaba desde la puerta:

—¿Qué tal Georges, vamos mejor?

El gran niño, rojo, con el rostro hinchado y devorado por la fiebre, respondía:

—Sí, mamita, un poco mejor.

Permanecía algunos instantes en la recámara, observaba los frascos de las medicinas, haciendo ¡puf! con un ligero movimiento de sus labios y de pronto exclamaba:

—¡Ay! Olvidaba algo muy urgente.

Y escapaba corriendo, dejando tras de sí finos aromas de tocador. 

En la noche aparecía con un vestido escotado, más apresurada aún porque siempre se le hacía tarde, y sólo tenía tiempo para preguntar:

—Entonces, ¿qué ha dicho el médico?

El abate respondía:

—Todavía no está seguro, señora.

Una noche, el abate respondió:

—Señora, su hijo tiene viruela.

Ella lanzó un grito de miedo y escapó.

A la mañana siguiente, cuando la doncella entró a la recamara, notó un fuerte olor a azúcar quemada y encontró a su señora con los ojos abiertos, el rostro pálido por el insomnio y temblando de angustia en su lecho.

Después de que abrieron sus ventanas, madame Hermet preguntó:

—¿Cómo está Georges?

—¡Oh! Nada bien, señora.

Se levantó hasta el mediodía, comió dos huevos con una taza de té (como si la enferma fuera ella) y luego fue a informarse en una farmacia sobre los métodos para evitar el contagio de la viruela.

Volvió hasta la hora de cenar, cargada de frasquitos. De inmediato se encerró en su recámara, donde se impregnó de desinfectantes.

El abate la esperaba en el comedor. En cuanto ella lo vio, exclamó con una voz llena de emoción:

—¿Cómo está?

—¡Oh! Nada bien. El doctor está muy preocupado.

Se puso a llorar y no pudo comer por lo atormentada que se sentía.

Al día siguiente, al amanecer envió a su doncella por noticias (no fueron mejores) y pasó todo el día en su recámara, donde mandó prender unos pequeños braseros que expedían fuertes olores. Además, la criada afirmó que la escucharon llorar toda la noche.

Pasó así una semana entera, sin hacer otra cosa que salir una hora o dos para tomar el aire a media tarde.

Ahora pedía noticias cada hora y no dejaba de sollozar a medida que eran más graves. 

En la mañana del onceavo día, tras pedir permiso para verla, el abate se presentó ante Madame Hermet con el rostro grave y pálido. Sin sentarse en la silla que le ofreció, le dijo:

—Señora, su hijo está muy mal y desea verla.

Ella se hincó de rodillas, y exclamó:

—jAy! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No me atreveré jamás! ¡Dios mío! ¡Dios mío, ayúdame!

El sacerdote insistió:

—¡El médico tiene pocas esperanzas, señora, y Georges la espera!

Después salió.

Dos horas más tarde, como el joven, sintiéndose morir, solicitaba a su madre, el abate volvió a sus habitaciones y la vio que seguía de rodillas, llorando y repitiendo:

—No quiero… No quiero… Tengo mucho miedo… No quiero…

Él trató de convencerla, animarla, llevarla consigo, pero sólo consiguió que le diera una crisis de nervios que le duró un gran rato y la hizo dar alaridos.

El médico volvió hacia el final de la tarde. Cuando se enteró de esa cobardía, declaró que la traería por las buenas o por las malas. Pero tras intentar todos los argumentos, cuando la tomó del talle para llevarla junto a su hijo, Madame Hermet se agarró de la puerta con tal fuerza, que no pudieron arrancarla de allí. Cuando se soltó, se echó a los pies del médico, pidiéndole perdón, acusándose de ser una miserable. Gritaba:

—¡Oh! ¡No va morir! ¡Dígame que no va a morir! ¡Se lo ruego! ¡Dígale que lo amo, que lo adoro!

El joven agonizaba. Viéndose en sus últimos momentos, suplicó que convencieran a su madre para que viniera a decirle adiós. Con esa especie de presentimiento que tienen a veces los moribundos, había comprendido todo, lo había adivinado y decía:

—Si no se atreve a entrar, ruéguenle que venga por el balcón hasta mi ventana para que, al menos, yo la vea, para que me diga adiós con una mirada, ya que no puedo darle un abrazo.

El médico y el abate volvieron nuevamente a ver a la madre.

—Usted no corre ningún riesgo, señora —afirmaron—, puesto que entre usted y él habrá un cristal.

Aceptó. Se cubrió la cabeza, tomó un frasco de sales, dio tres pasos por el balcón, y de pronto, ocultando el rostro entre las manos, gimió: 

—No… no… nunca me atreveré a verlo… jamás… me siento avergonzada… tengo mucho miedo… no… no puedo…

Quisieron arrastrarla por la fuerza, pero se sujetó de los barrotes con todas sus fuerzas y gritaba tanto que los transeúntes, en la calle, levantaban la cabeza.

Y el moribundo esperaba con los ojos vueltos hacia aquella ventana. Esperaba, para morir, ver por última vez el rostro dulce y bien amado, el rostro sagrado de su madre.

Esperó mucho tiempo y llegó la noche. Entonces se volvió hacia la pared y ya no pronunció una palabra más.

Cuando el día apareció, estaba muerto. 

Al día siguiente, ella enloqueció.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *