Un derrumbe sin escombros

Uno

La miro como lo hago siempre que estamos en la cama, como si Carolina fuera una extraña y estuviéramos reviviendo la primera aproximación. Ella me da la espalda y apenas puedo intuir sus manos extendidas y nerviosas, como si buscaran algo bajo las sábanas. Le adivino un gesto feroz y secreto. Miro una vez más el techo. Estamos en la habitación amarilla y no puedo disimular mi vergüenza, el poco valor que me queda cuando me acerco aún más y sólo puedo ver su espalda, inmóvil, que navega de una manera extraña, casi displicente, entre las sombras de los árboles que languidecen tras la ventana y que se proyectan en la cama. Y busco pensar en otra cosa, pero sólo puedo concentrarme en el techo, en el color amarillo que inunda todo lo que me rodea y que parece un grito ahogado, una burla compuesta por muchas voces, por voraces y terribles palabras. Empieza a caer una lluvia tímida en la calle. Un auto pasa y cae en un bache.

Ahora imagino que le toco los cabellos y pienso: en este momento volverá el rostro y me mirará y sus ojos serán una condena. Y ella se hace la dormida. Sé muy bien que está despierta, mirando el horizonte del buró y los objetos que destacan en la penumbra: una botellita de perfume, un vaso con agua, una fotografía de nosotros en la playa. El color amarillo de las paredes sobrevive en la oscuridad, como el resplandor que permanece, unos instantes, después de que se apaga una lámpara. Carolina se levanta lentamente, consciente de que mi exploración de ella aún no ha acabado. Y por eso sus pasos en dirección al baño tienen mucho de tentativa, de algo que alguna vez ocurrió y que ahora está en un lugar oscuro de la memoria. Yo he aprendido a disfrutar la distancia, a ser paciente ante el alejamiento breve y constante. Prolongo en el insomnio la ficción de dos desconocidos en un cuarto de hotel: la lleno de mentiras, incoherencias, simulaciones. Y esa posibilidad me tranquiliza mientras ella cierra la puerta del baño y la huella caliente de su cuerpo perdura entre las sábanas y ese calor pronto se transforma en un latido, algo que se aleja de mí porque pertenece a otro mundo. Ella, después de unos minutos, regresará a la cama, ajustará el despertador y comenzará un sueño en apariencia tranquilo. Yo me dedicaré a vigilarla procurando descubrir alguna violencia en su rostro, una señal de que su mente se interna en un territorio ambiguo, espinoso y lleno de dudas. Pero ella se mantendrá inmóvil mientras el sueño se vuelve profundo y sentiré que desciende hasta un lugar al que no puedo llegar, un lugar en el que no hay felicidad, pero en el que reina una calma absoluta. Ella, por fin, abre la puerta del baño. Apenas me mira. Vuelve su cuerpo a la cama: me ofrece otra vez su espalda desnuda y una pausa extiende sus límites hasta abarcar la habitación entera, sus paredes amarillas, el débil sonido de la lluvia y la sensación de que nada transcurre, de que nos vaciamos poco a poco. Y yo estaré a un lado, luchando con ese remordimiento que he aprendido a querer, un poco aturdido por la falta de sueño, desgranando los segundos, pensando en cómo llegamos aquí y hasta cuándo nos alcanzará el silencio.

Dos

La historia empezó hace casi un año. Trabajaba en un banco. Esperaba, todos los días, un ascenso para dejar de recitar la misma cantinela a los clientes que me preguntaban por los requisitos para un préstamo o para abrir una cuenta de ahorro. Los atendía con explicaciones rápidas y acaso hostiles mientras ellos me escuchaban atentos. De cuando en cuando miraba la calle, a la gente en la banqueta, ajena y aplastada por el calor del verano. La corbata me estorbaba. Sentía la piel caliente. Me arremangué la camisa y miré, con desesperación, el reloj que estaba frente a mí.

Entonces llegó una mujer. Alcé la vista un poco fastidiado, con la boca seca por tanto hablar. La mujer se sentó y me ofreció una leve sonrisa. Pensé en Carolina, porque era parecida a ella. Pero, más que una similitud física, era la manera de moverse, la lentitud y la forma de equilibrar el cuerpo en la silla. Es cierto: tenían el mismo cabello negro y largo; también los labios sugerían el mismo color de lápiz labial. Sin embargo, no era un rasgo particular lo que me perturbaba, sino algo general y profundo que iba más allá de su presencia inmediata. La mujer comenzó a preguntarme por las tasas de interés para una inversión que quería hacer y, mientras le daba los primeros datos, comprendí que era Carolina, pero contenida en una forma diferente, un poco más amable. Tuvo lógica, entonces, el brillo en la mirada; la mueca voraz que intentaba disimular, pero que me atacaba, me desnudaba serenamente, como si fuera un niño expuesto a la burla de un extraño. Y seguí fantaseando para alejarme del aburrimiento, del calor, y ella parecía estar a gusto con mi compañía. Asentía a cada una de mis frases moviendo la cabeza y colocando la mano derecha en el filo del escritorio. Pensé en Carolina, en la sutil forma de imponer su silencio y en la condescendencia burlona con la que escuchaba mis temores. Eso también estaba en la mujer de enfrente y traté de ocultar mi desconcierto alzando un poco la voz y remarcando cada una de mis palabras. Ella retiró la mano del escritorio. Le debí haber parecido un poco loco, quizás demasiado ansioso. Le ofrecí un vaso con agua para mitigar la extrañeza que crecía entre nosotros, pero ella rechazó la cortesía. Sabía, estaba seguro, que la mujer era cada vez más consciente del efecto que causaba en mí y lo disfrutaba con una especie de estremecimiento secreto. Aquilataba cada cambio de táctica, cada posibilidad que se revelaba, casi de inmediato, como un nuevo juego. Llegó el final de mi explicación y ella se despidió prometiendo que regresaría para firmar los papeles del trato. No sé si pensé, en ese momento, mientras la mujer se alejaba y cruzaba la puerta de cristal, en una nueva Carolina, una Carolina hecha de costumbres antiguas, pero dispuesta a cambiar, a disfrazarse. Y me pregunté qué elementos la habían constituido desde siempre, fragmentos habituales de su personalidad que ahora aparecían en esporádicas ocasiones: la manera de reír y de tocarse la nariz y de ensimismarse en medio del calor hasta entrar en un reposo casi absoluto, una tranquilidad que rompía en la cocina, mientras se servía una copa de vino blanco para después mirarla con detenimiento, como si en su interior ocurriera un milagro. Y pensé en mi vida con Carolina y todo esto me estuvo dando vueltas por la cabeza hasta que, sin darme cuenta, empecé a murmurar algo, palabras sueltas quizás, y me sentí contento de alborotar el silencio, construir teorías cada vez más locas, escenarios absurdos que parecían reales a pesar de su planteamiento turbio y sin sentido. Esa noche, mientras Carolina miraba la televisión, ajena a mis dilemas, me quedé entrampado en el techo de nuestra habitación. Las luces de la pantalla iban y venían entre nosotros. Supe que, algún día, extrañaría ese momento. Lo trataría de evocar en la borrasca del alcohol o en las horas muertas en el banco. Y tuve la intención de guardar eso en la memoria, tener para mí el instante casi intacto con todo y la noche y el calor que me volvía torpe, repetitivo y dispuesto al sacrificio.

Tres

Esa misma semana, un jueves después de la cena, Carolina me anunció que estaba embarazada. No recuerdo con exactitud las primeras frases que dijo. Sólo permanecen su sonrisa abierta, los ojos luminosos y una esperanza que surgía de un rincón profundo. Algo emergía de ella, algo que nunca había salido, que desconocíamos y que pensábamos inexistente. Era la esperanza, es cierto, pero también una forma elemental de felicidad que se expresaba de forma incontrolada y sincera. Ella me abrazó y sentí su cuerpo estremecido, acaso tenso, porque adivinaba mi incertidumbre. Me quedé inmóvil, sin saber qué decir. Y cuando dejó de abrazarme me sentí triste por nosotros, por la alegría no compartida, la dicha que era exclusiva de ella y que, quizás desde ese momento –lo empezábamos a sospechar– sería ajena a mí para siempre. Cada palabra que dijimos después, en medio de la noche lenta y calurosa, nos empujaba un poco más hacia la catástrofe. Lo sabíamos muy bien, pero seguíamos hablando. Percibí, de inmediato, que había algo diferente en nuestras palabras: esquivábamos cualquier confrontación, cualquier idea comprometedora. Nos íbamos, con mucho cuidado, por los márgenes, construyendo una mentira, una simulación absurda pero funcional. Carolina prometió dejar de fumar y tarareó una canción. Era una tonada que casi había olvidado pero que, ahora, repetía con mucho empeño.

Más tarde, mientras ella dormía profundamente, me asomé por la ventana principal de nuestra habitación. El calor aún se sentía en el ámbito y parecía escapar de todos lados. Recordé que la avenida gris antes había sido un río y miré la construcción de un nuevo centro comercial que estaba a un par de calles y que sería inaugurado en pocos meses. Interrogué esos elementos, como si ellos me pudieran llevar a un lugar seguro, como si fueran una protección inútil, pero necesaria. Me preguntaba por qué no sentía felicidad, en dónde la había perdido. Pensé en nuestro hijo y en los cambios que vendrían. Yo me sentía cómodo dentro de mi resignación porque la usaba para evadirme y no decir nada. Los silencios se extenderían un poco más y muchas preguntas serían respondidas con monosílabos: de esa forma prepararíamos el nacimiento, el nuevo origen que, quizás, podría desterrar la desconfianza y la cautela.

Carolina, en esos primeros días, siguió ignorando mi desencanto. Era una medida desesperada pero que llevaba a cabo con inaudita paciencia. Poco después comenzó a domesticar su felicidad, acercarla a mí para que la aceptara, aunque fuera a regañadientes. Dedicó cada una de sus mañanas a imaginar esa utopía que se alejaba en silencio y que para mí ya se había transformado en un secreto vergonzante, algo que no compartía con nadie, ni siquiera con mis dos o tres amigos más cercanos. Carolina no quiso esperar a saber el sexo del bebé y pintó la habitación contigua, la que da al parque, de color amarillo. Dedicó los fines de semana a recorrer centros comerciales con su madre para comprar biberones, pañales y una cuna. Poco después fuimos con un doctor que explicó los siguientes pasos para vigilar el embarazo. Dijo que los 38 años de Carolina no eran impedimento para llevar a buen término la gestación y el nacimiento del bebé. Sólo habría que hacer los análisis de rutina y seguir con las consultas de control.

Carolina, con gesto feliz, sin pedirme apenas ayuda, siguió transformando la habitación y fijó en las paredes las figuras de animales de la selva: elefantes, jirafas, leones, cocodrilos. Contrató a un carpintero para que hiciera un pequeño armario, colocara cortinas nuevas y una lámpara en forma de un globo color amarillo. Se obsesionó tanto con ese color que la habitación parecía un paisaje encendido y luminoso. Entendí que ese lugar era un refugio, un momento para ser feliz y quizás olvidar el futuro. Yo, testigo de esa transformación, veía a Carolina como si fuera una silueta lejana, entrevista en la tormenta. Cuanto más me acercaba a ella más se hacía patente mi papel de testigo inútil, personaje circunstancial de una historia que se me iba entre las manos. Acaso su madre sospechaba algo, pero no se atrevió a decir nada, quizás para no amargar la felicidad de su hija y mantener en pie, como un edificio apenas apuntalado, la ficción en la que intentábamos vivir todos los días.

Cuatro

La mujer regresó al banco después de un par de semanas y asumí, como algo natural, que quería verme para firmar el contrato. Sin embargo, en esa nueva visita pasó de largo frente a mi escritorio y se dirigió a una de las ventanillas. Me dediqué a mirarla sin ningún pudor, buscando, en todo momento, que ella diera vuelta y me sorprendiera observándola. Supe, de manera instintiva, que era consciente de mi intención, de mi gesto detenido y mis manos aferradas al escritorio. Estuvo un buen tiempo de espaldas; ahora tenía el cabello recogido y unos zapatos de tacón bajo. A pesar de esos cambios leves seguía siendo Carolina. Era una imagen vista en el sueño, explorada hasta el hartazgo en la vigilia. Ella continuó con su trámite. Yo intenté llamar su atención sin delatarme, pero lo único que pude hacer fue sortear la sensación de fracaso conservando, intacto, mi papel de ejecutivo de banco. La mujer, después de unos minutos, guardó un recibo en su bolsa, dirigió una mirada lánguida a las demás personas que esperaban su turno y caminó frente a mí en dirección a la salida. Me sentí humillado. Entonces, sin pensarlo, me levanté del escritorio, abandoné el banco y la seguí. El sol me deslumbró, pero la pude ver a corta distancia, esperando el cambio del semáforo para pasar. En ese momento era sólo una búsqueda instintiva, una manera de saciar mi curiosidad y dejar atrás la derrota. Sin embargo, mientras reanudaba la marcha, comencé a pensar en la interacción ambigua y casi inocente de ella, en el anzuelo maligno que dejaba flotando en el aire y que yo seguía gustoso. Caminé tras mi presa, cuidando de no delatar mi vigilancia. Sólo tenía las preguntas que me había hecho la primera vez, el tono de voz que usó y que parecía una secreta llamada de auxilio. Pero eso no era suficiente para mí, necesitaba algo más para alejarla de mi vida o continuar pensando en sus motivaciones. Ella apresuró el paso. La perdía y recuperaba entre los peatones que se aglomeraban en la banqueta. Era un recuerdo remoto que latía entre gente oscura y anónima. Después de unos minutos dejé que se fuera. Había menguado mi voluntad y buscaba ahora, afanosamente, regresar a mi papel pasivo. Los peatones esquivaban mi cuerpo inmóvil, clavado en la mitad de la banqueta. Ya estaba lejos la amarga silueta de ella, quizás cerca de una esquina, indefensa entre los autos que se movían en la atmósfera sucia, cargada de humo que apenas se percibía en el asfalto, pero que ascendía lentamente entre los edificios grises. Regresé banco sudoroso y decepcionado al banco: ella apenas había interactuado en mi mundo y, a partir de entonces, la complicidad y la desesperación serían sólo mías. Surgió en mí un odio apacible, la sensación de que participaba en una especie de competencia cuyas reglas ignoraba. Ella –seguramente– siguió caminando un largo rato, aún vulnerable, buscando tramos de sombra para evitar el sol. Le imaginé un poco de rabia en los ojos porque sabía muy bien que la había dejado de seguir desde hacía mucho. Y quizás respiró profundamente el aire pesado y tibio, convencida de que me podría seguir provocando.

Esa noche, mientras intentaba dormir al lado de Carolina, le bosquejé a la mujer motivos cada vez más incomprensibles. Sintiéndome frustrado, me asomé por la ventana porque quizás la podría descubrir caminando en la acera de enfrente. Me quedé un rato ahí, en el quicio, elaborando conjeturas. Carolina dormía y yo boqueaba en el calor que despedía la ciudad, intentando reconciliarme con las decisiones tomadas hacía mucho tiempo, imaginando los lugares en los que podría estar en ese momento, ambiciones irrealizables que, en el pasado, podía evocar, pero que ahora eran un objeto imperfecto, un espejo en el cual jugaba, en vano, a reconocerme. 

Cinco

Pasó poco más de un mes después de ese encuentro. Una noche, mientras regresaba en auto del trabajo, recibí una llamada de Carolina. Intentaba contarme algo entre lágrimas. Le hice varias preguntas, pero sólo obtenía, como respuesta, sollozos. Imaginé mil cosas. La ciudad pulsaba, amenazante, alrededor mío. Aceleré rumbo a casa. Abrí la puerta y entré con temor, como si me internara en un territorio desconocido. La penumbra apenas era diluida por la luz que salía de nuestra recámara. Me acerqué: Carolina estaba sentada en el piso, con el rostro escondido entre las manos. Al verme se tomó del vientre y emitió un gemido que creció conforme pasaban los segundos. El camisón estaba mojado por el sudor y adiviné, entre la humedad, unas gotas de sangre. Las piernas, pálidas, tenían un leve temblor que pronto aumentó. La tomé en brazos y la llevé al hospital.

Lo siguiente que rescato de la memoria es a Carolina murmurando algo ininteligible, buscando entender el desconcierto y la desgracia. La recuerdo vulnerable, ya sin fuerzas para la rabia mientras el doctor le explicaba la pérdida del bebé. La tomé de la mano y comprendí, mientras la acariciaba, con la monótona voz del doctor haciendo más doloroso el instante, que Carolina buscaba una palabra terrible, una que acabara con todo, que me definiera a mí, a esa noche, a cada una de las calles de la ciudad y a lo que habíamos vivido durante los últimos años. Pero la palabra no surgía porque aún no tenía fuerzas suficientes. Y aún así ella miraba con desesperación las cortinas blancas del cuarto y el expediente que descansaba en una pequeña mesa con ruedas, como si esos objetos le pudieran ofrecer una respuesta, una salida inmediata a lo que estaba sintiendo. Yo atestiguaba el esfuerzo, miraba la tormenta que Carolina buscaba provocar y que no iba más allá de su gesto inmóvil y el temblor incipiente en sus manos. Y la dejé de tocar porque no quería compartir su rabia, quería salvarme de ese último paso, de una decisión que era un camino sin retorno. Ella no percibió mi actitud, quizás por el dolor que no habían podido mitigar los analgésicos. Su madre estaba también junto a ella y le acarició los cabellos. Dejé que estuvieran solas, consciente de que, en ese momento, lo mejor que podía hacer era alejarme. La ciudad volcaba su desesperanza sobre nosotros, sobre el asfalto aún caliente y los puestos ambulantes deshabitados. Estábamos en el sexto piso del hospital; en el pasillo escuchaba el tecleo de las enfermeras en sus máquinas de escribir. Iba y venía el clac clac clac. Quise hundirme en ese sonido, pero de inmediato me recriminé no haber llamado a una ambulancia en lugar de subir a Carolina al auto. La urgencia por resolver ese enigma fue sustituida por la necesidad de encontrar la palabra de Carolina, una palabra no dicha pero pensada mil veces. Había crecido tanto esa palabra que, ahora, era una convicción que la devoraría por dentro hasta volverla cada vez más frágil. Yo era culpable, sin ninguna duda. Y eso me daba esperanzas porque, de alguna manera, aceptar el fin de Carolina, de nosotros, nos regresaba al punto de inicio. Haber perdido todo me daba la oportunidad de empezar a quererla de nuevo. Lo intentaría todos los días, con todas mis fuerzas, antes de ir al banco, en las comidas de los fines de semana, en algún paseo fuera de la ciudad o en la compra de cualquier tontería en un centro comercial. En alguno de esos momentos podría surgir la dicha, una alegría que ascendiera desde la amargura, y esa oscuridad nos permitiría llegar a un acuerdo para seguir viviendo juntos. El pacto crecería con el tiempo, sin mucho sustento, acaso endeble, pero sería un hecho verdadero, una invención segura, algo que se podría nombrar con palabras.

Seis

La mujer no regresó al banco. Aburrido, me dediqué a imaginarla mientras cuidaba a Carolina en su convalecencia. Sólo le podía construir acciones futuras, eventos improbables que sucederían en el banco: ella dándome la espalda de nuevo, elaborando un taconeo nervioso mientras el cajero la atendía. Veía sus manos garabateando algún papel o firmando un documento. Era fácil suponer que demoraba lo más que podía el proceso. Quizás fingía olvidar alguna cifra o buscaba sin encontrar algún billete en su monedero. A veces miraba su teléfono y tecleaba algo con rapidez. Me evitaba con malignidad; calculaba, codiciosa, cada uno de sus movimientos. Yo empecé a esbozar teorías: ella sabía lo que me estaba pasando con Carolina. Acaso era alguien muy cercana, tal vez una amiga que había hecho en los últimos meses. Le pasaba informes de mi vida en el banco. Había ido otras veces sin que yo me hubiera dado cuenta. Seguramente se guardaba muchos detalles para repasarlos una y otra vez en su casa, disfrutando su intromisión, cultivando su egoísmo y también su venganza. Y la relación entre los tres la habría afectado primero a ella. Por eso su renuncia a seguir el juego y quizás se lo había dicho a Carolina por teléfono, con voz temblorosa pero convencida. No podía seguir la misión sin delatarse, sin acercarse a mí y contarme, por fin, toda la verdad.

Una noche, cuando Carolina parecía más recuperada, salí a comprar un par de cervezas. Quería relajarme e intentar conciliar el sueño. Desde hacía tiempo el insomnio me atacaba. Había una tienda a una calle de distancia que visitaba de vez en cuando. Escogí cerveza oscura, pagué la cuenta y, cuando salía de la tienda, la miré: estaba a unos metros de mí, en la caja. Quizás había entrado a comprar unos instantes después y no me había descubierto entre los pasillos. Y nuestras miradas se cruzaron cuando ella pagó su cuenta mientras sostenía, con la mano izquierda, una pequeña botella de vodka. La sostenía con determinación, tal vez con avaricia. Quizás vivía muy cerca y sólo era cuestión de tiempo para que ocurriera el encuentro. Pensé que me ignoraría, que repetiría el último acto en el banco. Sin embargo, cruzó la puerta de la tienda y, sin ninguna huella de soberbia, dueña de una extraña convicción, se acercó a mí, midiendo sus pasos, mirando con una especie de deslumbramiento secreto un bote de basura. Me di cuenta de que el cuidado en sus maneras era producto del alcohol. Aquella sería, probablemente, una segunda botella y la culminación de una noche que había empezado demasiado temprano. Me miró mientras terminaba la última fase de su acercamiento, mientras se regodeaba en la exhibición final de la tranquila borrachera que sufría y que le provocaba, estoy seguro, pensamientos beatíficos, fugaces reconciliaciones con el mundo. Yo, al igual que ella, tenía la esperanza de que ese encuentro le diera sentido a todo lo que habíamos vivido y, así, concluir la historia. Pronto estuvo frente a mí, sonriéndome y acomodándose el cabello revuelto. Ahí también estaba Carolina, como antes había estado en el banco, en la calle y en tantos lados. Le preguntaría su nombre y, después, usaría esa primera respuesta para seguir indagando en su vida. Me aprovecharía de su vulnerabilidad hasta que ella se diera cuenta de mi ventaja y me reclamara con malas palabras y una bofetada. Sin embargo, cuando percibí el olor dulzón a alcohol, supe que no podría mantener mi agresividad. Y esa certeza se hizo más fuerte cuando advertí que ella estaba cómoda en el calor y que eso, de alguna manera, la calmaba. Supe que no podía preguntarle nada porque no tenía ese derecho, aún no me lo había ganado. Ella quería, estoy seguro, hablar. Quería decir su nombre y acaso preguntarme algo íntimo para que me exhibiera frente a ella y así quedar en igualdad de circunstancias. Pero el alcohol la despojaba de cualquier alcance profundo y la volvía extrañamente infantil. Entonces, como último recurso, hizo un gesto con la mano libre que significaba una disculpa o la reiteración de un desafío que sólo ella entendía. Después, evitando a toda costa la claudicación y el alejamiento definitivo, me dio un beso en la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios. Sentí el aliento tibio y alterado. Sentí la presencia de su piel y el latido violento que dejaba en mi cuerpo. Era un rastro, una burla demasiado escondida o el arribo renovado a la calma. Lo cierto es que ella siguió caminando hasta desaparecer en la esquina de la calle y yo me quedé inmóvil en la banqueta, repitiendo sin querer la última escena que habíamos tenido, cuando la había dejado de ver, un poco huérfana, sumergida entre la muchedumbre. Cuando acabó el pensamiento alcé la vista, miré por inercia la luz amarilla en el segundo piso de nuestra casa y distinguí la silueta de Carolina.

Siete

Entrar a la casa fue repetir, en esencia, la escena anterior al hospital. Dejé las cervezas en el refrigerador. Carolina había acabado de bañarse y estaba en uno de los sillones de la sala, con una bata rosada. Me senté frente a ella y estuvimos un buen rato sin decirnos nada. Yo esperaba alguna palabra y tenía la loca idea de que podríamos estar ahí, para siempre, hasta que uno de los dos cediera. El cuarto pequeño nos obligaba a mirarnos, a no escondernos más y enfrentar lo que no nos habíamos dicho desde el hospital o desde mucho antes. La mesa de centro era un testigo silencioso. Lo único que rompía el equilibrio que habíamos creado entre los dos era la televisión prendida de un vecino. Casi podía escuchar el calor aumentando en la noche, enloqueciendo a los gatos, despertando a los insectos. Desde donde estábamos podíamos ver la habitación amarilla y una parte de la cuna que escapaba de la sombra. Carolina no había querido deshacerse de ella, consciente de que decirle adiós era algo para lo cual no estaba preparada. Y ella clavó la mirada ahí, como antes había mirado las cortinas del hospital y el expediente médico, y supe que ya no buscaba palabras, sino que quería pensar en el color amarillo, un color que era, al mismo tiempo, una idea amarga que se valía de nuestro silencio para susurrarnos palabras malignas y absurdas. Yo, entrampado en su rostro, comparándolo aún más con el de la mujer que acababa de ver, esperaba encontrar algún rastro de locura que las terminara por unificar. Pero cuando no pude hacerlo, pensé que Carolina también tenía la culpa, que había contribuido, aunque fuera de forma inconsciente, nutriendo sin pensar sus esperanzas, a nuestro derrumbe y que se lo tenía que decir. Estuve unos segundos, dispuesto a formular el reclamo, harto de mi culpabilidad, ansioso de repartir el egoísmo a partes iguales.    

“Carolina…”, le dije o murmuré.

Ella me dejó con las palabras en la boca y caminó en dirección al baño. Cerró la puerta y estuvo ahí, sin hacer ningún ruido. Yo me acerqué, unos instantes después, un poco avergonzado. La luz del baño estaba prendida, podía escuchar su temblor diminuto y eléctrico. Me quedé de pie, sin hacer nada más que esperar. La vergüenza pronto se transformó en una dignidad tímida, un sentimiento que se fue afianzando sin ninguna razón aparente. Transcurrían los minutos y el orgullo, supongo, fue echando anclas en ambos lados. La imaginaba sentada en la taza del baño, sorbiéndose las lágrimas, sin saber qué hacer, con la mirada puesta en los azulejos, aturdida por la humedad que flotaba en el ambiente. Quizás, en ese momento, intentaba recordar algo bueno de mí, alguna escena de hacía muchos años; yo buscaba mentiras que la confortaran y que pudiera decir del otro lado de la puerta. Pero estábamos demasiado lejos y los límites entre nosotros no habían hecho más que crecer. Estábamos en los dos extremos de un desierto. Volví a la cama. Desde ahí percibí el olor a cigarro y el ruido apenas distinguible de una bocanada. Pensé en el humo queriendo ocultar, a toda costa, el llanto.

Al siguiente día, después de llegar del trabajo, encontré nuestra cama en la habitación amarilla. Carolina había mandado cambiar el ropero y la televisión. La cuna la había vendido o regalado. Nunca le pregunté qué hizo con todas las demás cosas. Estaban, en ese momento, en casa de su madre o, simplemente, en la basura. Sólo quedaba el amarillo de las paredes, del techo y del piso. La habitación era una luz que se nutría del silencio y del malestar. El amarillo era la última etapa y hasta ahí habíamos llegado.

Ocho Carolina duerme y la sigo mirando. Entiendo que, desde hace meses, estaré un poco muerto para ella y que cada día moriré más hasta desaparecer por completo. Estoy casi muerto, es verdad, pero aún soy funcional, aún puedo respirar y tener planes para el futuro; deseos que nunca se realizarán pero que formulo todas las mañanas, antes de ir al banco. Al regresar, miro a Carolina en la sala, fumando un cigarro, dejando que el humo le abrase la cara para volverla, acaso, un fantasma. Me siento frente a ella, sin dirigirle la palabra. Agotamos los últimos minutos, tratamos de detenerlos inútilmente antes de ir al cuarto amarillo para lidiar con el calor, sentir la fiebre que despiden las paredes y pensar en la soledad y en el hijo que nunca tuvimos. Ya no volveremos a tocarnos como solíamos hacerlo y ella me da cualquier cantidad de motivos para no volver a casa. Sin embargo, yo vuelvo siempre, volveré hasta el último momento, aunque nunca me abandone el deseo de salir de ahí y nunca regresar. Ella me ruega, todas las noches, sin ninguna palabra, con sus reiterados sarcasmos y sus labios apretados, que estropee más las cosas para darle un pretexto más, quizás el definitivo y llegar al derrumbe final, un colapso sin escombros, libre de culpas. Pero me mantengo tranquilo, protegido en la sombra, mirando las paredes amarillas, hurgando en la memoria, pensando que ese color es, en realidad, una especie de refugio, algo que nos transmite una esperanza maligna, una amenaza que nunca llega, pero que ronda por ahí, en la mesa de la cocina, en los cajones llenos de ropa, en la desesperación con la que atestiguamos el paso del tiempo. Y con esa terrible certeza miro la luz amarilla que emerge de las paredes yque se mete entre las sábanas, consciente de que ese resplandor misericordioso me tendrá despierto gran parte de la noche. Y uso mi insomnio amarillo para vigilarla, para imaginarnos cerca del mar, uno junto al otro, acostados en la arena, conscientes de que no hay nada qué hacer, que estamos, simplemente, mirando las olas embravecidas, mientras el último resplandor del sol se oculta y el sonido del mar se mantiene, como una oración reiterada, ajeno por completo a nosotros.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *