Un domingo tranquilo

Me asomo a la ventana y la gente intenta arañar algún momento de normalidad.

La ciudad despierta. Amanece un domingo. Y no es un domingo cualquiera. Es el cuarto en el que mi país está en guerra. Pero es igual. Nilolái abre su bar y regala café con leche a todo combatiente que luche contra el ejército de ocupación. Daryna mantiene su peluquería abierta, y para mi sorpresa, la tiene llena. No tiene cita libre para hoy. ¡Quizá mañana!

El domingo es maravilloso. Hace un sol de justicia. Hasta demasiado calor para la época del año en la que estamos; rozando el inicio de la primavera. Mi esposa y yo nos preparamos para salir a la calle. Nuestra pequeña quiere aprender a andar en bici. Es igual, si saliera con los patines, también iríamos. O a estrenar zapatillas. El pretexto es igual. Lo importante es salir a la calle para aprovechar estas horas de tregua. La noche ha sido infernal. Y vamos más de 20. Ya aceptamos como rutina macabra la alarma antiaérea que todas las noches a las 11 nos avisa del siguiente bombardeo. Esto es horrible. Jamás, ni en mis peores pesadillas, podía haberme imaginado que íbamos a pasar por esta experiencia. No reconozco a mi ciudad. Edificios que tan solo mantienen en pie el esqueleto, barricadas para impedir que el ejército enemigo avance, montañas de sacos de arena para protegernos de los disparos. Y silencio; un silencio ensordecedor que pasea por al lado de cada persona y que habita en nuestro interior.

 Pero ahora todo eso nos da igual. En cada calle, en cada parque y en cada rincón de la ciudad se ven personas que lo único que desean, lo único que anhelan es su pequeño espacio de normalidad. Pasear, hablar con un conocido o con la panadera. Eso es igual. Incluso con quien antes no te parabas a hablar y lo más seguro que ni hubieses reparado en él; ahora es un soplo de aire fresco, alguien con quien desahogarte. Hacer ejercicio o leer un libro sentado sobre los pocos bancos que aún siguen en pie. Es una escena irreal. Casi onírica. Es como si nos hubiésemos despertado hace tres meses y la gente vive y actúa tal y como lo ha hecho siempre. De la guerra nadie habla. Es como si no existiera. Después nos iremos a casa a celebrar que seguimos vivos. Mis padres se han quedado en la ciudad. Comeremos en su casa y pronto nos iremos a la nuestra y antes que anochezca bajaremos al búnker que tenemos en el sótano de nuestro edificio.

Me despido sin saber qué nos espera a mi familia y a los nuestros. Si tendremos futuro más allá de esta próxima noche. Y como decía un buen amigo mío ya asesinado en esta cruel e injusta guerra, como todas ellas, por lo demás todo muy normal por aquí.

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