Un escritor es editor de sí mismo: Julio María Fernández Meza

Se escribe y lee por placer, felicidad, impulso; remitiendo a Jorge Luis Borges: «el escritor debe disfrutar de su escritura»; Roland Barthes, de igual manera, habló de esta «norma» en El placer del texto (1973).

El Dr. Julio María Fernández Meza, quien es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas y maestro en Letras (Letras Latinoamericanas) por la Universidad Nacional Autónoma de México, además de cursar el Doctorado en Literatura Hispánica (promoción 2017-2021) en El Colegio de México, plantea esta hipótesis en sus cuentos.

Ha escrito artículos, cuentos, ensayos y reseñas para diversas publicaciones físicas y electrónicas. Participa en congresos literarios nacionales e internacionales. Sus principales áreas de interés son la literatura hispánica, inglesa y la literatura comparada, así como la creación literaria.

A propósito de ser galardonado al segundo lugar (el primer lugar fue declarado nulo por el fallecimiento del participante francés por covid-19 antes de entregarle el premio) en el Primer Concurso de Cuento Fantástico de Cátedras Universitarias Literarias Internacionales apoyadas por la UNESCO, el Dr. Meza, en conversación, expone sus ideas sobre la literatura, el cuento y su experiencia personal en el gremio literario.

La narración del cuento

—Inicio nuestra conversación al aludir a uno de los autores más admirados y estudiados de la literatura hispanoamericana y que también es elogiado en otras regiones: Borges. Él prefería el cuento que la novela. Mencionó que al iniciar un cuento, sabía el principio y el fin de este, pero descubría otros elementos (como la época, por citar un ejemplo). En tu caso, ¿cómo empiezas a contar una historia sabiendo tus limitaciones como cuentista?

«Pienso mucho en mis limitaciones, aunque trato de ir más allá y entonces surge la curiosidad. Comienzo por una pregunta, que podría ser: ¿cómo contaría esta historia? Es el punto de partida, la “cosquilla de cuento”, como diría Cortázar. Borges es un extraordinario lector. Lo que indicas proviene de sus lecturas de Poe y de otros. En el cuento moderno, Poe deja huella, por lo que afirma acerca de la brevedad, la unidad de impresión o el ritmo. Hay que recordar que Poe plantea eso en unas reseñas sobre unos libros de relatos de la autoría de Hawthorne. Borges escribe una larga conferencia sobre Hawthorne y habla de los argumentos que este anotaba en un cuaderno. Menciono todo esto porque si bien la “cosquilla” surge de una pregunta, hay que hacer más. Me pregunto después: ¿quién puede contar esta historia? y ¿por qué lo haría? Estas tres preguntas ya implican un orden, sugieren una cierta estructura, plantean un motivo. A veces, la inspiración proviene de un sueño, digamos, me acuerdo de lo que sueño y me pregunto si puedo darle forma».

—Lo que te pregunté se ha notado no solo en los escritores de literatura sino de cine (guionistas) también, como la creación de personajes y el diálogo. Tus cuentos tratan el tema de lo fantástico y la fantasía; sin embargo, haciendo uso de estos mecanismos, ¿cabe la posibilidad de que tus personajes y la manera en que se desenvuelven tengan una cercanía con la realidad que te rodea y de qué manera?

«Lo fantástico y la fantasía (no son lo mismo) son dos modos de ver la realidad. Se tiene el prejuicio de que la literatura y muchas de sus expresiones son vías de escape, medios para apartarnos de la realidad. Como si lo que se contara no importa, es mero entretenimiento y nada más. Pero no. Más bien conocemos mejor la realidad, profundizamos en ella por medio de la literatura. Si en un texto aparece un ogro o de pronto un muerto vuelve a la vida, ¿debemos dejar de leer porque eso no ocurre en la vida cotidiana? ¿O acaso no nos interesa lo que el ogro quiere o por qué el muerto se levantó? Lo que esos textos tal vez quieran decirnos es que el ogro y el muerto son tan humanos como nosotros. Uno podría ser una imagen de nosotros y el otro un sujeto que fue como tú o yo. Si leemos literatura, nos enteramos de cómo viven las personas, las criaturas imaginarias o lo que sea en lo que se fije el autor. Pongo un contraejemplo. Un estudio de carácter historiográfico apela a la objetividad y, en aras de la precisión, se prescinden de los sentimientos, digamos. No pretendo hacer menos otras disciplinas. Lo único que hago es indicar que, habida cuenta de que la literatura trata la condición humana desde innumerables puntos de vista, eso nos hace retener personajes y situaciones, aun cuando no se describan con la puntualidad del historiador. Quizá conozcamos mejor a uno de los primeros emperadores romanos gracias a Robert Graves, quien escribió dos libros de ficción sobre Claudio. Quien quiera estudiar la figura histórica, puede acudir a la bibliografía. Quien quiera conocer al individuo puede leer a Graves. O se pueden hacer ambas cosas. De por sí la cultura romana es maravillosa».

—Un escritor, al igual que un periodista, sociólogo, historiador, etcétera, termina por ser un investigador de cierta manera: debe estudiar su época, vivirla, pero también analizar otras a partir de crónicas, estudios, un sinfín de investigaciones. Siguiendo esto, ¿en qué época la mayoría de las veces te sitúas para escribir tus cuentos y cómo exploras tiempos que, quizá, no te tocaron aventurarte?

«No tengo preferencias. Mientras la época me exija y sugiera algo, ahí me sitúo. Es más sencillo el presente que me tocó vivir. En cambio, el pasado es más difícil, aunque el presente también supone retos. Si quiero contar algo de hoy en día, me aventuro. Si es algo del pasado, puedo basarme en los documentos u otros apoyos. Si son épocas que no viví ni viviré, uso, sobre todo, mi imaginación; a veces, los libros. El futuro también me interesa. Es común que la ciencia ficción se solace en imaginar el porvenir, mas no es la única manera de especular».

Julio María Fernández Meza

—¿De dónde nació tu curiosidad y vehemencia por explorar lo fantástico?

«Del ensueño por buscar lo posible, lo potencial, lo que puede ser y no es».

—Generalmente una historia breve hace uso de otros géneros literarios como la poesía, la prosa e incluso llega a tener toques novelescos, ¿te has encontrado con un género diferente al que estás acostumbrado desenvolverte a la hora de escribir un cuento?

«Claro. Todo depende de lo que se esté relatando. Por ejemplo, en Manuscrito hallado en una bitácora, un texto que escribí en 2021, uso la crónica, el diario, los relatos de viajes».

Desde la academia

—En tu ensayo: Emiliano González, raro entre los raros, mencionas que autores como Poe, Verlaine, Lautréamont, Ibsen y Martí, Rubén Darío los calificó como «los raros», por salirse de lo canónico en su tiempo. Lo que te planteo es una interrogante que ha pasado de generación en generación y tiene una crítica de por medio: ¿consideras que la academia no ve más allá de los autores canónicos y por ende otro tipo de escritura?

«Así como hay muchos tipos de literaturas, también hay muchos tipos de academia o de académicos. Primero, un poco de contexto. Darío es autor de Los raros, una serie de artículos y ensayos que, como señalas, tiene como hilo conductor la rareza, valga la redundancia. Uno de los escritores de los que Darío habla es Poe. Cuando publica su artículo de Poe, no había pasado mucho desde que Baudelaire tradujo a Poe al francés, es decir, lo canonizó. Lo que ocurría en Francia en el siglo xix tenía eco. Así arranco un ensayo que escribí sobre Emiliano González (que murió en 2021). Para mí, es un mexicano raro y espléndido. Me da mucho gusto que, cada vez más, se esté dando a conocer. Por ejemplo, tenemos la reimpresión de Los sueños de la bella durmiente, su libro más famoso, o la reciente publicación de su autobiografía, editada por la Universidad de Guanajuato. Para responder tu pregunta, considero que los académicos, entre otras cosas, sirven para acercar los autores a los lectores. Y también hacen prejuicios. Como cualquiera de nosotros. Ahora bien, creo que los lectores son los que importan. Son ellos quienes canonizan a tal persona u otra. Además, está el mercado editorial, que ejerce una influencia tremenda. Los criterios de canonización son tantos y hay tantos factores que tomar en cuenta, que muchas veces resulta misterioso por qué un autor se vuelve famoso y otro no, a pesar de que los dos tengan calidad. Pensemos en las mujeres. No puedo más que aplaudir que las mujeres o al menos algunas de ellas (ojalá cada vez sean más) ya formen parte del canon. Cada vez se difunden más y estudiamos más a las mujeres. En pocas palabras, ellas recuperan poco a poco lo que les fue injustamente arrebatado, por un sinfín de prejuicios. Hay logros que celebrar, como la colección Vindictas, lanzada por la Universidad Nacional Autónoma de México, o la antología: A golpe de linterna, que recoge cuentistas mexicanas del siglo xix al xxi. Y esto no es exclusivo de la tradición hispánica. Yo conozco Frankenstein, una obra que he tenido la oportunidad de estudiar, o a James Tiptree Jr. (pseudónimo de Alice Sheldon), una estadounidense que, desde la ciencia ficción y otros marcos, explora el mundo atroz que viven las mujeres. Los académicos, me parece, han jugado un cierto papel para que valoremos a las mujeres, aunque todavía queda mucho por hacer».

—Recuerdo que Cristina Peri Rossi dijo que «en la escuela se aprende a escribir; lo que se escribe allende ella es literatura», ¿cuánta veracidad hay en sus palabras en tu experiencia como escritor y académico?

«Estoy de acuerdo. En la escuela aprendemos a redactar, se nos enseñan las reglas básicas de la sintaxis, digamos. Otra cosa es la literatura, que, además de construirse con palabras, tiene reglas y niveles. No vayamos más lejos. Parafraseo a Borges: “cada palabra está cargada de siglos”. Es cierto. Las palabras son símbolos compartidos; es decir, podemos entenderlas o no mediante las experiencias que tenemos en común con los otros. El significado aumenta o no, dependiendo si la palabra sigue viva o cae en desuso. Escribir es difícil. Exige rigor, disciplina, conocimiento. A mí me gusta aprender idiomas, porque así puedo asomarme un poco en la visión de otros seres humanos, en su interpretación de la realidad. Para mí, las palabras son una alegría, porque son una interpretación».

—¿Existe un parámetro para escribir «de manera profesional» o solo es un término para referirse más a quienes estudian Letras en una institución?

«Cada escritor está en busca de su voz. Y cada uno sigue un ritmo particular. Los que la encuentran, son memorables. Los que no, pueden serlo por otras razones o cuando menos ciertos textos. Yo pienso que hay que ir caso por caso a la hora de evaluar. La profesionalización de la escritura supone vivir de lo que se escribe. Y así como cada escritor es distinto, también hay distintos tipos de escritores profesionales. No hay parámetros fijos. Quien es un éxito hoy, mañana puede no serlo o quien ya lo fue, se vuelve otra vez una sensación. Escribir de manera profesional es riesgoso, porque implica estar produciendo con regularidad. No cualquiera puede hacerlo. Ahora bien, sea de manera profesional o no, escribir implica muchos riesgos. El profesional de la literatura es aquel que ejerce una profesión relacionada con la literatura, como la docencia. Hay otras actividades que tienen un cierto vínculo con la literatura, porque se trabaja con la palabra, como la edición o el periodismo. Otro asunto es escribir estéticamente».

—A menudo me encuentro jóvenes que quieren escribir, pero uno de sus mayores problemas es que no le dedican tiempo a la lectura, sino a la escritura, para conseguir ser publicados de la manera más rápida posible. ¿Es esto un problema de lectura por obligación y no por placer o estaríamos hablando de otro tema en el que se combinan las dos cuestiones?

«Tu pregunta es interesantísima. Yo creo que un escritor, sea quien sea y tenga las aspiraciones que tenga, se forma leyendo. La lectura es el pan de cada día, digamos. Leer no consiste en abrir un libro. Leer es interpretar, sorprenderse, conmoverse, aprender, reírse, abstraerse, llorar… ¿Qué llegamos a decir si alguien en quien confiamos nos dice lo que esperábamos? (“Me lees muy bien”). Como si fuéramos libros. Hay muchas formas de leer. El libro es un soporte básico, pero no es el único. Podemos leer los anuncios, los recados, los mensajes de la calle. También está la literatura oral, la tradicional y popular, que no necesitan del formato impreso para perpetuarse. Antes bien, resuenan y se mantienen vivas en la comunidad. Tengo una impresión de la saga de Earthsea, de Ursula K Le Guin, que ostenta en la portada un pensamiento burdo. Lo traduzco: “Rowling puede teclear, pero Le Guin puede escribir”. Aclaro que la frase no es de Le Guin. Dudo que afirmara algo así. Quien quiera que la haya ideado, tal vez nos habría dicho más si nos estimulara a leer a Rowling y Le Guin, en vez de marcar diferencias. Me parece que Le Guin maneja un repertorio de registros y géneros encomiable. Eso no significa que haya que desdeñar a Rowling. Aurelio González, a quien no huelgo en calificar como todo un erudito, dice estar encantado con Harry Potter, porque la gente ha vuelto a leer por esa historia. Tiene razón. El furor sigue vivo. No he tenido la oportunidad de leerla (tan solo vi dos películas de manera entrecortada y, por ende, no pude apreciarlas), pero quisiera hacerlo.

La lectura es felicidad. Creo que es uno de los mayores placeres del ser humano y también una de nuestras experiencias más íntimas. Lamentablemente, en los programas educativos, la lectura es obligación, es un requisito por cumplir. Hace poco, en cierta red social, alguien afirmó que no le gusta Cervantes, lo que es completamente válido, si bien lo que llamó mi atención es que se debe a que en la secundaria le fue impuesto el Quijote. Me ocurrió algo parecido. Yo tampoco leí el Quijote en esos años. Vuelvo a Aurelio, con quien tomé clases de posgrado. Él dice que uno lee el Quijote hasta que se llega a cierta edad y hasta que siente de verdad la tristeza. ¿Por qué nos lo imponen antes de vivir eso? Quizá porque Cervantes se reconoce como el mayor escritor de lengua hispana, el más representativo y, por ende, su lectura nos “sirve”. Leer a Cervantes no me depara mera utilidad sino alegría. Yo revaluaría los programas, propondría otras lecturas que resonaran en los estudiantes de una edad u otra. Podría ser Harry Potter, ¿por qué no? Tenemos a Verónica Murguía, una escritora mexicana viva. No he leído Loba, una saga juvenil bastante exitosa, pero sí conozco El ángel de Nicolás y he leído partes de El cuarto jinete y Auliya. Murguía es maravillosa. Loba podría ser otra opción. Cuando cursé la secundaria, la maestra de Español nos leyó en voz alta Pedro Páramo y, si bien no entendíamos todo, no queríamos irnos del salón. De modo que el consejo que podría dar a quien quiera escribir, es leer. Leer y no dejar de hacerlo. Leer continuamente. Y también vivir fuera de los libros. No hay que ver la lectura como hábito, sino como algo más. Para mí, es una pachanga, una ocasión de paz, de libertad. Y es más que eso. Publicar y darse a conocer vienen después, si eso nos interesa. Eso no debe privar a nadie de ese placer. La lectura puede dárnoslo todo, si somos pacientes».

Lo fragmentario de la escritura

—En tus ensayos sobre Juan José Arreola indicas que él buscaba una perfección formal, ¿tú la buscas y te apoyas en la invención del lenguaje?

«Admiro a Arreola por un rasgo tan suyo que, yo creo, no es común y que habría que reconocer más. Tenía una sensibilidad extraordinaria para asimilar, para apropiarse de la voz del otro, las expresiones, los modismos, la entonación. Hasta hacía suyas las voces anónimas y la colectividad, como la de su entrañable Zapotlán, el centro de su cosmovisión. Él es capaz de escribir como muchos autores y hasta la gente ordinaria. Para lograrlo, tuvo que ser riguroso, harto riguroso consigo mismo. Corregía al grado de la obsesión. Se deshizo de páginas y páginas. En parte, eso explica por qué Arreola no es prolífico. Y hay pruebas. Sara Poot Herrera, que es la mayor especialista mexicana de Arreola, ha tratado la cuestión. Pocos como él tienen tal complejidad, descuellan en tantos registros, tocan tantos temas y géneros. Arreola escribe una carta de Góngora como si fuera Góngora y nos cuenta que el poeta cordobés, al igual que todos nosotros, de pronto tiene hambre y quiere comer. O puede escribir una carta a un zapatero, exhortándolo a mejorar en el oficio. Y, a pesar de todo esto, Arreola no es tan conocido. El camino que siguió por supuesto que tiene contratiempos. Yo no podría compararme con él. Aunque es santo de mi devoción, no podría situarme a su lado. Sería el colmo de la pretensión. Creo que hay que ser humildes o al menos intentarlo. Al escribir, soy cuidadoso. Poco a poco doy a conocer lo que hago, siempre y cuando sienta que está depurado lo suficiente. Pulir es tan importante, sino es que más, como escribir».

Julio María Fernández Meza en “Juan José Arreola: un pueblerino muy universal”, Coloquio Internacional celebrado en el centenario de Arreola, El Colegio de México, Sala Alfonso Reyes, 13 de septiembre de 2018

—La metaficción se encuentra a la mitad de la ficcionalidad, muy distinta a la metanarración, que es el aporte del narrador al texto, ¿se te ha dificultado hacer uso de esta última en la metaficción que manejas en tus cuentos?

«Esos términos se emplean en la academia. Para decirlo de manera sencilla, la primera nos hace percatarnos de que estamos ante una obra de arte; la segunda es la manifestación explícita del acto de narrar de parte de quien cuenta las cosas. Ninguna es forzosa en la ficción, si bien ambas son de larga tradición. Las dos están en el Quijote, por ejemplo. Yo también las he usado, sobre todo la segunda. Escribí un texto sobre un zombi que adquiere consciencia y, peor aún, se vuelve escritor. O, mejor dicho, redactor. Además de tener que alimentarse a cada rato, por su cuerpo putrefacto, no se está quieto. Tiene muy despierta la consciencia por haberse comido a un escritor, aunque él no sabe lo que es un escritor. Lo contratan en una agencia de la Ciudad de México y, a cambio de sueldo, lo alimentan. La agencia se hace rica, dado que lucra con su imagen. Y aun así lo hacen trabajar. Aun cuando ya no padece hambre, su mente despierta no lo deja en paz y lo asaltan los recuerdos, como cuando viajó en metro o cuando fue taquero, uno bastante torpe, por cierto. En ese texto abundan las acotaciones de escritura, las digresiones y otros juegos en esa línea, empezando por el título, que es Texto.doc. Por más que el zombi carezca de talento en la escritura, una y otra vez está pensando en ella. Y, pues, pobre»…

—Si en tus cuentos hay metaficción y metanarración, por lo tanto existe la metadiscursividad y la metanarratividad, las cuales se unen, pues tienen forma, estructura y contenido, pero ¿cómo obtienes un efecto estético para relatar una historia?

«De nuevo, estas palabras no tienen otro propósito más que aclarar algunas peculiaridades de cierto tipo de textos, pero hasta ahí. Para no desviarme, el efecto estético del que hablas es algo muy importante al escribir. Por poner un ejemplo pertinente, un texto literario no es lo mismo que uno informativo, a pesar de que los dos se formen de palabras. Persiguen fines diferentes. El texto informativo nos proporciona una serie de datos. Se refiere, pues, a la realidad. Aun cuando el literario también transmite información, va más allá. El meollo radica en la manera en que esa información se transmite. De ahí el engaño al que me referí antes. Cuando un autor tiene habilidad, nos engaña, sin importar cuánto de lo que nos diga ocurra o no en la vida cotidiana. Mientras más habilidad tenga, mejor va a engañarnos. Al contrario de un texto informativo, uno literario representa la realidad, la reproduce. Lo estético, además, está abierto a la interpretación. Un texto literario puede leerse de muchas maneras. Como en Casa tomada, de Cortázar, un clásico cuento fantástico de la tradición argentina. El autor no dice explícitamente quién o qué toma la casa. Si se hiciera, la impresión sería menor. Así, hay lecturas psicológicas, sociológicas, políticas, etc. Naturalmente el lector trata de responder la interrogante, es decir, quién o qué toma la casa. ¿Fue una persona o un grupo? ¿La tomó una entidad abstracta? ¿O acaso algo más? Cortázar no cierra las posibilidades y nos invita a hacer una interpretación».

—¿Eres el editor de tu propia obra y qué es lo que más te ayuda para hacer tu proceso de autocrítica?

«Siento que, en general, un escritor es editor de sí mismo. En algunos, este rasgo es más visible, en otros menos. En lo que concierne a la autocrítica, trato de no tomarme en serio cuando escribo creativamente. Me entrego, sí, pero sin creer de más en mis palabras. Me gusta burlarme de mí mismo. Por ejemplo, tengo un texto sobre un profesor de literatura que se empeña en transmitir la pasión de las letras a sus alumnos. Como a ellos no les interesa nada de eso, en clase están aletargados, sin importar que él alce la voz, los confronte directamente y hasta vaya a premiarlos si contestan. Todo acaba en fracaso, se marcha del salón y los alumnos bostezan, como si nada hubiera pasado, como si fuera un fantasma. El nombre del personaje es ridículo a propósito. Di con él a partir de cierta lectura».

—Al igual que Las meninas, de Velázquez, el espectador, en este caso, el lector, puede participar en el texto del autor. ¿En tu obra consideras que se logra este efecto? Menciono un ejemplo donde se hace más hincapié en este aspecto: Aura, de Carlos Fuentes.

«No sé si el lector se sienta participante de lo que escribo, porque eso le corresponde a él. Lo que trato de hacer es mostrar un rumbo, sin por ello cerrar otros. Me gusta hablar de muchas cosas. Por eso no diría que sigo tal o cual línea. Tengo mis constantes y lugares comunes, como quizá tengan todos. Una vez le compartí a alguien un relato autobiográfico sobre mi infancia en Veracruz. Se entristeció, porque el personaje pierde a Peter. Un suceso doloroso de mi infancia fue perder un juguete, una figura de acción, que es ese tal Peter, de Los cazafantasmas. Ocurrió en el Baluarte de Santiago. Mis padres me llevaron a una exhibición. Era de noche. Me acuerdo de que las luces brillaban bastante. No recuerdo casi nada más hasta la tragedia. Seguramente estaba jugando con él y, de repente, lo perdí. Lo habré dejado caer por alguna abertura o las almenas, no sé. Cuando bajamos, buscamos en el pasto y nada. Sentí que perdí a un amigo. Más adelante, me gustaría escribir sobre otra experiencia dolorosa, que es una de las primeras ocasiones en que recuerdo haber hablado conmigo mismo, en silencio, en mi fuero interno. Podía oírme claramente y crecía y crecía mi angustia. Eso ocurrió antes de la pérdida de Peter, en un parque del puerto. Habré tenido cinco años. El parque todavía existe. Creo que si vuelvo a pisarlo, algo se desencadenará en mí. Lo vi en Google Maps y sentí algo como estremecimiento y nostalgia. Respecto de lo que señalas de Fuentes, Aura es una magnífica novela corta, cuyo modelo es Henry James. Uno de los muchos logros de Aura, es que cualquiera puede leerla y dejarse llevar, particularmente por el uso magistral de la segunda persona. Aunque también es justo decir que Fuentes expulsa al lector en otros escritos de su obra».

Premio y futuro

—Resultaste ser galardonado al Primer Concurso de Cuento Fantástico por Cátedras Universitarias literarias internacionales apoyadas por UNESCO, ¿qué te produce este premio como cuentista?

«Es un premio importante de mi trayectoria. Recibí la notificación cuando menos la esperaba. Había participado en un montón de concursos de escritura, mientras cursaba mis estudios profesionales. Atendí ambas rutas sin descuidar ninguna, en vista de que las dos me interesan. En el aspecto creativo, en serio dudé si era el camino que debía seguir o no o si debía cambiar mi manera de escribir. El galardón fue como haber recibido un asentimiento o un apretón de manos cuando uno siente que nada de lo que hace tiene mucho sentido que digamos. Me di cuenta de dos cosas: la primera, que es fundamental, es que, si en verdad uno quiere escribir algo que considere valioso, debe hacerse sin que el concurso sea el aliciente primordial. La escritura es algo mucho más profundo. Por eso demanda tanto esfuerzo y exige tanto de uno mismo. La segunda es que si el texto que se envía a concurso no recibe nada, eso no significa que no sea valioso. Hay que seguir escribiendo, sin dejar de ser riguroso. Recordemos a Kafka. Se avergonzó de buena parte de su obra y pidió expresamente a su amigo Max Brod que la quemara. Kafka murió muy joven de tuberculosis. Para fortuna nuestra, Brod lo desobedeció y lo dio a conocer al mundo. Y qué autor es Kafka. Uno ya no es el mismo si lo lee. Como con Arreola, tampoco podría situarme al lado de Kafka. Simplemente lo menciono para indicar que yo veo la escritura como un ejercicio de introspección. Si escribo, creo conocerme un poquito más y entonces trato de ver aquello que los ojos no pueden ver y que, por paradójico que parezca, no podría dejar de ver».

—¿Para un escritor es importante tener un premio de respaldo?

«El premio legitima y difunde. Sería absurdo decir que no sirve. Ahora bien, no es un requisito. Yo creo que el escritor se plantea, en algún momento, por qué escribe, sin importar si externa o no sus razones. Se compara la escritura con la mística y sí, puede ser. En no pocos puntos coinciden».

—¿Consideras que este premio te dará una mayor presión como cuentista en tus siguientes creaciones literarias?

«Por supuesto. Los siguientes textos creativos que escribí después de Manuscrito hallado en una bitácora, son harto diferentes entre sí y también lo son con respecto de este último. Mandé ambos a dos tipos diferentes de concurso. Y no gané nada. Lo cual está bien. Hay que seguir escribiendo. Yo escribo porque es un impulso vital, implica una necesidad de manifestar lo que hay en mí. Lo que quiero decir es que me esmero en cada texto sin confiarme, porque no creo que deba hacerse eso. En Orlando, Virginia Woolf ideó una imagen muy bella de la poesía: una voz respondiendo a otra. Siento que es eso: salir al mar en contra de toda marea; si la ocasión es propicia, tal vez escuchemos a las sirenas».

—¿Piensas ejercer como novelista en algún momento?

«Me gustaría. Tengo un proyecto en ciernes. No diré mucho por ahora. El argumento, los personajes y el mundo están ya en mi mente. Hay un título que me seduce. Vamos a ver si esos personajes no se me rebelan y se salen con la suya».

—Siguiendo el mismo asunto de la brevedad literaria, ¿puedes citar uno de tus aforismos favoritos? «Un autor a quien quiero mucho, es Lichtenberg. Por el momento, despreocupémonos de que él no se concibiera como autor de aforismos. Ahora lo leemos así y puede ser que no estemos tan lejos de lo que quiso decirnos. No diría que el siguiente es mi aforismo “favorito” (procuro evitar esa palabra), si bien lo retengo en la memoria: “El cuchillo sin hoja al que le falta el mango”. Ahí está condensada su poética de la brevedad y la contundencia. Es como si dijera nada y a la vez todo. Tal vez a alguien le parezca violento, por el cuchillo, digamos, aunque el cuchillo no está ahí. Sea como fuere, me gustaría cerrar con una “oración” de Rafael Cansinos-Asséns, en la que yo creo profundamente y que no tiene caso que la explique, porque habla por sí sola: “Por favor, Señor, que no haya tanta belleza”».

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