Una obra olvidada de una amistad literaria: Los traidores de Silvina Ocampo y J.R. Wilcock

La crueldad, lo monstruoso, el horror narrado hasta el último detalle, la ironía, humor y los desplazamientos de sentido son características que bien podrían describir la obra literaria de Wilcock o la de Silvina Ocampo. A esas coincidencias temáticas, se suma en ambos autores una sensibilidad narrativa exacerbada por su capacidad poética y su trabajo minucioso con la palabra dado por el oficio de la traducción. La coincidencia en los intereses y gustos literarios y una cercana amistad signada por la frecuencia de los encuentros permiten que una escritura en colaboración de estos autores se componga como una síntesis que no permite identificar las distintas voces y diferenciar la autoría de fragmentos o pasajes.

Los traidores tiene el formato de obra dramática escrita en coautoría por Wilcock y Silvina Ocampo y cuenta la historia de la traición en una sucesión de poder con un rey semi-muerto. El proceso de escritura de esta obra dura una década ya que, según la cronología que se despliega en las anotaciones de los diarios de Bioy Casares, comienza en 1946 y finalmente se publica en 1956, pocos meses antes de que Wilcock partiera hacia Italia y se instalara finalmente en Roma. La “escritura a cuatro manos” que significa la coautoría, principalmente si se trata de dos autores con un estilo bien definido como eran Wilcock y Ocampo para mediados de la década del 50, incentiva una serie de preguntas inevitables: a qué voz corresponde cada fragmento, si una predomina sobre otra o hasta si es posible reconocerlas y diferenciarlas.

La lectura de Los traidores presenta un primer desconcierto al no permitir que el lector encuentre esas respuestas, ya que entre ambos autores se produce una evidente sintonía literaria y afectiva. Se debe tener en cuenta, además, que durante esos años de escritura otros escritores revisaron la obra y contribuyeron a su corrección, como Pezzoni, Pepe Fernández y el propio Bioy Casares. Por lo tanto, a lo que podría definirse como una “escritura a cuatro manos”, se deben sumar los retoques del resto.

Dejando de lado el interés por la identificación de las voces, otro desconcierto está dado por el desplazamiento entre el género que la obra promete y su realización en la escritura. Los diálogos entre los personajes tienen una carga poética tan exagerada que se termina convirtiendo en algo cómico que obstaculiza su lectura como tragedia. Más que una obra dramática para ser representada, Los traidores pareciera ser el resultado de una experimentación lúdica entre ambos autores que se entienden a nivel literario y personal y se apropian de un género para exagerarlo de manera irónica. El exceso de sensibilidad poética que se muestra a través de todos los diálogos le da corporalidad al texto, pero se la quita a los personajes. Se trata de una obra evidentemente pensada para ser leía más que representada, ya que la carencia de acción y el excedente de poesía hacen más fácil seguir el hilo a partir de la lectura que de la escucha.

La ambientación, los personajes y el título de la obra prometen temáticas que para el lector que busque alegorías o simbolismos en la literatura será decepcionante. Esos elementos seducen a leer Los traidores en continuidad con la tragedia clásica y a primera vista distraen de lo más importante del texto que es el humor y la reelaboración irónica de un estilo que se muestra exageradamente poético. Los actos se desarrollan en un palacio de Roma, en el año 211 y los personajes bien podrían haber salido del teatro clásico: un Emperador muerto pero que el resto de los personajes fingen enfermo, esperando ser velado, dos príncipes enfrentados que se disputan el trono, Publio y Basiano, una madre codiciosa y frívola, Julia Domma, un esclavo, los soldados, figuras trágicas como las Euménides, diosas de las venganza, o las plañideras que constituyen una ficción dentro de la ficción ya que son las que fingen llanto. Al comienzo, además, la única aclaración que hay con respecto a la escenografía o el vestuario de los personajes es que todos los personajes deben llevar máscaras, otro rasgo típico del teatro clásico griego: “Todos los personajes deberían llevar máscaras, algo que les cambie la expresión en la cara” (Ocampo y Wilcock 1956, 5).

La incertidumbre que implica la transición de poder luego de la muerte de un rey y más cuando hay dos hermanos enfrentados se trasmite a los lectores a través del desconcierto que genera la materia irónica con la que se construye esta ficción. Las referencias descontextualizadas y la proliferación de una gran cantidad de personajes que tienen apariciones esporádicas vuelven difusa la lectura. Además, la exageración del estilo poético y, por momentos, meloso que se materializa en esos versos endecasílabos nos da la pauta de que no se nos habla en serio, que la temática de la traición en el Imperio Romano es una excusa para la experimentación con el lenguaje por parte de estos autores.[1]

Las referencias propias del teatro clásico se salpican con alusiones a otras tradiciones como las fábulas infantiles protagonizadas por animales que hablan, como el pájaro. También hay una relación de intertextualidad con el teatro isabelino, más precisamente Shakespeare, a partir de la aparición de los espectros de Séptimo Severo y su hijo Plubio, que recuerdan al fantasma del rey Hamlet que se le aparece a su hijo para develar la causa de su muerte y la traición de su hermano.[2]

Por otro lado, alusiones que corresponden a la modernidad también cuestionan la continuidad de esta obra con el teatro clásico y su ambientación en el Imperio Romano. Por ejemplo, la mención a Argentina, un territorio conformado recién en el siglo XIX. Plubio le dice a Alejandro: “El Argentino es mejor que Zafiro” (Ocampo y Wilcock 1956, 32); o la referencia a Alemania por parte de Alejandro: “Son los tres delegados de Alemania que llegaron ayer con las naranjas” (Ocampo y Wilcock 1956, 37). También se definen como argentinas las Euménides: “TISIFONE: No habléis de cosas tan eprsonales. Nosotras somos argentinas como la luna sobre el agua” (Ocampo y Wilcocl 1956, 71). Además de estas menciones, las Euménides que son personajes provenientes de la tragedia clásica aparecen vestidas de modo actual, como se aclara al comienzo del prólogo: “Las Euménides, con vestimentas actuales, están sentadas entre el público y suben al proscenio por los costados)” (Ocampo y Wilcock 1956, 7).

Por eso, una lectura que aplique los parámetros de análisis de la tragedia griega quedaría trunca, dejando de lado los elementos de comicidad presentes en la escritura. La exageración poética y el uso de la ironía permiten pensar que dos autores vinculados por el interés poético y una relación de intensa amistad se permitieron divertirse a través de la escritura. De hecho, según los testimonios de Ernesto Schoo, la obra todavía espera para ser representada de un director que sea capaz de captar el humor y cuando llevaron a cabo un intento por grabarla, Wilcock se divertía profundamente: “Tiempo después volvió Wilcock a la Argentina, antes de alejarse definitivamente. Nos reencontramos en la casa de Silvina Ocampo. Se trataba de grabar escenas de una obra teatral escrita por ambos: Los traidores, que transcurre en Roma, en tiempos de la Carcalla (y que aún espera al director imaginativo que sepa exprimir la riqueza y el humor de su texto). Johnny se divertía en hacerla rabiar a Silvina: apagaba las lámparas en los momentos culminantes (la única actriz auténtica del grupo era Mercedes Sombra; los demás, improvisados, Enrique Pezzoni y su hermano y ya no recuerdo quién más) o dejaba caer al suelo, adrede, los libretos, cuyas hojas se desparramaban. Con afán, las buscábamos en cuatro pies y por todos los rincones, mientras Wilcock las mezclaba aún más y respondía en broma a las angustiosas imprecaciones de Silvina” (Schoo, 1997, 58).

La poca seriedad con la que Wilcock se toma el intento de la representación actuada y el hecho de que la mayoría de los actores que intervinieron no eran profesionales, sino amigos o conocidos es un indicio de que desde su gestación es una obra pensada más para la lectura que para la puesta en escena. No se trata de retratar un conflicto familiar romano, ni juzgar desde la moral los comportamientos humanos, sino de crear un mundo a partir de juegos con el lenguaje, como se analiza en la reseña publicada ese mismo año en la revista Ficción: “En verdad, de lo que debe hablarse cuando uno se enfrenta con ´Los traidores´, es de un prodigioso juego verbal sobre el que reposa por entero, este bellísimo mosaico dramático. Los acontecimientos, los sentimientos, la vida y la muerte, casi diría, la reducida y dominada imagen de un cosmos cortesano, tienen su origen en la vigencia, en los versos en los que han sido escritos. Todo lo que acontece aquí, acontece en el dominio y por virtud de la palabra” (Del Carlo, 1956, 193).

Esta escena contada por Schoo en la que Wilcock se burla de Silvina Ocampo da cuenta de la íntima relación que hay entre los dos poetas. Las anotaciones del diario de Bioy Casares también testimonian la cercanía que el escritor tenía con la pareja y, particularmente con ella. En 1953, mientras escribían Los traidores, Silvina Ocampo publica su libro de poema titulado Los nombres, con el que obtiene el Premio Nacional de Poesía y en el que le dedica unos poemas a su amigo Wilcock. En la entrada del jueves 23 de mayo de 1957, Bioy afirma que Silvina se encuentra triste por Wilcock está por irse del país y no fue a cenar a la casa: “Silvina está triste, porque Johnny Wilcock, que venía a comer, porque se va mañana a Italia, <<por teléfono, por una tercera persona, avisó que no venía>>. A Silvina esto la entristece. <<Es la pelea definitiva, era mi único amigo>>” (Bioy Casares 2021, 125). En esa cita, Bioy se muestra molesto porque no había invitado a Borges, creyendo que iba Wilcock, ya que se encontraban peleados porque Borges no lo había premiado en el Concurso Nacional de Poesía.

La oposición entre Wilcock y Borges es un tema recurrente en las entradas del diario que aluden a las reuniones del grupo y genera disenso en la pareja, ya que Silvina pondera al primero y Bioy al segundo: “Con Silvina hicimos un censo de personas valiosas: puse a Borges, puso a Wilcock” (Bioy Casares 2021, 37). Además del enojo de Wilcock con Borges por no haberle otorgado el premio de poesía, Bioy hace referencia a una especie de ensañamiento, aunque involuntario: “En general, Borges disentía de todo lo que decía Wilcock. Sin duda, lo hacía sin propósito agresivo; pero la repetición del disentimiento parecía encarnizada. Wilcock habló en elogio de las novelas de Evelyn Waugh, Borges dijo que eran libros muy desagradables; Wilcock elogió el humorismo de Rebelais, Borges preguntó: <<Eso, ¿es humorismo?>>. Etcétera” (Bioy, 2021, 235).

En la literatura de Wilcock, se pueden reconocer algunas características borgeanas, como el uso de la hipálage para estructurar los corrimientos de sentido, en algunos textos o la construcción de narradores que no relatan a partir de la poesía, sino desde una mirada lúcida y muchas veces irónica, incluso el tema de la traición que se desarrolla en el texto dramático escrito en colaboración con Silvina Ocampo también es un tema visitado por Borges en cuentos como “Tema del traidor y del héroe”.

Sin embargo, entre ambos autores hay diferencias estilísticas, principalmente por el uso del grotesco y la exageración que caracteriza el realismo de Wilcock. Como explica Baderston: “La irrealidad expresada en este cuento dista mucho del cuidadoso mundo irreal de Borges y de Bioy, ya que se hace a base de la exageración en vez de ironía, de violaciones a la imaginación del lector más que de escuerzos de seducir su fantasía. La fiesta sádica de Wilcock va más allá de esa irrealidad que, según Borges, es condición del arte: llega hasta un mundo irreal donde las contradicciones de la realidad se resuelven grotescamente, donde el placentero reino de la literatura fantástica se ve amenazado por una violencia textual” (Balderston, 1983, 746). 

Más allá de ese enfrentamiento entre los dos autores, años más tarde, luego de irse a vivir a Roma, Wilcock ubica la figura de Borges a la altura de la de Bioy y Silvina: “Estos tres nombres y estas tres personas -escribió Wilcock, años después, hacia 1967- eran la constelación y la trinidad de cuya gravitación, en particular, saqué esa ligera tendencia, que se puede sentir en mi vida y en mis obras, a elevarme, aunque modestamente, por encima de mi nivel gris y humano original. Borges representaba el genio total, ocioso y perezoso, Bioy Casares la inteligencia activa, Silvina Ocampo era entre esos dos la Sibila y la Hechicera, que les recordaba en cada movimiento y en cada una de sus palabras la extrañeza y el misterio del universo. Yo, de este espectador inconsciente, quedé fascinado para siempre, y guardo el recuerdo indescriptible que pudo guardar, en efecto, quien ha tenido la dicha mística de ver y oír el juego de luces y sonidos que componen una específica trinidad divina”. 

Con Bioy Casares, Wilcock también tiene una relación de cercanía y amistad como da a entender la frecuencia de los encuentros que Bioy describe en su diario y el viaje a Europa que hicieron los dos junto a Silvina Ocampo y Marta Mosquera en 1951. Sin embargo, desde el punto de vista literario, Wilcock tiene una cercanía mucho más profunda con Silvina que con Bioy. Si según lo expresado por Wilcock en la revista Disco, en la literatura de Bioy, “Todas las novelas son fantásticas, aun cuando quieren escribir la realidad; porque en nuestra realidad actual trabajaron activa y antiguamente Proust, Dickens, Defoe, o Thomas Browne” (Wilcock, 1945, 23), en Wilcock sucede lo contrario: ni las escenas más brutales ni los seres sobrenaturales son fantásticos porque se encuentran naturalizados dentro de esos mundos inventados.[3]

Respecto de lo que Bioy Casares opinaba de la literatura de Wilcock y su afinidad con Silvina Ocampo, en sus diarios anota que los imita a ellos dos, a Kafka y a Borges: “No debe uno creer en los juicios críticos de Johnny. Es inteligente, culto, perspicaz, brillante y, a pesar de ser muy personal como individuo, es tan dependiente del prójimo, tan imitativo como literato, que en su juicio crítico se guía por lo que opina la intelligentsia de Inglaterra y de Italia; se guía con snobismo, siguiendo a lo que imagina que es la gente bien de las letras. Imita a Kafka, a Borges, a Silvina y a mí; y como dice De Quincey de Coleridge, no lo hace in forma paperis. Podría pasarse de toda imitación: es un hombre inteligente, es un escritor capaz” (Bioy Casares 2021, 110).

Ese alejamiento del fantástico y el énfasis en la crueldad es uno de los puntos de contacto entre la literatura de Wilcock y la de Silvina Ocampo. Como lo explica Daniel  Balderston: “Juan Rodolfo Wilcock y Silvina Ocampo aceptan la idea de que el mundo textual esta hecho de palabras y no de experiencias, y que depende ms de la imaginaci6n del lector que de su memoria. Sin embargo, por haber introducido en sus obras narrativas elementos de una crueldad sádica, hacen que el lector sienta la afinidad entre el mundo creado y el mundo real de la experiencia; mejor dicho, hacen que el lector sienta el horror de las situaciones inventadas como si se sufrieran en carne propia” (Balderston, 1983, 733).

Desde el punto de vista temático y estilístico, la literatura de Wilcock y la de Silvina Ocampo tiene puntos de contacto que probablemente facilitaron el proceso de escritura a cuatro manos. El procedimiento de desplazamiento de los sentidos y temas como la monstruosidad, la metamorfosis kafkiana, la crueldad sin límites descripta con minuciosidad, el desmembramiento del cuerpo son temáticas que recorren la narrativa de Wilcock.[4] El libro de los monstruos, por ejemplo, el último escrito por el autor, está compuesto por pequeñas historias carentes de conflictos y de acción, en las que se inventan múltiples mundo que dan lugar a la aparición de seres monstruosos. La mayoría sufren transformaciones ya sea en animales, accidentes naturales, paisajes y objetos. Mariana Enríquez enumera algunos temas recurrentes en la obra de Ocampo que también se pueden encontrar en la de Wilcock: “(…) marcada por la repetición de tópicos como la metamorfosis, los monstruos, la crueldad” (89).

La crueldad funciona como principio constructivo en la literatura de ambos autores. En el primer libro que compila los cuentos de Wilcock, El caos, la crueldad, el desmembramiento del cuerpo y la descomposición de la carne son ejes que permiten agrupar la mayoría de las narraciones. La crueldad en la obra de Silvina Ocampo es uno de los rasgos que destaca Borges en el prefacio de Faits divers de la Terre et du Ciel: “En los relatos de Silvina Ocampo hay un rasgo que aún no he llegado a comprender: es un extraño amor por cierta crueldad inocente u oblicua; atribuyo ese rasgo al interés, al interés asombrado que el mal inspira en un alma noble” (1974).[5] 

Con respecto a la relación entre ambos y a esta obra de teatro en particular, Enríquez destaca la ironía y la diversión cómplice entre los autores que se evidencia en la escritura: “Silvina pareció encontrar otro cómplice, lector, amigo y alma gemela en Juan Rodolfo Wilcock; en 1956 publicaron Los traidores, una obra de teatro irónica, lírica, que recrea un episodio de la historia de Roma y se ríe de varias tradiciones de la dramaturgia, burlas difíciles de detectar para quien no tuviera ni el humor ni la descabellada y copiosa formación literaria de Wilcock y Silvina. Decía ella: <<Nos gustaba la historia romana, tan rara y actual, donde los protagonistas se aman y se detestan, nunca dicen lo que piensan y piensan cosas absurdas… Queríamos que la obra fuera leída como una tragedia conmovedora y al mismo tiempo cómica, de una gracia burda y un poco estúpida” (Enriquez, 2018, 166).

La afinidad estilística de dos autores que sintetizan la poesía y la crueldad, además de su relación de amistad, genera la impresión de que la escritura de esta obra de teatro estuvo marcada por la diversión y el placer de la escritura. Se trata de una síntesis armónica entre dos voces que son difíciles de diferenciar en el texto, más allá de la pista que Wilcock le dio a Ernesto Schoo y que el escritor revela en su crítica de la obra: “Hace varios años, J.R. Wilcock me leyó algunos fragmentos de Los traidores –en su primera versión, supongo- y me propuso que adivinara cuáles versos eran suyos y cuáles de Silvina Ocampo. Como no supe discernirlo, me explicó que las imágenes dinámicas, de acción y movimiento, eran las suyas, y las estáticas de su colaboradora. Ignoro hasta qué punto es rigurosa esa distinción y, en todo caso, su examen será tarea para los eruditos del futuro. Yo me limito a comprobar que la identificación entre los autores es perfecta, y que no hay quiebra ni solución de continuidad en la arquitectura poética de la obra” (Schoo 1956, 100). El hecho de que la obra haya sido corregida por varios autores como Bioy Casares, Enrique Pezzoni o Pepe Fernández dificulta reconocer por separado las voces de sus escritores.[6]

La comicidad en la obra está dada por la exacerbación del tono poético casi hasta el ridículo. Antes del comienzo del primer acto, hay un prólogo conformado por el diálogo entre las Euménides que es una proliferación de figuras poéticas: comparaciones, metáforas e imágenes sensoriales. Primero, cada una despliega su poesía en una serie de versos y luego, al unísono, las tres se burlan de sí mismas, haciendo referencia a lo reiterado de sus temas de conversación: “ALECTO: -Ved en las tempestades de los mares que arrastran los corales y los peces elevarse columnas de agua debajo de los cielos insaciables; así asedia el rencor iracundo. MEGERA: -Ved la llama crecer, en la furiosa velocidad del viento sustentada; así crece el amor o la discordia. TISÍFONE:  -Cómo se enreda el hilo en las madejas y entremezclan sus hojas las orgias, mientras canta la alondra dulcemente, la felonía teje sus intrigas y hunde en el corazón su espada ardiente. LAS TRES EUMÉNIDES: -¡Ah! Siempre hablamos de las mismas cosas!” (Ocampo y Wilcock 1956, 7).

Salpicadas dentro de ese tono exageradamente poético también aparecen expresiones de los personajes que causan gracia, como insultos. Por ejemplo, un cocinero le dice a otro: “Escuchame, testículo de hormiga…” (Ocampo y Wilcock 1956, 17). La sorpresa por la naturalización de la crueldad, un rasgo típico de la literatura de Wilcock, también genera un efecto de comicidad, como cuando Favonia le cuenta al pasar a Quinto Murcio que la violaron cinco veces, pero eso no tiene importancia: “QUINTO MURCIO: -Yo me pregunto ansiosamente dónde y cuándo nos encontraremos. FAVONIA: -Tal vez mañana por la tarde. Ya me violaron cinco veces por esperarte en esta oscuridad. QUINTO MURCIO: -Junto a los lagos donde nadan cisnes entre guirnaldas pálidas de rosas aquí en este palacio, en este horrible aposento del rey agonizante, ya sé quién te violó. FAVONIA: -¡Y no tiene importancia! Sólo me importa verte. No me alimento. No respiro” (Ocampo y Wilcock 1956, 24).

El humor también se presenta en el cuestionamiento de las jerarquías en la causa de muerte del rey. Hay una duplicación de la crueldad, no solo le dan a comer carne podrida, sino que además esa carne se encuentra envenenada. Pero resulta que al rey, que podría haber accedido a los mejores banquetes, le gustaba comer la carne en mal estado, como comentan entre las plañideras: “PRIMERA PLAÑIDERA (en voz baja): es el alma de Séptimo Severo, de nuestro Emperador. Vedla ascender (En voz baja.) lo envenenaron con carne podrida. (Todos están roncos). SEGUNDA PLAÑIDERA (En voz baja): -Le agradaba comer carne podrida, decía que tenía mejor gusto” (Ocampo y Wilcock 1956, 27).        

Algunos personajes se burlan de la inteligencia de otros, de manera disimulada, ya que no los insultan directamente, pero dan a entender que no lo son. Como Julia que le dice a Augusta que “podría ser” inteligente, pero evidentemente no lo es: “JULIA (a Augusta): Me irrita oír hablar de mi familia. Tú, que podrías ser inteligente, ¿piensas que soy tan maternal?” (Ocampo y Wilcock 1956, 40). Sin embargo, la respuesta de Augusta es astuta, ya que evidentemente registra el agravio y le responde simulando que la adula, pero afirmando que es maternal, aunque no con sus hijos: “AUGUSTA: Extraordinariamente maternal, con la filosofía, y con la geometría” (Ocampo y Wilcock 1956, 40). También aparece burlada la inteligencia de un general, pero en boca de ese mismo general que sonríe cuando le llega el pensamiento, como si no fuera algo que se sucede con frecuencia sino casi por casualidad: “CARMELO: (…) ¿Por qué sonríes misteriosamente? MACRINO: Porque pienso, Carmelo, porque pienso, y a veces me seduce el pensamiento” (Ocampo y Wilcock 1956, 65).

En otras escenas, no solo se ridiculiza la inteligencia de los personajes, sino que realizan algunos gestos que pueden resultar graciosos, como Basiano que luego de un monólogo cargado de poesía se rasca: “BASIANO: Cuando explicamos nuestros sentimientos, cuando abrimos la esfera de cristal que nos envuelve cotidianamente, ante los ojos de alguien, ¿qué otra cosa podemos esperar sino el desdén bajo la forma de un consejo inútil? Pero aquél que conoce el cadencioso murmullo de la sangre en sus oídos, el llanto reprimido, y el silencio, y los gestos con que intentan distraer la inundación del odio, la demencia de ver todos sus actos denigrados, de ser únicamente soberano de sus tácitas furias corrosivas; ¿dónde podrá adquirir esa prudencia, no ser igual que el fuego y que el torrente?… Siento calor y me arde todo el cuerpo (Se rasca)” (Ocampo y Wilcock 1956, 37).

También se ridiculizan personajes a partir de la torpeza, como a Alejandro que cuando quiere besar, silba: “AUGUSTA: Su distracción me abruma, Habla siempre pensando en otras cosas; cuando quiere besarme, silba” (Ocampo y Wilcock 1956, 39).

 Con un exagerado tono poético aparece otro tópico que desarrollan los dos autores en su literatura: la soledad. En medio de un monólogo exageradamente poético, Papiniano lee un texto que implica reivindicación de la soledad cuando permite la lectura: “Endeble es el destino de los hombres que no mandan ejércitos; y variable su suerte si esperar el favor de los gobiernos. Más breve que la flor que dura un día y al otro se marchita, más que el paso de un ave sobre el árbol, o el viento inútil que nos roza, en el labio de un rey cuando promete, la mano distraída del poderoso cuando nos sostiene, y sus adoradores son tan crédulos que sueñan ser señores y son siervos. Feliz, feliz tan sólo quien vive retirado entre sus libros, y con su moderada educación y un poco de dinero se satisface, amando y contemplando” (Ocampo y Wilcock 1956, 39).

Basiano también reivindica la soledad expresando su deseo de encontrarla, pero no pudiendo: “No lloro. Estoy intoxicado. Busco la soledad y no la encuentro. No me dejan comer tranquilo; ni los muertos se callan. ¿Escuchás esos ruidos? No son pasos, son saltos” (Ocampo y Wilcock 1956, 69).

El tono poético que se encuentra marcado desde el prólogo con el diálogo de las Euménides se mantiene hasta el final de la obra que se cierra con un diálogo en el que todos los personajes hablan a través de figuras retóricas, como lo que le dice Macrino a Julia: “¿Qué significan nuestras vidas? Vanas como un relámpago se desvanecen sobre el cielo de Siria inmemorable. El placer o el dolor que dan los crímenes como los combustibles más ardientes con el tiempo se tornan en cenizas” (Ocampo y Wilcock 1956, 78).

Excesivamente poético es también el extenso pasaje que Habrotono le dedica a Julia y cierra la obra antes de que el Palafrenero de la noticia de que Zafiro huyó y deja caer el hacha: “La pena asesinó tu orgullo; al fin puedo decirte: ¡Pobre Julia! Estás tiste y las cintas de tu falda se han manchado con sangre y tu peinado desobediente se deshace como si hubieras caminado al borde de una playa desierta en el verano cuando oscurece el cielo un huracán. Como si atravesaras un paisaje de hielo entre rectángulos y círculos ya transformada en nieve, muy lejana, en nieve sola, en nieve silenciosa. Es la primera vez hoy, que me escuchas y por eso no acuden a mi boca las frases que te había dedicado mi existencia de insecto laborioso. Tu blancura de mármol me recuerda la escalinata de los monumentos donde Diana se escuda entre laureles; donde brillan los últimos albores del día entre los brazos de la noche sobre el esplendor lúgubre de Roma como si fuéramos a repetir eternamente este momento vano” (Ocampo y Wilcock 1956, 79).

Los elementos cómicos de la obra pueden pasar desapercibidos si se lee desde el prejuicio del género que se insinúa a través del tema, los personajes y la ambientación, por eso reseñas contemporáneas a su publicación la calificaron de tragedia. En la reseña “Una tragedia de Silvina Ocampo y J. R. Wilcock” se realiza una lectura alegórica de la obra y no se destaca la relevancia que la propia textualidad de la obra que más que una alegoría de los conflictos del hombre es una ironía del género: “Las Euménides dicen el prólogo en esta tragedia de Silvina Ocampo y R. Wilcock, que ha editado Losange. Prólogo del primer cuadro y a la vez de toda la pieza, pues los personajes del desorden y la venganza enuncian las premisas del sombrío pensamiento filosófico, todos los hombres son mortales, todos traidores y ambiciosos, la traición reside en la existencia humana y es esencia más que accidente o circunstancia” (R. C. de B. 1956).

Lo que se destaca en la reseña respecto de la construcción poética del texto también se pone al servicio de la lectura alegórica y no del valor literario en sí mismo: “Los Traidores es drama de personajes históricos y verosímiles. Hay musicalidad en la expresión de sus versos, de sus palabras sustantivas y esenciales. Tiene hondura cada insinuación, drama cada detalle. La metáfora sentenciosa o sentencia lírica resuelve en dos versos o en uno solo, la enunciación y respuesta. El símbolo preside los hechos trágicos; el expresionismo, las sinécdoques” (R. C. de B. 1956).

Otra reseña publicada en La prensa, también define a la obra como una tragedia, apelando no sólo a la temática sino también a la supuesta intencionalidad de los autores a la hora de escribirla: “Por ser su motivo central el encumbramiento y la caída de Caracalla y por ser un imperio la prenda sobre la que se debaten las pasiones de personajes que, con gloria o con infamia, han dejado su nombre hincado en la historia, debía ser necesariamente una tragedia el suntuoso poema dramático ´Los traidores´, recién escrito por dos poetas que con otras obras han contribuido ya al más claro decoro de nuestras letras: Silvina Ocampo y J. R. Wilcock. Fue, por otra parte, evidente intención de los autores dar a su obra porte y densidad de tragedia”

Por el contrario, en crítica publicada en Sur de Ernesto Schoo, que evidentemente siempre tuvo conciencia de los aspectos cómicos de la obra, que Wilcock se encargó de enfatizar en los ensayos cuando se intentó una puesta en escena. Lo primero que destaca Schoo es el desfasaje que hay entre el género que el formato de la obra promete y su escritura efectiva: “Este es el mundo que, intacto, transpone el arte refinado de Silvina Ocampo y J.R. Wilcock a las estrofas de Los traidores, obra que podría definirse aproximadamente como ´tragedia poética´. Y digo que la definición es aproximada porque existe una dificultad para calificarla: la concordancia sólo parcial que en ella se da entre los planos literario y dramático. De ahí que se la pueda enjuiciar desde ambos puntos de vista, y que esos juicios no sean del todo coincidentes” (Schoo 1956, 97).

Schoo atribuye ese desfasaje principalmente al ambiente onírico de la obra: “Por densa que sea la substancia trágica con que la pieza ha sido elaborada, resulta que los crímenes, las conspiraciones, las falacias, todo transcurre como en un sueño, como movido por un impulso lírico tan potente que impide la formación del pozo sombrío de aquella sustancia” (Schoo 1956, 97). La cualidad que más destaca esta crítica es el humor dado por la ironía del texto: “Otra cualidad, para mí principalísima, de Los traidores, es su buen humor, esa veta de fina ironía que recorre el diálogo y que aflora de pronto con brillo, cuando Alejandro dice a Basiano, sugiriéndole el asesinato de Publio: ´Matarlo no sería molestarlo. / ¿Qué mal hay en morir cuando uno sobra?´, o cuando Augusta exclama, escuchando una conversación de Julia con sus dos hijos: ´¡Qué hermoso es tener hijos y quererlos! / ¡Oh venerable hipocresía!´. Es verdaderamente mágica la atmósfera que han logrado suscitar los poetas en esta su primera obra teatral” (Schoo 1956, 99).

La reseña de Schoo reconoce el humor que se despliega en esta obra que no puede calificarse como dramática por su dificultad para representarla en escena. La comicidad del texto genera la idea de cierta diversión que motivó el proceso de escritura de Los traidores. Viajes a Mar del Plata o a Europa, cenas permanentes en la casa de Bioy y Silvina, algunas evitando la presencia de Borges para no fastidiar a Wilcock, las traducciones en la Antología de Poesía Inglesa y la escritura de esta obra en colaboración dan cuenta de una profunda amistad literaria entre ambos autores que se refleja en la síntesis estilística de una obra más interesante por la textualidad la novedad de la colaboración entre dos autores consagrados.

Bibliografía
Bioy Casares, Adolfo (2021). Wilcock. Emecé. Argentina.
Del Carlo, Omar (1956). Reseña Los traidores. En Revista Ficción. Septiembreoctubre de 1956.
Enriquez, Mariana (2018). La hermana menor. Un relato de Silvina Ocampo. Anagrama. Argentina.
Ocampo, Silvina y Wilcock, J. R. (1956). Los traidores. Editorial Losange. Argentina.
Schoo, Ernesto (1997). Pasiones recobradas. La historia de un lector voraz. Editorial Sudamericana, Argentina.
Schoo, Ernesto (1956). Reseña Los traidores. Revista Sur. Número 243. Noviembre/Diciembre de 1956.


[1] La aparición de estos elementos descontextualizados crea un clima de desconcierto que atraviesa toda la obra: De hecho, la obra teatral en verso que Ocampo escribió en colaboración con Wilcock, Los traidores (1956), pone en escena un breve momento histórico por donde se cuela el desconcierto y la desorientación: el lapso que medió entre el gobierno de Séptimo Severo y su hijo Marco Aurelio Antonio Basiano, el temible “Caracalla”, que habría mandado envenenar a su padre para asumir el poder. La obra se centra en el momento de la transición; el tiempo parece detenido y nadie (salvo “los traidores”) sabe con certeza si Séptimo Severo está vivo o muerto. La traición, que implica la impostura, contamina la atmósfera con falsas apariencias, aspecto que insiste una y otra vez en las elecciones temáticas ocampianas y amenaza con crear un círculo vicioso incesante: “no existe en este mundo/ un amigo más noble que un hermano/ y el que sea capaz de traicionar/ a su hermano, será del mismo modo/ traicionado por todos” (Ocampo y Wilcock 1956: 22) sentencia la voz de Séptimo Severo. El palacio en el que confluyen los personajes aparece transformado en un lugar de incertidumbre, donde todos se pierden en sus propias especulaciones, y donde las versiones de lo ocurrido se van deformando al pasar de boca en boca. La propia Julia Domna, futura viuda del emperador, siente el extrañamiento de ser madre: “¿Por qué son míos estos hijos tuyos?/ ¡Quise ya tantas veces ignorarlos!/ […] Y menos que un relámpago tal vez/ duró el acto que me llevó/ dentro del laberinto/ de la maternidad” (ibid.: 25).” (García 2009, 82).

[2] Los guiños a la obra de Shakespeare cobran mayor significación si se tiene en cuenta que de manera contemporánea a la escritura de esta obra de teatro, Ocampo dirige una antología de poesía inglesa, en la que Wilcock colabora con sus traducciones y se publica el mismo año, en 1956, titulada Poetas líricos ingleses. En esa antología, Wilcock se encarga de traducir los sonetos de Shakespeare.

[3] En este sentido, también hay una similitud con la literatura de Ocampo: Como señaló César Aira (2001: 398) en su Diccionario de autores latinoamericanos, a pesar de estar rodeada de escritores, los textos ocampianos no se parecen a nada ni a nadie, son autosuficientes y su materia brota constantemente de ellos mismos. En tal sentido participa en cierto modo de características míticas, ya que Ocampo crea un mundo propio con leyes propias, en donde ciertos gérmenes narrativos apenas esbozados en un cuento aparecen luego desarrollados en toda su amplitud en otro y viceversa (“La sibila”, de La furia y “Clotilde Ifrán” de Los días de la noche, por ejemplo), a la manera de las variaciones míticas; en su mundo asimismo tienen cabida todos los registros de lo sobrenatural muchas veces asociados a actividades ancestrales características de las culturas primitivas que cultivaban mitos: magia, adivinación, profecías, oráculos, transmigraciones; por último, en el nivel de la enunciación, la crítica no dejó de señalar el distintivo uso de la primera o segunda persona, es decir, una tendencia a rechazar la omnisciencia que subraya la subjetividad de las versiones y posibilita por ello una proliferación de significados o su yuxtaposición: el valerse de reflectores y modalizadores de duda e incertidumbre instaura paulatinamente en sus textos una brecha entre lo que se cuenta y lo que verdaderamente ocurre o pudo ocurrir, reforzando de este modo el sistema de variaciones tan característico del mito” (García 2009, 80).

[4] Balderston compara “La fiesta de los enanos” de Wilcock con “Las fotografías” de Silvina Ocampo para analizar esos desplazamientos de sentidos: “Si <<La fiesta de los enanos>> presenta una mezcla de sentimientos humanos básicamente discretos, <<Las fotografías>> muestra un desplazamiento de sentimientos. Lo que quiere ser ternura se revela como egoísmo (<<>, bailada de manera grotesca en la fiesta de cumpleaños de una muchacha paralitica). El ejemplo definitivo de este desplazamiento: la ternura que todos dicen y creen sentir para con la muchacha se muestra en gestos que la niegan: por insistir en que Spirito saque un número excesivo de fotos, mortifican el espíritu y la carne de la muchacha a tal grado que acaban por matarla” (Balderston, 1983, 747).

[5] Enríquez lee la crueldad en Silvina Ocampo en clave de horror: “…´La calle Sarandí´ quizás el mejor cuento y el más aterrador de El viaje olvidado relato de una violación en primera persona, la niña víctima cuenta y su memoria está destrozada, borroneada: ´el hombre estaba detrás de mí, la sombra que proyectaba se agrandaba sobre el piso subía hasta el techo y terminaba en una cabeza chiquita envuelta en telarañas. No quise ver más nada y me encerré en el cuartito oscuro de mis dos manos´. La memoria también es el tema del cuento del título sobre una niña que quiere inútilmente recordar su nacimiento, su parto”.

[6] Aunque se trata de una obra escrita en colaboración por Wilcock y Silvina Ocampo, según los testimonios de Bioy Casares, otros autores también formaron parte del proceso de creación, incluso el mismo, como expresa en las entradas de marzo de 1954: “Jueves, 4 de marzo. [Al volver, hacia las dos de la madrugada], encuentro a Silvina levantada, trabajando con Pepe Fernández en la corrección de su pieza de teatro Los traidores. Martes, 16 de marzo. Voy a casa; están con Silvina, corrigiendo Los traidores, Pezzoni y Pepe Fernández. Come en casa Fernández. Miércoles, 19 de mayo. Resfriado, pero no enfermo. Corrijo Los traidores, la pieza de teatro de Silvina y Johnny. La encuentro muy mejorada (si la comparo con la primera lectura; entonces me pareció que correspondía a Marlowe; que no era teatral; ahora es bastante teatral y muy agradable. Viernes, 21 de mayo. Concluyo de corregir Los traidores” (Bioy Casares 2021, 64). Mariana Enríquez destaca la investigación de Montequin respecto de las correcciones de Bioy en la literatura de Silvina: “Montequin cuenta que encontró varios papeles de Silvina con sugerencias de Bioy: <<Son siempre de forma, nunca de contenido. hacía correcciones atinadas pero formales, de estilo. Algunas ella las aceptaba –después aparecen diferentes en otra versión-, pero muchas nolas tomaba. Y a él lo escandalizaban ciertos cuentos. Silvina nunca cedía ante el estupor de Bioy ante alguno de sus relatos más retorcidos>>” (Bioy, 2021, 166).

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *