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Una oda coral a David Lynch

Murió el gran David Lynch y no encontramos mejor manera de rendirle tributo que hablando de cómo sus películas transformaron nuestra experiencia cinéfila y, sobre todo, humana.

Blue Velvet (1986)

Tras la reciente y triste partida del icónico director David Lynch, se detona inmediatamente en nosotros, sus admiradores, el deseo de revisitar sus películas emblemáticas, aquellas que marcaron profundamente nuestra cinefilia. Siendo Blue Velvet, en mi caso, la que impactó de forma más violenta, desde la secuencia en la que una oreja perdida y carcomida por las hormigas se convierte en el centro de atención. Su peculiar relato, lleno de excentricidades, despertó por completo mi curiosidad y me sumergió en un mundo totalmente inesperado, aquel ideado por una mente ágil y provocadora. Es así como a través de la combinación de géneros cinematográficos y tonos narrativos, Lynch nos regala a la vez un filme de suspenso, cine negro y surrealismo que nos ahoga en el limbo de sus sueños y pesadillas.
Los pasajes de la historia nos sitúan en un pueblo suburbano de Estados Unidos, con casas coloreadas en tonos pasteles, alineadas en aparente perfección y tranquilidad. Es en las noches cuando emerge lo siniestro, cuando se hacen presentes los sucesos más sórdidos y oscuros, en los que el vouyerismo, los abusos y las pulsiones sexuales de los personajes aparecen para develar el lado turbio de sus mentes dislocadas. Lo funesto se revela en forma de luces neones y cabarets de mala muerte, especialmente en las notas de una música dolorosa y melancólica en voz de una cantante (Isabela Rosellini), que ha sido sometida, amenazada por un mafioso sin escrúpulos (Dennis Hopper), y a la vez espiada constantemente por un joven pasmado por su belleza, que se esconde para observarla desde la rejilla de su armario (Kyle MacLaclan). Indiscutiblemente, todos estos elementos hacen de Blue Velvet una experiencia intensa y perturbadora, que consigue maximizar nuestras emociones, que van desde el puro asombro o la risa nerviosa, hasta la tensión aguda. Busca provocar en nosotros las dudas y respuestas más auténticas frente a imágenes lastimosamente bellas iluminadas de rojo y azul. Sus personajes nos hablan de los vicios de la sociedad y su degradación, además de desnudar, en cierto modo, la naturaleza más instintiva del ser humano.  En definitiva, el valioso legado cinematográfico de David Lynch nos permite ahondar en terrenos desconocidos que, aunque a veces nos incomodan e interpelan, sobre todo, hacen volar nuestra imaginación. Y ese, quizás, es el objetivo más puro del cine.

Mulholland Drive (2001)

Fascinante hasta el infinito, Mulholland Drive (2001) es el resultado de una de las transformaciones más curiosas en la historia del cine. Originalmente concebida como piloto para una soap opera nocturna, la televisora rechazó el proyecto, considerándolo demasiado oscuro e impenetrable para la pantalla chica. Sin embargo, el productor Alain Sarde vio su potencial y, junto a Studio Canal, le dio a David Lynch la oportunidad de convertir aquel fragmento inconcluso en una película de largometraje. Lo que nació como un proyecto truncado resurgió como una obra maestra que redefine los límites de la narrativa cinematográfica. El filme nos sumerge en un Los Ángeles onírico, donde la inocente Betty Elms (Naomi Watts, radiante de carisma en el papel que la catapultó al estrellato) llega con sueños de convertirse en actriz y se encuentra con Rita (Laura Elena Harring, tan elegante como misteriosa), una mujer amnésica a raíz de un brutal accidente de limosina, cuya identidad se convierte en el centro de una intriga hipnótica. La química entre Watts y Harring es electrizante, anclando al espectador en un relato que oscila entre el melodrama clásico y el surrealismo puro. Justin Theroux, como el idiosincrásico director de cine Adam Kesher, aporta un equilibrio perfecto entre el humor absurdo y el desespero. Lynch nos regala un universo donde las reglas tradicionales de causa y efecto se desvanecen. Es completamente inútil intentar descifrar su significado; Mulholland Drive no está diseñada para ser comprendida en términos lineales, sino para ser experimentada. Su mística revolucionaria radica en su capacidad para transformar el caos en un torrente de belleza indeleble. En este laberinto cinematográfico, Lynch nos enseña que no necesitamos viajar del punto A al punto B para disfrutar del arte. Con Betty y Rita (o Diane y Camilla) el camino mismo es el alegórico destino.

Wild At Heart (1990)


El maravilloso mago de Oz del universo lyncheano, con un Nicolas Cage rabioso y rebelde, como lo muestra su saco de serpiente, inequívoco símbolo de su libertad salvaje, un hombre que guarda Love me Tender receloso, exclusivamente para dedicársela a la mujer con la que ha de casarse. La Bruja Mala del Oeste y la Buena del Norte. Bobby Peru, interpretado magistralmente por William Defoe, un lúgubre psicópata de dientes podridos, “un gran tipo”, como asegura… ¿Bunbury?, sí, en su bizarro homenaje hecho canción. Laura Dern, tan rubia como siempre, víctima triunfante en este mundo de pesadillas, la mujer de fuego que incendia los créditos iniciales, icónicos. La Palma de Oro polémica en Cannes. Otra de las carreteras inolvidables de Lynch; su gran fascinación por explorar el género del road trip americano. El Ford Thunderbird descapotable que ruge sensualidad como lo hacen sus dos pasajeros. Slavoj Zizek dedicándole un análisis psicológico sobre la violencia sexual mental (más perpetua que la física). Escenas del paroxismo incómodo que solo Lynch era capaz, fetichistas, oníricamente sensuales pero perversas. Desabrocharse los cinturones para sentir, y saber, que lo más tétrico de la trama no son las fantasías, sino todo lo real, que el mundo puede ser, cada vez que quiere, el infierno terrenal. Y una historia de amor clásica, de juventud entregada, del bien triunfado sobre el mal, de la visión que buscaba un director decidido a crear su propio legado. 

Lost Highway (1997)

Aún recuerdo la primera vez que vi a Patricia Arquette soltándose la cabellera plateada y cobijada por la voz de un Lou Reed que canta (o, más bien, recita) This Magic Moment. Esa canción se quedó conmigo, tal y como se quedó también la frase que suelta Bill Pullman a los pocos minutos de la película después de que le preguntan si tiene alguna videocámara en su casa: no, me gusta recordar las cosas a mi modo. Entendí que al cine de David Lynch no había muchas veces que entenderlo; había que sentirlo. Cuando comprendí cuál era la historia de Lost Highway una vez rearmadas todas las piezas del rompecabezas que Lynch entrega en absoluto desorden, el impacto fue bastante menor al hecho de vivirla sin comprender qué estaba viendo. Hay un subtexto, sin embargo, entre esta idea y la canción que canta Lou Reed. This Magic Moment es una canción romántica, incluso melosa, de los años sesenta; la interpretaba Ben E. King en su periplo con The Drifters. Tenía la grandeza de una orquesta, el coro y cierta sensualidad. ¿Qué hizo Lou Reed? La convirtió en otra cosa. La convirtió en algo diametralmente opuesto: en una canción inquietante, oscura, donde el componente mágico que en el caso de King y los Drifters claramente es la compañía de la mujer en cuestión o, en todo caso, el amor, acá es otra cosa. Se parece más a la obsesión que al amor. Se parece más al acoso que a la conquista. Se tuerce: adquiere otra dimensión. Es, evidentemente, un elemento indisociable del cine lyncheano: así como Lynch transforma la realidad en otra cosa y aprovecha el espectro de los sueños para mover en él sus relatos, Reed toma la canción de los Drifters y, con pura voz y una melodía distorsionada, la altera por completo. Todo recuerdo pertenece al pasado; está empolvado. Ha adquirido otra cara: no es lo mismo que vivimos; el tiempo otorga a los recuerdos ciertas propiedades. El presente está permanentemente destinado a convertirse en pasado de manera continua. Somos pasado, en todo caso. Somos el recuerdo empolvado. Somos Bill Pullman, aún sin saberlo, aún sin darnos cuenta, recordando las cosas a su modo.

Inland Empire (2006)

A comparación del glamour de Los Ángeles o San Francisco, Inland Empire es una región marginal del sureste del estado de California, una zona menos afortunada, el traspatio del sueño americano. Siguiendo la estela de la pesadilla onírica que significó su Mullholand Drive (2001), David Lynch ahonda en Inland Empire (2006) hacia la parte más obscura del subconsciente, tomando el cine digital cual lienzo para plasmar la abstracción de sus ideas más retorcidas, como el horror de perderse dentro de uno mismo. En un entorno plagado de angustia y sueños rotos, una actriz (Laura Dern) experimenta un peculiar viaje sin retorno, detonado por el nacimiento del mal en un reflejo; se trata de un recorrido por los distintos niveles de consciencia de la protagonista: habrá un desengaño amoroso, culpa, deseo y las consecuencias de las decisiones que se van tomando, donde el subconsciente emerge como una prisión imposible de evadir. La manera en la que Lynch concibió la película es alucinante: “Es falso que rodara Inland Empire sin guion […] escribí una escena, y la rodé. Estaba fascinado por la tecnología digital y la facilidad que permitía a la hora de rodar. Cuando se me ocurrió otra, que no tenía nada que ver con la anterior, la escribí y la rodamos. Y así hasta que tenía cuatro, totalmente inconexas. Pero de pronto di con una idea que las vinculaba a todas ellas, y entonces escribí el guion de la película, a partir de esa idea”. En este extraño híbrido de cine experimental y suspenso psicológico, David Lynch se dio vuelo con primeros planos cargados de expresionismo, un poderoso manejo de la luz y la composición de la música, amalgamando sonido envolvente y distorsionado, lo que provoca tensión en la audiencia. Según el propio realizador, Inland Empire se filmó durante 2004 en locaciones polacas, con un elenco que incluía a Laura Dern, Justin Theroux, Harry Dean Stanton y Jeremy Irons, un filme que a posteriori terminaría siendo su último largometraje rodado. Multifacético, Lynch siguió con los años presente en la pintura, componiendo música y filmando cortometrajes, además de dirigir el regreso a la serie de culto Twin Peaks: The Return (2017) y aparecer como John Ford en The Fabelmans (2022) de Steven Spielberg. Hoy que ha partido al más allá, David Lynch deja en los 180 minutos de Inland Empire un surreal compendio de sus obsesiones y un esbozo de su insólito proceso creativo. “Eso es lo que verdad me importa de las películas a mí: ir a mundos cada vez más extraños”, dijo el genio en alguna ocasión. No habrá otro director capaz de crear atmósferas tan inquietantes, personajes así de exóticos y psiques indescifrables. Lynch, el único con el tino de fusionar en su arte el amor por el surrealismo, la literatura de Kafka, la obra de Francis Bacon, Oskar Kokoschka, y el cine de Fellini y Kubrick, creando un universo propio, inimitable.

Eraserhead (1977)

Recuerdo haber visto Eraserhead (1977) de David Lynch por primera vez con mi amigo Enrique Sevilla en su departamento universitario de Mixcoac. A la cita acudió también, puntual, Luis Manzano. Debió ser el segundo semestre de la licenciatura cuando descubrí por fin una película de terror que se alejaba de los tópicos que, hasta ese momento, consideraba inherentes al género: cuchilladas, sustos repentinos, cubetadas de sangre, seres sobrenaturales. Si pudiera elegir imágenes para ilustrar la palabra “unheimlich” (siniestro) probablemente mi inclinaría por esta cinta. En la ciudad reluciente, ordenada y limpia, Lynch inocula otra realidad conformada de asentamientos erizados de alambres de espinos, torres eléctricas y cuchitriles con ventanas rotas que resguardan a seres grotescos, hostiles, anónimos. El blanco y negro de la fotografía y los ruidos industriales vuelven insoportables las alucinaciones. En esta pesadilla no hay lugares estables ni arraigados –iglesias, cruces de términos, castillos–; la cuna esconde a un feto desollado; la sala de los padres está atravesada por tuberías; el desván de la infancia, repleto de cabezas decapitadas para procesarse como gomas para lápices (un-heimlich). En esta sórdida distopía, Henry, el protagonista, acude a una cena con la familia de su novia para contemplar cómo la abuela sufre un trance mientras el pollo cocido, dispuesto en un platón, mueve las patas y expulsa sangre (“I just cut them up like regular chickens?”) y, en otra secuencia, descubre (o imagina) en un radiador de su habitación, envuelta en una semipenumbra y acompañada de la melodía de una cajita musical, a una chica de rostro lunar, pómulos hinchados, vestida con un satén, prometiendo, mientras pisotea espermatozoides que, al llegar al cielo, el protagonista conseguirá finalmente todo lo que quiera (un-heimlich). No recuerdo con qué ánimo regrese a casa (Heim) aquella noche. ¿Aterrado, maravillado? La nostalgia me traiciona, me impide reconstruir los pasillos semialumbrados, el piso de parqué, la vista de la ciudad desde aquel departamento de Mixcoac. El espacio se deshace, dejándome apenas la silueta del actor Jack Nance caminando en un vertedero, un personaje horriblemente quemado sentado junto a una ventana estrellada, Henry apuñalando al niño con unas tijeras y provocando que un líquido viscoso llene la habitación. Hace unos días, antes de recibir la noticia de la muerte del director estadounidense, pensé en regresar al edificio donde vi la película por primera vez. Desde el segundo piso del Periférico, el lugar me pareció igual al que recordaba entre brumas: sobrevivía entre nuevas estructuras horrendas y anuncios espectaculares. Una tormenta se gestaba en la cima y abandoné la idea. Ahora escribo para retener esas impresiones, conseguir que algo sobreviva… da igual qué. Finalmente, también la ciudad de Eraserhead es parte de mi memoria. 

The Straight Story (1999)

Con el riesgo de no ser asumido como un verdadero adepto lyncheano por la policía cinéfila, me propuse a hablar sobre la conmovedora The Straight Story, casi por unanimidad considerada como la cinta menos lyncheana del corpus fílmico del maestro. La historia, haciendo gala de su título, está en las antípodas de la grandilocuencia: un octogenario, magistralmente interpretado por Richard Farnsworth, decide viajar 400 kilómetros de Iowa a Wisconsin en una máquina cortacésped John Deere para visitar a su hermano, quien acaba de sufrir un infarto. La película está basada en la historia real de Alvin Straight, un veterano de la Segunda Guerra Mundial oriundo de Montana. Durante su periplo, Alvin, quien encima tiene que lidiar con un enfisema pulmonar, la pérdida parcial de la vista, la muerte de su esposa y la discapacidad intelectual de su hija, va dejando agudísimas reflexiones sobre el cruel e inexorable paso del tiempo y las relaciones entre hermanos con todo tipo de personajes variopintos: una autoestopista, una familia de las grandes llanuras, unos gemelos excéntricos, un coetáneo con el que comparte cicatrices de guerra, un cantinero, un grupo de ciclistas y un párroco. Concediendo que en la película no están presentes algunos de los atributos que lo sacralizaron como uno de los cineastas más arriesgados de su generación —el surrealismo y el onirismo, por ejemplo—, la idea de subvertir la típica construcción de una road movie en medio de los relucientes trigales del Midwest americano mediante silencios prolongados, una bellísima banda sonora y gestos a los que solo puede acceder un cineasta en estado de gracia, me parece un auténtico milagro cinematográfico. Me juego todo a que cuando termina la película, todos queremos ser un poco Alvin Straight: sombrero vaquero innegociable, ojos acuosos e indefectiblemente celestes y la dicha de posarse bajo las estrellas y decir: lo hice exactamente a mi manera.