Foto: Pixabay

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Variación en C

La ciudad se disputa con el cielo la atención de los caminantes nocturnos. Me toman a la mitad de su duelo, como su mediador, cuando abandono una sala de cine tras una sesión nostálgica con Kurt Russell y entonces reconozco que los cerros, tan lejos, tan negros, parecen la bóveda nocturna original y las bombillas distantes sobre sus hombros las estrellas inmaculadas.

Cruzando a pie la calle de un camellón con flores amarillas, luego de unos minutos de andar, escucho el agudo entrevero de dos canes que se desafían a muerte. Los diviso junto al zócalo pétreo que rodea un zaguán inmenso. El uno, cobarde, desuella al otro, cinco veces menor.

Anegado por una piedad insospechada, con un terrón del tamaño de un corazón provoco la huida del asesino y abrigo al sangrante entre mi chaqueta.

Sé a cuántas cuadras encontrar el departamento del zoólogo Cázares, quien por nobleza le devolvió la vida a mi lebrel, hace tres años, y se la quitó por razones iguales a mi cocker, hace siete, y calculo menos de diez minutos si aprieto la marcha.

Magullado el cráneo, negra la sangre por el efecto opaco de las 23 horas, veo que uno de los globos oculares, amorfo y fuera de órbita, parece haberse desprendido de su cuenca. No logro distinguir la raza del perro tras la ojeada, así que vuelvo a enrrollarlo para que, si muere, no sea de frío.

Luego de haberme montado sobre un cruce peatonal, tan largo como impenetrable, me aborda la sed maldita que sucede al refresco de toronja y las palomitas de maíz.

Frente a las rejas blancas de una abarrotería, en la penumbra, donde destapé ligeramente a mi protegido porque chillaba, acaso por el olor a orines de sus iguales, la niña que atiende desde adentro me dice que eso no es un perro. 

Por no discutir ante lo irrazonable, lo mismo, por confiar en la ambigüedad que brindan las sombras, no miro.  

Descarto la posibilidad de que se trate de otra especie y arguyo los trances de la fantasía infantil. Cuando mi travesía quebró el círculo perfecto de un halo de luz callejera, no obstante, no atendí al color de la sangre que había manchado mi chamarra. Entonces un desahuciado y ebrio se burla de mí; dice que me he meado encima de mi chamarra; que mi orina parece gasolina.

Lo esquivé. Por beodo, lo ignoré. Tuve miedo.

En el portón del edificio del médico Cázares, el bulto entre mis manos se retuerce como una larva. Es montado sobre el elevador donde distingo la tinta verde, entonces sí, la chamarra ahora bicolor.

Según mi muñeca, el reloj sobre el sofá de terciopelo azul yerra por un minuto. El primero marca las doce. Cázares se lleva el bulto al cuarto con olor a alcohol y formol.

Se escucha inmediatamente un forcejeo. Cázares invoca a un santo. Inquieto por la inverosimilitud, por el tamaño de la criatura, destrabo la cerradura.

Cazáres, lívido como la luna, empuña un bisturí. Bajo la plancha de metal, yace el finalmente muerto, envuelto en mucosa verde: su sangre. 

La niña tenía razón.

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