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Editorial

Wilma Rudolph: Gacela en medio de la selva (I)

Comparados con el sol,
aquí todos los fuegos
son breves, cosa de aficionados.

Louise Glück

El mundo se encontraba en llamas cuando nació. Estados Unidos entraría pronto en la Segunda Guerra Mundial y se reponía de una profunda recesión económica que sumió en la pobreza y el desempleo a millones de familias en toda la Unión Americana, sobre todo en las grandes ciudades. Las mujeres estadunidenses habían entrado de lleno en la fuerza laboral de un país deprimido y altamente peligroso. La niña que conquistaría el olivo olímpico, y quien se convertiría en un símbolo de la lucha por la igualdad racial entre negros y blancos, nació en San Bethleham, Tennessee, el 23 de junio de 1940, una zona rural que representaba muy bien la segregación y la orfandad social en la que se encontraba la raza negra en la América profunda que tanto fascinó a Mark Twain. Nadie escogerá —nunca— en donde nacerá y en donde yacerá durante el último suspiro. Si a Wilma le hubieran dado a elegir habría elegido otra casa y otras condiciones, más habitables y más prósperas para realizar sus metas. Quizá no; se hubiera aferrado al desafío una y otra vez. El destino, quiérase o no, comienza desde la familia, es más: desde el origen de esa futura familia, con los peligros que acarrea semejante convención social, de la que muchos quieren escapar —sin éxito— lo antes posible.

Wilma fue la hija 20 de un matrimonio que tuvo en total 22 descendientes. El relato apenas se asoma por la ventana. Después de todo hay niños que crecen en familias igual de numerosas y menesterosas en todos los lugares del mundo. Más en países de escaso desarrollo económico como muchos de Centroamérica y el África subsahariana. Eso no quiere decir que aquel Estados Unidos fuera especialmente boyante o próspero. El crash de la bolsa había deprimido la esperanza de una generación de estadunidenses que hacía lo posible para sobrellevar los amargos recuerdos de la Gran Guerra y las promesas del New Deal de Roosvelt. Para las mujeres aquellos fueron años largos y pastosos, como paneos en cámara lenta. Las niñas suelen pasar peores ratos que los niños en los primeros años de su existencia en casi todo el mundo. Luego suelen ser más resistentes que los hombres en la pubertad, la juventud y la vejez, a la que llegan más firmes que ellos. El caso de Rudolph es un buen ejemplo de esa implacable voluntad de la Naturaleza.

Aquí comienza una de las biografías más extraordinarias en la historia del olimpismo y del deporte modernos.

Las deplorables condiciones de asistencia social en aquellos años de antes de la Guerra produjeron una alta incidencia en enfermedades crónicas en uno de los países más desarrollados de la era industrial. Entre esas patologías se encontraba la ahora casi desaparecida poliomelitis, que afecta, principalmente, la movilidad de las piernas de sus víctimas. Mal muy contagioso que afecta, sobre todo, al sistema nervioso central. Afortunadamente las campañas de vacunación han reducido el número de pacientes a niveles mínimos. Wilma fue una de sus más famosas presas; gacela en medio de la selva. La adversidad no terminó allí. Además, sufrió dos veces neumonía y fiebre escarlatina. Los doctores no daban crédito a tan desalentador diagnóstico. Muchos males para un solo cuerpo. La numerosa familia tuvo un reto por delante: ayudar a que la pequeña pudiera mover, poco a poco, su pierna izquierda. Las hermanas, los hermanos y la madre se comprometieron a darle masajes durante lastimosos meses. La fortuna hizo que pudiera hacerse de una abrazadera ortopédica para que su recuperación fuera menos tormentosa. No fue, como pude verse, una infancia feliz la de Rudolph. Pero el alma atlética encuentra, siempre, maneras de imponerse al torrente de la pista y el campo. De volver a su origen, a su despertar. La mística Margarita Porete promovió al comienzo del siglo XIV la búsqueda de una paz que se salve por la fe de sus obras. Un alma que encuentre solamente en el amor: ¿Y quién dará a esta alma lo que le falta si es cosa que nunca fue ni será dada?  La respuesta la da el…amor, ese tren de la perseverancia y la consistencia. El amor a uno mismo.

El corazón deportivo es recipiente de pasión en el que suelen encontrarse, como vecinos de barrio, la voluntad y el espíritu. Pocos —incluidos los médicos— creyeron que Wilma Rudolph pudiera volver a caminar de manera normal en el resto de su vida. Mucho menos esperaban que pudiera correr o practicar cualquier deporte. La tenacidad es un arma contra el azar. Poco a poco la niña logró dar sus primeros pasos sin tambalearse. Tomó confianza y caminó sin grandes esfuerzos. Siempre, como en los poemas de Emily Dickinson, hay un destello de luz, una ventana que mira hacia adentro como sucede con los cercanos versos, esos que se llevan en la piel como pergaminos, como huellas. Una motivación extraña para ella fue el baloncesto, al que solían jugar sus hermanos en una cancha cercana a su casa. Después de mucho empeño logró incluirse en uno de esos equipos vecinales comunes en aquel Tennessee semiurbano.

Cuál sería la sorpresa de su madre cuando una vez que regresaba a casa con la despensa para la comida la encontró dominando la pelota y sin el riguroso soporte ortopédico ordenado por los médicos. Sí, era cierto: su hija jugaba al baloncesto con la misma frescura que los demás integrantes del equipo. Los milagros no son otra cosa que un sueño cumplido entre la esperanza y la fe: la conversión de la doctrina en revelación, como escribiría Stefan Zwieg sobre el poder curativo de Mary Baker Eddy, aquella obsesiva enferma que descubrió en el dolor las fuentes de su sanación y fundó una iglesia nueva “como prominente torre de fragosas campanas”.

La fantástica historia de Wilma Rudolph apenas comienza…

Los miles de muertos que dejó la guerra en la armada y en el ejército estadunidenses provocaron el auge de niños y jóvenes huérfanos. Las madres jugaron un papel vital en la reconstrucción de la vida social y cultural del país. La figura paterna fue perdiendo importancia en la estructura familiar, el héroe deportivo jugaría un papel fundamental en el imaginario sociológico de los estadunidenses durante el resto del siglo XX. Nació, en un tris, la juventud. Serían esos muchachos los que darán empuje a la industria deportiva, sostenida, principalmente, por la enorme y sólida red de universidades públicas y privadas, que a fuerza de insistencia tuvieron que abrir sus matrículas a muchachas salidas de los bachilleratos. Días de jazz en los que las voces de Etta Jones y Sarah Vaughan revelaban otro informe de las estrellas. 

Otra circunstancia especial para el desarrollo atlético de Wilma Rudolph fue el arribo de la raza negra a la estructura deportiva estadunidense. Cuando cumplió 16 años, después de una asombrosa carrera colegial, logró incluirse en el equipo que representaría a Estados Unidos en la pista y el campo de los Juegos Olímpicos de Melbourne 56, en los que la Unión Soviética dejó en claro que competiría con todo su poder de Estado contra “el amigo americano” por la supremacía del cuadro de medallas. Después de su debut en el programa olímpico en Helsinki 52, la URSS venció —efectivamente— a Estados Unidos en la cosecha de preseas en Australia: 37 oros, contra 32 de sus rivales capitalistas. La mayoría de esos triunfos fueron conseguidas en las disciplinas femeninas de la gimnasia y la natación. La batalla por el atletismo estaba por comenzar… 

En 1947 Jackie Robinson se convirtió en el primer pelotero negro en las Grandes Ligas del beisbol con el Dodgers de Brooklyn. Los deportistas de color estaban por darle la vuelta a la tortilla en la lucha civil. En ese año del 56 el equipo varonil de baloncesto de Estados Unidos incluyó a la primera gran estrella negra de la NBA: Oscar Robertson. Atenea —protectora de la gallardía y de la contienda— acompañaba silenciosamente a Wilma en su camino triunfal con rumbo a la Isla de los Bienaventurados.   

La niña que superó la polio y la fiebre reumática, la increíble muchacha de Tennessee, fue derrotada —otra vez la vida y sus exámenes— en la primera ronda de los 200 metros planos. Rudolph tenía, sin embargo, algo que contarle al mundo. En esos mismos juegos fue incluida en la lista de cuatro atletas que concursarían en el relevo 4X100 metros en la parte final del programa del atletismo. Mae Faggs, Margaret Mattews e Isabell Daniels compartieron el reparto de aquella puesta en escena. El 1 de diciembre de 1956, en el Estadio Olímpico de Melbourne, Rudolph recibió la primera recompensa a su entereza espiritual y física. Hasta esa edición de las Magnas Justas, las estadunidenses habían ganado solamente tres oros en la disciplina. En esta ocasión no eran, a ciencia cierta, favoritas para aparecer en el podio. Wilma fue la tercera en el relevo. Ante un gran equipo australiano y otro británico, las americanas debían pelear por el tercer lugar nada menos que contra las soviéticas en plena Guerra Fría. Rudolph no sabía, o no estaba interesada, del macabro juego político de las potencias. Fue una carrera intensa que exigió un extraordinario esfuerzo mental y físico a todas las competidoras. En el equipo británico se encontraba Ann Pashley, quien después tendría una exitosa carrera como mezzo-soprano; una voz de ángel que volaba sobre los spikes. Wilma imprimió todo su tesón para conseguir que su equipo venciera al soviético por unas décimas de segundo. Estaba en el podio. Lucía la medalla de bronce. Dice, atinadamente, Lichtenberg: sobre nada se juzga con tanta ligereza como sobre el carácter de la persona y, sin embrago, en nada se debería proceder con más cautela. “Nunca se tiene menos en cuenta el conjunto, a pesar de que determina el carácter, como en este caso. Siempre he observado que los llamados enfermos ganan y los sanos pierden”.

Todo parece cobrar sentido.

Después de los juegos de Melbourne, Rudolph se incorporó al equipo de basquetbol de su Universidad, la Estatal de Tennessee, en el que logró ser una pieza vital, por su dinamismo y rapidez de reflejos. Cuando llegaron las clasificaciones olímpicas para los juegos de Roma ya se había convertido en la mujer más rápida de la nación. Al mismo tiempo que Rudolph lograba su inclusión en el equipo de atletismo, otro grande del deporte del siglo XX lograba instalarse en la delegación de boxeo, Cassius Marcelius Clay, un bisnieto de esclavistas del Sur que batalló en la invasión a México. Wilma fue inscrita en los 100, los 200 metros y el 4X100. Lejos quedaron aquellos años difíciles de la neumonía. Era una de las grandes promesas humanas contra el tiempo. En 1956, la australiana Elizabeth, Betty, Cuberth corrió el hectómetro en 11.5 segundos, el mismo récord establecido por otra de las grandes atletas del olimpismo: la holandesa Fanny Blankers-Koen, la Mamá Voladora que se hizo de cuatro oros en Londres 48. Wilma Rudolph, como todos los grandes atletas, no competía contra las demás. Lo hacía contra sí misma, contra lo que se decía, y contra lo que oraba para sí misma. Un verso de Dickinson ayudaría a acercarse lo más posible a ese trance místico: “Nunca he hablado con Dios, ni he visitado el cielo, pero tan cierta estoy de su lugar, como si tuviera la contraseña”.

El 2 de septiembre de 1960, el Estadio Olímpico de Roma, observó el milagro: Wilma establecía una nueva marca mundial con 11 segundos flat para adueñarse de la Niké de la victoria. Pocos daban razón a lo que veían: la muchacha de una zona rural de la lejana América, que había padecido pobreza y problemas de salud, era, en efecto, la mujer más rápida de la historia del atletismo. Tres días después, en el mismo Olímpico de Roma, Rudolph ganó la medalla de oro en los 200 metros y el 8, junto con Martha Hudson, Lucinda Williams y Barbara Jones, se impuso en el relevo 4X100 con 44.5, que empataba el récord mundial de la disciplina. Como la de Edith Stein, el alma de Wilma Rudolph fue incapaz de consentir cualquier tipo de cobardía, ninguna traición ante la verdad en la que se cree libremente.

Cassius Clay, otro símbolo del deporte mundial, ganó en los Juegos de Roma la medalla de oro en la categoría de los semipesados. Presea que tiraría al río Ohio en respuesta a un desplante racista de un restaurante de hamburguesa al que intentó ingresar después de su triunfo olímpico y en el cual se negaron a servirle. Clay cambiaría de religión y sería suspendido del deporte profesional por negarse a combatir en Vietnam. Otro de los atributos que observaban los griegos en Atenea era la prudencia, Rudolph y Ali (hijos de la mente y el consejo) se dieron cuenta, pronto, que la avalancha por la igualdad racial necesitaba paciencia y serenidad. Lo suyo fue trabajar en lo suyo.

Con sus triunfos, el deporte —y después la cultura— estadunidense sufría una alentadora transformación. Los atletas de raza negra se convertían, poco a poco, en los grandes estandartes de esta actividad. Afuera, en las calles de Chicago, de Nueva York y la capital, Washington DC, las turbulencias sociales se incrementaban. Rosa Parks, Malcom X, Martín Luther King eran los personajes centrales de uno de los movimientos sociales más interesantes del siglo XX: la lucha por los derechos civiles. También los músicos jugarían un papel preponderante en esa protesta sin la que se podrían entender las figuras del tenis como Arthur Ashe, del basquetbol como Michael Jordan, o la gimnasia como Simone Biles. El homicidio del presidente John F. Kennedy, quien había escuchado las quejas de los líderes del movimiento, intensificó el conflicto. A final de los 60 los crímenes de King y del hermano del exmandatario, Robert F. Kennedy, pusieron a Estados Unidos en una crisis inédita.

Rudolph se retiró del atletismo a los 22 años. Decidió ya no competir en los Juegos de Tokio. En el mismo año de la muerte de John F. Kennedy fue elegida como embajadora de Estados Unidos en el Oeste africano. Se había casado con un profesor de atletismo de Carolina del Norte, William Ward. Además de su activismo en Senegal en favor de los más desprotegidos, Wilma participó en las protestas en su ciudad natal en favor de la igualdad racial. Protestó contra los restaurantes que se negaban a servir platillos a los afroamericanos. Encabezó movimiento y organizaciones sociales en favor de la práctica del deporte entre las comunidades más pobres de Estados Unidos.

El 12 de noviembre de 1994, poco después de la muerte de su madre, la deteriorada salud de Wilma Rudolph se vino abajo. Se le había diagnosticado cáncer de cerebro (Atenea, hija de la cabeza de Zeus).  Ella, que había sido todo un pulmón, se enfrentó con la gran revelación homérica: ante lo sublime, el silencio. Ese día su familia anunció que había fallecido en su casa de Nashville, Tennessee. Tenía apenas 54 años. Ese día murió la primera atleta estadunidense en ganar tres medallas olímpicas en los mismos juegos.

Dos años después, el Comité Olímpico Internacional devolvió la medalla de oro de Roma 60 a Muhammad Ali, el encargado de encender el pebetero de los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996. Cuando le preguntaron sobre qué base se puede fundar la certeza filosófica, Edith Stein respondió rotundamente: en la certeza de la fe. Wilma Rudolph hizo de la fe un atletismo filosófico. Remataría Nietzsche: “Las rejas solamente sirven para los que no saben volar”.

Wilma Rudolph: Gacela en medio de la selva (I) es la primera entrega de una serie de textos escritos por el autor rumbo a los Juegos Olímpicos de Tokio.

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