Y sí, sí resultó complicado más de una vez. Sobre todo, en la edad adulta, cuando ya conducía y en especial si ocurría en un día laboral y tenía que ser muy preciso para llegar, un par de minutos podrían ser la diferencia entre permanecer en un cine o en un Sanborns de manera involuntaria por un par de horas. Ante la imposibilidad de llegar a casa, más de una ocasión tuve que abortar la misión para detenerme “gustosamente” a tomar un café o dos, para consumir tiempo, mientras el tránsito generado por los aficionados que abandonaban al estadio disminuía, agravado -siempre hay que decirlo -por la pericia de los oficiales de tránsito que prohibían el ingreso a las calles que circundan al “coloso”. Eso era vivir frente al Azteca.
Pero no todo fue una desventaja, además de enterarme de los goles que sucedía, escuchar a U2 y Michael Jackson en vivo desde mi cama, la mañana del 20 de mayo de 1983, cuando me alistaba para acudir a la escuela, escuché a Joao Havelange, el entonces presidente de la FIFA, leer una tarjeta que decía – palabras más, palabras menos –“el XIII Campeonato Mundial de Futbol será organizado por la Federación Mexicana de Futbol…”. La sensación de felicidad instantánea llegó a mí, algo semejante a un beso. Lo primero que hice fue mirar a través de la ventana la gigantesca estructura de cemento que aún dormía impasible y ponerme pensar (soñar) que tan sólo tres años después tendría el mejor fútbol a unos pasos de mi casa.
La previa
Por primera vez en años no seríamos eliminados antes de iniciar el torneo, ni sufriríamos el calvario de las eliminatorias nuevamente. Calificamos por obra y gracia de Guillermo Cañedo, el mexicano entonces vicepresidente del máximo órgano futbolístico del planeta. Pero el camino no sería del todo liso en todos los aspectos. La recuperación de la estima es un proceso largo y somos un país que tiene una memoria muy corta o simplemente no la tiene. Un sábado de febrero de 1984, Paolo Rossi, cerca de cobrar su jubilación nos endilgó tres ‘pepinos’ en el Estadio Nacional de Roma, en un juego amistoso. 5-0 marcador final. Bora Milutinovic sólo acertó a decir que preparaba un equipo para el ’86, no para el ’84. Otro golpe para la autoestima nacional. ¿Éramos tan malos? ¿Qué pasaría en el mundial? Dudas válidas que resonaban en mi interior. No había certeza alguna de que íbamos a poder competir, a pesar que a mis casi 13 años podía ser objeto de falsas ilusiones y jugadores inflados, la derrota con Italia nos ponía en nuestro sitio.
La cercanía, no sólo con el estadio, sino también del lugar de entrenamiento y concentración (donde pasarían un año juntos con la finalidad de convertirse en un auténtico equipo), el llamado “Centro de Capacitación” -donde bien lo dijo el periodista Manuel Seyde “no se capacita a nadie” -me permitió durante el verano de 1985 acudir a los entrenamientos con frecuencia. Aquel periodo post-exámenes finales, mientras se desarrollaba el cuadrangular “México’85” entre México, Alemania, Italia e Inglaterra, fue terreno fértil para entretenerme jugando “tiros” (pared y disparo a gol) y series de penaltis con mi hermano. El único problema era que lo hacíamos en el estacionamiento del condominio y los coches aparcados limitaban tanto el juego. Esto derivaba en otro escollo: debía ser jugado con una pelota de plástico marca Salver®, ya que las abolladuras y cristalazos a dichos autos podrían causar un grave conflicto con los dueños de los mismos. El jugar con una Salver® solía ser arma de dos filos: la pelota tomaba trayectos que ni Nelinho o Roberto Carlos hubieran imaginado, o podía poncharse en cualquier tiro desviado a la derecha, dado que junto al “poste” habitaba una palmera de espinas que no reparaba en nuestra condición económica. Acudí al supermercado unas doce ocasiones a recomprar una pelota. El fin de aquel verano trajo consigo el desastre en la ciudad, aquel jueves 19 de septiembre y ese recuerdo que nunca sanará. Todo lo que ha sucedido después (2017 y 2022) ha sido sangre de la misma herida que sólo se abre para cerciorarse que no lo olvidemos jamás.
El último tramo previo a la Copa del Mundo: el sorteo, la venta de boletos, la construcción del centro de prensa; todo iba viento en popa, sumado esto al descubrimiento de la revista francesa de futbol Onze, que era para mí lo más cercano a encontrar el Santo Grial. Una entrevista a Negrete y un reportaje de la Ciudad de México en ella confirmaban que estábamos en el centro del escenario por lo que mis expectativas crecían día a día.
Llegó el último juego de preparación. Los veintidós hombres seleccionados debían dar su examen previo antes de su prueba final. Los Ángeles era la sede e Inglaterra el rival. 0-3. Sin palabras y, sobre todo, sin respuestas. El debut estaba a la vuelta de la esquina y sin duda el resultado era un golpe para la confianza de los nuestros. Fueron dos semanas llenas de zozobra y dudas en las que las secciones deportivas y los programas especiales especulaban cuál sería el futuro del combinado.
Primera mitad
¿Por qué los mundiales (y eventos deportivos) se empalmaban siempre en períodos de exámenes? Martes 3 de junio de 1986. 9:00 horas. Sentado en un pupitre (banca o como quiera usted nombrar) esperaba ansioso el reparto del examen final del día. Mi mente estaba en el debut tricolor. Bélgica y (Enzo) Scifo, la joven maravilla, nos esperaban. A las 10:30 horas estaba en casa, enfrente del coloso de Santa Úrsula. ¿Dónde dejé mi bandera? ¿Lloverá? ¿A qué hora nos vamos? El (segundo) mundial mexicano para el tricolor iniciaba y no sabía hasta dónde nos llevaría. Del partido sólo tengo pequeños trozos de recuerdos, lo mejor: la carrera que pegó (Fernando) Quirarte después de anotar el primer gol y salto que el estadio dio al momento, después del gol del rival la ansiedad hizo presa de mi ser, Pablo Larios era un ‘kamikaze’ cada salida e irradiaba poca seguridad, sin embargo, el tanteador no se volvió a mover.
El sábado a las 12:00 horas era la siguiente cita y ni la graduación de bachillerato de mi hermano el viernes por la noche iba a hacer que yo perdiera el foco en el torneo, por lo que en la primera oportunidad que tuve, después de bailar un par de canciones de OMD, Duran Duran y A-ha -bandas que dominaban la escena musical -me fui a casa a pensar y soñar el encuentro. Paraguay no era un rival sencillo y a pesar de que al minuto 3, Luis Flores marcó de cabeza, el equipo dejó de funcionar (si es que antes lo hizo) y los guaraníes reaccionaron equilibrando el marcador. Así transcurrió el juego hasta el minuto 90, donde el “central” decretó la pena máxima a nuestro favor. Lo va a fallar, pensé. Y Hugo no quiso dejar en mala posición esa intuición, disparo a media altura y sin fuerza. Sánchez Márquez nunca fue a nivel selección el gran delantero que vimos y que era. Probablemente su ego no lo dejó ver lo que requería hacer en términos del seleccionado.
Entretiempo
Examen final de física, la materia que el Ingeniero Chanona impartía, nunca fue de mis favoritas y al celebrarse en día de partido perdía aún más mi simpatía por la misma. Sin embargo, acudí puntual a mi cita al mediodía en el Azteca a presenciar un juego horroroso, donde el segundo gol de Quirarte en la Copa del Mundo fue lo único rescatable. No sabía qué esperar del duelo de octavos de final, a pesar que el rival no era de renombre, Bulgaria, no había garantía de que el funcionamiento fuera a más, pero aquel domingo, día del padre, el equipo respondió con el mejor juego que hizo en el mundial. (Manuel) Negrete con el segundo mejor gol de su vida (el primero fue con los Pumas en contra del Puebla en la liguilla del ’85) y (Raúl) Servín dieron la victoria con la que se alcanzó los cuartos de final. ¿Alemania? no importaba; mis expectativas después del juego en octavos estaban el cielo a pesar de que, tras una pésima planeación del Comité Organizador, el juego no se celebraría en el Azteca, sino en Monterrey.
Segunda mitad
El resultado de ese juego en cuartos de final lo sabemos. Bora nunca se atrevió a ganar el partido. Los penales no tienen la culpa de que los nuestros hayan sido los peores cobrados del torneo. Solamente agregar que empezaba a escribir lista interminable de oportunidades desperdiciadas para trascender en el fútbol. La tristeza se apoderó de mí y el Mundial empezaba una nueva etapa: la de mero espectador. El resto del torneo lo viví desde el sillón y en ocasiones en directo. Puedo contarles a mis hijas (o a ustedes, en su defecto) que vi jugar a (Diego) Maradona y a (Michel) Platini; fui testigo del “Gol del siglo” y “La mano de Dios”; seguí del vuelo de Valdano y la carrera que pegó (Hans-Peter) Briegel para intentar detener a (Jorge) Burruchaga. También les diré que no fui parte de ese mal endémico que es conocido como la “ola”. Argentina se convirtió en bicampeón del mundo, pero sobre todo Diego Maradona se transformó en leyenda.
Reposición
El mundial en casa fue un regalo inesperado, un recuerdo de esos que están destinados a guardarse en un lugar especial de nuestro cuerpo. Al terminar la final, cuando descendía por la rampa que conduce del interior del estadio a la calle para caminar un par de cuadras a mi destino, la gente que iba a mi alrededor caminaba con la conciencia de haber presenciado una parte importante de historia del deporte. Fuera del resultado, el país pudo esconder por un mes la inmensidad de problemas con los que convivía diariamente, lo que supuso un respiro en la tormenta. El lunes 30 de junio, desperté con un silencio que sonaba por todas partes, fijé mi vista a través de la ventana para ver descansar al gigante que vibró por treinta días y sus noches, tuve una sensación de vacío de la cual, sin saberlo, no me repondría hasta ocho años después, siendo ya un adulto, en 1994, que pudimos regresar a disputar un partido mundialista.