Foto: Elena Hita Piera

Paestum: un salto al infinito

Continúo pensando en lo maravilloso e inquietante que es lanzarse hacia delante, con la firme determinación de hacer algo nuevo, de atreverse. En cómo reinterpretamos constantemente la realidad, incluso cuando deja de existir. Asumiendo nuestra irreversibilidad temporal.

Durante el tiempo que viví en Italia realicé múltiples viajes por ese mismo país. De entre todos ellos, hay uno que recuerdo con especial nostalgia: la visita a Paestum, una ciudad grecorromana de la región de Campania, situada en la provincia de Salerno, a unos 90 kilómetros al sur de Nápoles. Puede que fuera uno de los trayectos que más disfrutara por el simple hecho de que llegamos a ella en autobús, recorriendo, desde la ciudad de Bolonia, más de 650 kilómetros. Con tiempo suficiente para observar, hablar, pensar, aburrirse o soñar. La recompensa parecía mayor alejada de la inmediatez.

Una de las primeras imágenes que me viene a la mente  de este viaje es la bienvenida que nos dio el mar Tirreno, que raso como un espejo, parecía reflejar nuestra imagen, en una transitada carretera que bordeaba la costa. De Paestum ya sabíamos que acogía unos yacimientos arqueológicos de la antigua ciudad de Poseidonia, fundada por navegantes griegos alrededor del 600 a.C, ocupada posteriormente por los Lucanos y renombrada en el 273 a.C por los romanos. Allí, según la leyenda, Jasón y sus argonautas durante una tormenta embarcaron en un delta al sur del golfo de Nápoles, y en agradecimiento a la diosa Hera, esposa de Zeus, levantaron un templo. Ahora constituye una de las joyas de la arqueología italiana y sus templos se encuentran entre los mejores conservados de la civilización griega clásica.

Recuerdo querer visitar ese destino quizás por las mismas razones que todos deseamos visitar Pompeya: porque los vestigios arqueológicos, aparte de hablarnos sobre las grandes civilizaciones que marcaron una época, forman el pasado tangible, visible y susceptible de ser vivido. Porque somos la gente del presente la que damos sentido al patrimonio arqueológico del pasado. Siempre he pensado que la historia material de las sociedades proporciona también una larga y profunda visión de lo que constituye la esencia de la naturaleza humana. Que lo que somos como humanos solo adquiere contornos más definidos con la historia que aborda esta ciencia. Que protege, conserva y presenta el pasado. Otra de las imágenes que recuerdo bien es la gran explanada de césped, rodeada de lo que en algún momento fue una muralla con foso destinada a proteger la ciudad y que reforzaba la percepción de inmensidad. Allí, se alzaban solemnes los tres templos construidos por los griegos: el templo de Hera (siglo IV a.C), el templo de Neptuno (siglo V a.C), considerado uno de los más representativos de la época arcaica, y el templo de Ceres (siglo VI a.C), dedicado a la diosa Atenea, deidad femenina de la sabiduría y la paz. Goethe ya plasmó esta belleza en su Viaje a Italia (1816-1817), identificándola con los cánones de belleza y perfección del arte clásico heleno. Situarse en una época anterior a Pompeya, incluso antes de que Roma fuera construida, fue una de esas sensaciones que no entiende de definiciones.

Templo de Neptuno en Paestum / Foto: Elena Hita Piera

Nos contaron que Mussolini, en la década de 1920, impulsó unas excavaciones y todos los objetos recuperados se guardaron en un museo creado junto al yacimiento, catalogado actualmente como museo nacional y que constituye uno de los mejores ejemplos de la época de transición de la Magna Grecia al Imperio Romano. Uno de sus principales atractivos son las alrededor de cien lápidas embellecidas por algún artista anónimo que reflejó los mitos y logros de sus héroes y dioses con pinturas murales, de entre las que destacaba la Tumba del nadador (tumba del tuffatore) de época griega (primera mitad del siglo V a.C), cuyos frescos “parecen ser el único ejemplo de pinturas griegas que contienen escenas con personas que datan del periodo arcaico o clásico y que hayan sobrevivido en su totalidad”. De entre todas las tumbas griegas que pertenecen a esa época, es la única decorada con frescos de personas. Las escenas de las cuatro losas que rodeaban la tumba describían un banquete de la Grecia antigua.

Representación de banquete de la Grecia antigua / Foto: Elena Hita Piera

La Tumba del nadador, que es en concreto la escena de la losa del techo, desde ese momento es una de mis pinturas favoritas. Fue descubierta en 1968 por el arqueólogo italiano Mario Napoli, mientras excavaba una pequeña necrópolis a un kilómetro al sur de Paestum. Describe a un hombre desnudo que se lanza al océano desde lo alto de una estructura de siete escalones. Que parece representar el tránsito del difunto a la otra vida. A cada lado de ese océano representado se puede ver un olivo, el árbol sagrado de Atenea. El salto es la catarsis a través del rito de paso que produce una metamorfosis interior. Lo que más sorprendió en el momento de verla fue pensar en cómo habían realizado las pinturas en las paredes internas de las piedras que cerraban los sarcófagos, para los ojos que ya no ven. Una metáfora de quien se sumerge en esa nueva realidad, si es que se puede nombrar de alguna manera. Aún, después de todo el tiempo que ha pasado desde que la vi, continúo pensando en lo maravilloso e inquietante que es lanzarse hacia delante, con la firme determinación de hacer algo nuevo, de atreverse. En cómo reinterpretamos constantemente la realidad, incluso cuando deja de existir. Asumiendo nuestra irreversibilidad temporal.

La tumba del nadador / Foto: Elena Hita Piera

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *