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A Cecilia, mi abuela

Nostalgia inexorable viene; y se detiene el tiempo un instante; y ese gusto tuyo, nuestro, se convierte en esa nueva memoria, en una nueva marca en tu piel blanca que al volver de allá se encuentra enrojecida por el sol.

De las primeras veces, los recuerdos son pocos, incluso grises. No por tristes, sino por escasos en mí memoria. Tendrá casi quince años que fui por allá la primera vez a ese pequeño poblado del Estado de México, Sultepec; ese pueblo que vio crecer a mi abuela materna. ¿Su nombre? Proviene de Zultépetl o Zolatepeth, que se compone de Zullin o Zollin: Codorniz; tépetl: cerro y e, apócope de co: en. Sultepec, entonces, significa: “En el cerro de las codornices”. (El séptimo en orden ascendente según su extensión territorial).

Jamás me he preguntado si se siente como el cerro de las codornices que dice ser; aunque, ciertamente, es inteligible: estando ahí, a pesar de la comodidad, ese lugar no se siente mío ni de nadie: espacio de aves. Es, incluso, tierra de vuelo estático, acechante, hasta místico: las codornices ahí parecen parte de un imaginario colectivo: ninguna de las veces las he visto volar por ahí. ¿Cómo se apropiaron las codornices de ese cerro a tal grado de hacerlo suyo, y prestarnos solamente el espacio, a pesar de su ausencia?

Quizás esa apropiación sea sólo una falacia; al igual que mi falsa creencia de pertenecer por visitar sus pedregosas calles, si acaso, una vez al año. Y, más allá de un impulso frenético por recorrer los caminos vetustos de ese pueblo de matices prehispánicos, lo que me lleva, ciertamente y cada vez, es la fraternidad de mi abuela y su poder omnisciente. Sí y sólo así, a merced de su cuidado y su vehemencia, me siento con protegido y perteneciente, con confianza. Cada año, por fechas en que cae el invierno, es que se lleva a cabo la visita. Nadie está obligado, y por más que las quejas sobre el camino colmado de curvas no cesen, pocos dejan de asistir. Porque algo es cierto: no vamos solos, aunque así volvamos. 

Y de todas y cada una de las veces que ese pueblo nos recibe, hay un recuerdo al volver: una foto, muchas risas, muchas historias, incluso nuevas memorias. Como si ese pueblo se negara a abandonarnos, a abandonarte a ti, abuela, como si ese lugar de donde eres oriunda te acompañara a todas partes sin importarle nada. Como un tatuaje en la memoria; un recuerdo imborrable de tu existencia. Nostalgia inexorable viene; y se detiene el tiempo un instante; y ese gusto tuyo, nuestro, se convierte en esa nueva memoria, en una nueva marca en tu piel blanca que al volver de allá se encuentra enrojecida por el sol que, al igual que el recuerdo de tus padres, ronda sus calles estrechas.  Y cada que vuelvo, vuelves, volvemos siento que se queda allá una parte de ti; una extensión consanguínea que se niega a volver. Se siente el abandono a pesar de que hemos de volver el año que viene. Esto si el fatídico destino que es la vida, no nos juega sucio, a ti o a mí, o al abuelo; o a mi madre, o a mi tía, tu otra hija. 

Recabo todos los pensamientos que tengo sobre lo acontecido en ese tu espacio y sólo se crea una especie de encharcamiento bajo mis ojos. Son lágrimas, abuela. Esas que le debo a tu pueblo, a ti, a esas visitas; de las cuales jamás me había percatado porque es la primera ocasión que pienso y reafirmo lo que siento más allá de un efímero disfrute que yo, sin darme cuenta, dejaba al salir de ahí. Al primer chirrido del carro yo abandonada eso que había construido con mí, nuestra memoria. Lo soltaba; no quería hacerme cargo de abrazarlo y fundirme con esos sentires.

Este año se rompe ese hilo imaginario de visitas, pero, mira tú el calendario de todos modos, ese que tienes colgado detrás de tu puerta. El invierno está por concluir, y aun así, parece que no llegará la primavera. Sé que te duele y espanta lo que está pasando allá; sé que es difícil pensar que ese tu lugar está siendo amenazado, pisoteado. Que la lluvia que a veces cae por allá se lleve con ella los ríos de sangre de los que la gente te ha hablado.

Tú sólo recuerda y respira. Acompáñame a pensar en las codornices, esas que jamás he visto, y dime: ¿tú las has visto? De ser así, quisiera que me lleves a conocerlas, por ahí entre los cerros, entre las calles, entre las piedras. Llévame de tu recuerdo a que hagamos memoria. Volemos, pues, como si lo único que quisiéramos fuera olvidarlo todo mezclados con el aire… Como si tú y yo, aves, codornices, quisiéramos perdernos de entre esos nuestros cerros, tus cerros.

Por Demian García

Lector permanente. Devoto de la poesía y el fútbol. Escribo, hablo y habito en Revista Purgante, Interferencia IMER y Diario 24 Horas.

Una respuesta en “A Cecilia, mi abuela”

Güero, excelente escrito, me pusiste la piel chinita, me hiciste pasear por las calles de Sultepec. En verdad una maravillosa historia que estoy segura mi madrina (tu abuela) amará.

Con cariño tu tía Claudia

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