Foto: Olympics Tokyo 2020

Aquiles, Héctor y la esgrima (IV)

La punta de la espada penetró por el cuello de Héctor sin cercenarle la tráquea. Todavía pudo pronunciar palabras el pastor de huestes: no dejes que me arrojen a los perros en las naves aqueas. Tánatos, indiferente, escuchó la súplica como consejo.

Al Canto XXII de la Ilíada, los antiguos lo llamaban “el de la muerte de Héctor”, al que el grande poeta llama “el pastor de huestes”.

La Guerra de Troya es una batalla cuerpo a cuerpo por el mercado.

No hay desperdicio en aquel clásico de clásicos. Cada nombre, cada hecho y cada acto, cada silencio, cada omisión y cada arrebato ocurrido allí sigue repercutiendo hasta nuestros días; en nuestros actos, en nuestras debilidades y en nuestros vicios. Juntos no son más ecos de la más grande contienda de la historia: Troya el lugar de la espada, la hybris y la prudencia. La eterna batalla que Freud llamaría pleito entre Eros y Tánatos: creatividad contra instinto de muerte.

Héctor -el de tremolante penacho- acabó inesperadamente con Patroclo, en una tarde en la volaron los buitres.

Aquiles, primo del joven mirmidón, se revolcó en el polvo; lleno de grosera ira y de ardiente dolor. Fue en busca del hijo de Priamo. Tetis, la madre del de pies ligeros, le proporcionó un equipo nuevo para la esgrima; mejor que todas.

Héctor corrió al ver los ojos llenos de tempestad en el cruel Aquiles. Dio tres vueltas a la ciudad amurallada para cansar al desproporcionado y resentido pélida. Por fin, los esgrimistas comparecieron sus sedientas espadas de sangre y fama.

Atenea tomó partido por el semejante a los dioses. Zeus quedó impedido de apoyar al pastor de huestes y domador de caballos.

Se suscitó el debate.

Las picas hablaron.

Una de ellas casi dio en el blanco del ligero Aquiles. Pero los dioses saludaron al suyo de casi sangre. Héctor no tardó en darse cuenta que la muerte le estaba -esperaba- cerca. Era ineludible el viaje de la barca. Dice el ciego Homero: desenvainó la espada que llevaba suspendida de su costado, larga y robusta, y que tras tomar impulso partió, cual águila de alto vuelo que baja al llano a través de las tenebrosas nubes. Así partió Héctor haciendo vibrar la espada. Y así también se lanzó Aquiles, con el ánimo lleno de furia salvaje.

Todo el cuerpo de Héctor estaba cubierto por la broncínea armadura que había despojado al valiente Patrocolo después de matarlo. Sólo se dejaban ver el gaznate, que es por donde más pronto se pierde la vida. El último aliento es tan sincero como el primero.

La punta de la espada penetró por el cuello de Héctor sin cercenarle la tráquea. Todavía pudo pronunciar palabras el pastor de huestes: no dejes que me arrojen a los perros en las naves aqueas. Tánatos, indiferente, escuchó la súplica como consejo.

Aquiles, enloquecido, advirtió: los perros y las aves de rapiña se repartirán tu cuerpo. Luego lo arrastró tres veces por la ciudad amurallada. Los buitres marearon en el cielo.

Dos semanas después, durante los Juegos Fúnebres de Patrocolo, Diomedes ganó la carrera de caballos, Epeo -a pesar de ser cobarde- el boxeo. Ayax y Odiseo empataron en el pugilato.

Aquella esgrima aún no se olvida.

Freud escribiría, treinta siglo después, Más allá del principio del Placer, una obra en la que se confunden las fragacias con las hieles…
y así…

“Aquiles, Héctor y la esgrima (IV)” es la cuarta entrega de una serie de textos escritos por el autor rumbo a los Juegos Olímpicos de Tokio.

Wilma Rudolph: Gacela en medio de la selva (I)
Wilde y Olympia (II)
Atenea contra Juno (III)

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