Siempre fui
de donde estaba
aquel cactus,
que regué cuando la ciudad
se quemaba
en su propia respiración,
vi cada espina
transformarse en flor,
lo vi alzarse victorioso
entre los volcanes y edificios
que le rodeaban,
besar a los ángeles que
descendían
enviados por serafines
para vigilar
la semilla que habían enviado;
y un día
lo perdí,
pero aquella despedida fue larga,
acompañada de un trago
y del amargo tabaco
que recibía de raíz abierta,
yo bebí durante horas
(él no solía hacerlo)
le recordé las tardes
en que me retuvo al asfalto
casi sin saberlo,
y las veces en que
mi riego le acompañó
esos largos
días que no llovía.
Cuando salió el sol
me despedí,
le di un abrazo,
que él devolvió como
quien otorga algo
imposible de olvidar.
Con la piel abierta
y sangrante lo regué
una última vez.
Lloré mientras lo hacía,
quiero creer
que fueron
lágrimas compartidas.