Cancha propia

Viajé a mi infancia, sin recordar la edad exacta, a cuando jugaba fútbol y daba la vida entera por ello, por hacerlo siempre.

Hace no mucho miraba una charla, comandada por Juan Villoro, con Eduardo Sacheri y Francisco Mouat, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Se hablaba de fútbol y literatura. Así, sin más. Y se me quedaron grabadas en la memoria algunas palabras, ideas concretas, puesto que, cuando las oí, sentí como si me lo estuvieran gritando y tuviera yo que gritarlo de vuelta como respuesta. Villoro ponía sobre la mesa, rememorando un suceso particular, los prejuicios a la hora de hablar de fútbol en los círculos intelectuales, narrando la historia de una columna de Emmanuel Carballo por allá 1966 en el periódico Excélsior, donde se preguntaba si realmente a los escritores que él frecuentaba no les gustaba el fútbol o simple y sencillamente no se atrevían a decirlo. Y sonó algo dentro de mí, un ruido ensordecedor. Un pitazo como si el juego estuviera finalizando.

Viajé a mi infancia, sin recordar la edad exacta, a cuando jugaba fútbol y daba la vida entera por ello, por hacerlo siempre. Irrefrenable pasión. Aún la recuerdo, por ello me encuentro escribiendo esto. Si no me fallan las memorias, sólo fueron dos equipos en los que jugué de manera regular. Siempre defensa, central, ordinariamente, y, si acaso alguien se animaba a dejarme subir más, hacía de mediocampista, pero sin ir más allá de tres cuartos de cancha. Luego, las ganas de pronto brillaron por su ausencia, llegaron nuevos deportes, y todo se esfumó. La carrera de futbolista había sido sepultada antes de haber comenzado. Y así transcurrieron años, repletos de evasiones, hasta que volví a la cancha de manera irregular, cada fin de semana, con nuevos amigos, ya con más edad. De nuevo una pasión efímera pues fue una etapa decisiva, transitoria. Desde ahí, desde ese punto álgido de la adolescencia y una despedida inminente, se volvió a esfumar todo.

Tengo miedo de caer en un exceso de melancolía, puesto que esa pasión, que ahora parece perdida, fue la que provocó el eco cuando escuché a Villoro enunciar esa historia. Yo no pertenezco a ningún grupo intelectualoide, y sin embargo, ese halo de discreción, pena y miedo, persiste. La culpas las aviento y que se vuelen con el viento: esto no es purgatorio ni yo juez. Yo, en realidad, me sigo preguntando por qué se abandonan así las pasiones, por qué se entierran así, sin más, las cosas que tanto gusto nos causan. Una especie de patíbulo el lugar ese donde se le condena a uno cuando cae en completa sinceridad de narrar las devociones. Recuerdo, por mucho y muchas cosas, que ahora quisiera enterrar. Hubo quien acusó (y debo incluirme) de inservible e innecesario entregarle el tiempo a un partido de fútbol “teniendo tantas cosas más interesantes que hacer”. Una mierda, que, no había nada más que hacer, y uno lo hacía como si con ello fuera a impresionar al más grande de los payasos. Seguía siendo un adolescente. Que qué carajos pensaba, no lo sé. Que qué hacían corriendo tantos bueyes ahí detrás de una pelota, que parecían estúpidos, también decían. Había insultos, y condenas falsas que sobrepasaban los límites de la falsa molestia que atentaba contra la superioridad propia: no se puede ser tan despechado ni mezquino. Y tal superioridad, no era más que miedo a aceptar.

Mientras repensaba y releía, recibo una llamada de mi padre, me informa que se va de viaje a pesar de la coyuntura y, al recordar la fugacidad, me cuenta una pequeña historia, como si en mi mente yo la hubiera llamado y necesitara ese tipo de anécdotas: recuerdo un viaje que hice al sur de la República, hace muchos años, cuando jugabas fútbol, llegué, desconecté y conecté el equipo, lo revisé y ya estaba, no más de cinco horas, y ahí me tienes de vuelta al aeropuerto porque había que volver, porque tenías juego, me espeta en el teléfono. Tras una prolongada charla sobre nuestros quehaceres, sobre trabajo, noticias, miedo, entre otras tantas cosas, ya estaba yo pensando en ese momento particular que él me narra. No lo recordé durante durante la llamada ni tampoco después, pero sí que él, y mi madre siempre estuvieron ahí para mirarme, y de paso regañarme si era necesario. Esos destellos son los que corrompen esa barrera absurda de ego que no sé en qué momento se erigió en mi cuerpo a manera de escudo. He ido derrocando esa pared con los años, con acciones que de tan nimias parecen absurdas ante el escrutinio. No tengo fotos a la mano para tratar de así revivir algunos momentos, seguro que mi padre las tiene, porque fotografiaba absolutamente todo. La última vez que hice un conteo con él, hace aproximadamente un lustro, había más de diez mil fotos. Desde nacimientos, fiestas familiares, viajes, servidores, y, por supuesto, una carpeta dedicada a mis etapas como nada destacado deportista: hubo etapa futbolística, beisbolera y, para rematar, basquetbol. Ninguna memoria ni ningún esfuerzo sabe dónde va a terminar. Son, ahora, muy gratos recuerdos. Servirán para escarbar y recuperar las pasiones.

Sigue la charla, que para este momento la he visto más de un par de veces. Juan Villoro menciona lo que significa irle a un equipo: no hay razón suficiente que alcance para cambiar de equipo, y mucho menos de manera abrupta. El equipo que se elige, dice el escritor, es el que nos ha de acompañar toda la vida. No es el único que lo menciona. Yo también lo creo porque le voy a uno desde que tengo memoria. Se puede cambiar hasta de dentadura, de trabajo una y mil veces. ¿De equipo? Sólo he conocido un par: muy valientes, porque hay que tener agallas, y muy brutos, porque a quién carajos se le ocurre. Yo, desde siempre, exceptuando los primeros años de mi vida en que balanceaba entre un equipo y otro, pues cada miembro de mi familia quería instaurar en mi el fanatismo por un equipo u otro. Terminé queriendo y casándome por siempre con el equipo de La Noria, a quien no he tenido la dicha de verle nunca campeón de una liga, pero si subcampeón hasta el hartazgo. De ese linaje azul con blanco que predomina en mi familia paterna es que decidí pertenecer. ¿Tradición o comodidad? Yo le llamo preferencia. Y entonces vuelvo a las muchas veces que íbamos al estadio. Me las recuerdo todas, eso sí, cada una inolvidable. Hay dos que, ahora que vuelvo a vivirlas en mi memoria, me hacen querer correr al estadio. Es un estallido de emociones que nadie viene a ofrecerte porque sí, ni aunque mucho te quieran. Es algo incomparable. No es exceso de pasión, como decía yo antes y escuchaba que decían, sólo no lo comprendía. Lo mismo pudieran haberme dicho a mí de mis otras pasiones y no lo hicieron: el único sinvergüenza fui yo. Y vuelvo a esas veces que recuerdo: en una de ellas, iban mis abuelos, mi padre y yo: un Cruz Azul-América, el famoso clásico joven. El padre de mi padre, mi padre y yo: celestes; el padre de mi madre, águila, desde siempre (o al menos desde que llegó a la capital). Vaya trifulca aquella vez por las aficiones. Fue en aquél tiempo donde esa mala racha que perseguía a los azules como rémora no le permitía ganarle al de Coapa ni por un tanto. Tuvimos que salir a galope hacia el auto antes de que aquellos bárbaros se dispusieran a hacer de las suyas. Desde aquél día mi madre le prohibió a mi padre llevarme a esos encuentros terminaban en trifulca. Yo ni resoplé, pues era de esperarse, y sólo recuerdo que miraba aquellos hombres de mi vida, radiantes, con la vida puesta en el juego, entregados, felices y juntos. Otra de las veces, que son las únicas que atesoro y que probablemente jamás olvidaré, fue cuando mi hermano era un infante, si acaso tres años tendría, y mi padre y yo logramos convencer a mi madre de ir todos juntos al estadio. Sólo nos pidió que fuese un juego tranquilo. Nos miramos, mi padre y yo, tratando de ocultar que nunca sabíamos si aquel juego iba o no a ser un espectro de paz. Eso sí: fue un encuentro contra un equipo en donde las aficiones no chocaban y se podía convivir sin cuidado. Aquél partido pasó rápido, como un parpadeo, pero comprendí lo que significaba ese núcleo familiar, pues hasta antes de ese momento no sabía del todo que significaba tener un hermano menor. Ahí lo entendí, en un estadio, rodeado de desconocidos que gritaban al unísono, embravecidos, porras y consignas, mentadas de madre, chiflidos. En el lugar que a cualquiera pudiera parecerle el menos indicado. Salimos, tranquilos (aquella ocasión no hubo que correr de nadie ni salvarse de nada), todos vestidos de azul. De aquella vez no hay ninguna foto, contrario a lo que pudiera pensarse después de lo que contaba de mi padre. Curioso. Yo recuerdo todo en mi mente como una pintura, bella, real, repleta de historia. Como si quién-sabe-quién hubiera decidido instalar ahí el suceso sin más. Aquellos recuerdos, seguir empecinado en alguna vez ver campeón a mi equipo, es lo que me hace mantener viva mi infancia, mis primeros años. Deshacerme de ella es deshacerme de la mitad de mi. Es por ello que esa inquieta espina me incomodaba cuando oí ese tabú absurdo de que uno no habla de ese gusto del fútbol por pena o agobio o qué sé yo, como si fuer a derrocar alguna clase de destino fantástico aceptar que algo simple y sencillamente no agrada, nos apasiona y nos causa placer.

La ¿disculpa? es para mí, para mis memorias, para quienes directa o indirectamente hice creer que se valía menos o más por cuestiones tan absurdas, una completa irresponsabilidad de mi parte haberlo hecho. Esos estragos serán las eternas memorias que me escrutarán cuando nadie más, ni yo, pueda hacerlo. No comprendía, y si lo hacía o creía hacerlo, lo pasé por alto. No sé qué clase de enmienda es la que venga o si ya pasó y ni cuenta me di por vivir en el letargo. Por mientras, en estos últimos segundos de un tiempo extra, miro pasar el balón frente a mí y remato, pero yo ya cerré los ojos y espero recuperar lo perdido, y entregarme de nuevo y por completo en el partido de vuelta.

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