Crónica de cuarentena: empezaron siendo ocho meses

Mañana amenaza ser espejo de hoy; la semana próxima de ésta y el mes próximo de éste.

Empezaron siendo ocho meses, se deformaron en siete, mutaron a seis y terminaron siendo dos. Emigré a Porto en una decisión lo suficientemente intempestiva y visceral como para permitirme dos fiestas de despedida; era una suspensión de mi cotidianidad y realidad en toda regla: ocho, siete, seis o dos meses estudiando portugués en Rúa da Bandeira. Hui de allá, dormí en Bruselas, transbordé en Múnich y pisé Frankfurt para volver a México hace dos meses, escapando de la pandemia. Mi cotidianidad y realidad a las que renuncié al irme, sin embargo, aún no se reestablecen.

Quién sabe qué pase, pero tanto el hecho de que todo cambie como la posibilidad de que la cosa continúe como la conocemos son motivos para preocuparse, texteo. Texteo, texteo, texteo; todo el día texteo. Texteo aquello aunque ni siquiera sé qué es la cosa de la que hablo; mucho menos sé qué posibilidades de cambio existen ni a qué me refiero como lo que conocemos. Mis dos meses en Porto -que nunca sabré si debieron ser ocho, siete o seis- no se entienden sin Paola. Canta Fito Páez: si tu corazón ya no da más / si ya no existe conexión con los demás / si estás igual que un barco en altamar / tira tu cable a tierra. Paola fue, nunca mejor dicho, mi cable a tierra. Lo fueron también audios a mis papás que habría de clasificar como podcasts, lo fue también una correspondencia entrañable con mi hermano por mensajería privada -privadísima- y lo fueron también los goles inverosímiles tejidos por el Cabecita Rodríguez que perseguía religiosamente, de madrugada, cada fin de semana; pero Paola me otorgó siempre una calma enorme, incomparable, con cada mensaje: texteando. La cosa -vuelvo a decir la cosa sin saber del todo, aún, qué demonios es la cosa– es que platicar con ella me permitía asistir, como una especie de espectador, a una vida que continuaba afincada en su cotidianidad. Estudiar, hacer tarea, salir, divertirse, asistir a reuniones familiares, etcétera. Me dormía pensando en los lugares que querría visitar con ella al volver. Me pensaba en el McCarthys de la Nápoles, cambiando el fado impuesto durante los últimos ocho, siete, seis o dos meses por su icónica banda de covers, pidiendo su vodka de tamarindo y mi ginebra de-la-que-haya en la hora feliz más elástica de la delegación. Me pensaba asistiendo con ella a algún Cruz Azul contra Chivas que nos hiciera olvidarnos de los abrazos durante dos horas. Me pensaba aprovechando con ella la inverosímil promoción de lunes en El Jaibol. Nada de eso ha sucedido.

Recordé la frase de Diego en pleno 21 de septiembre, a cuarentaiocho horas del sismo, cuando estacionábamos en Portales: hoy no es jueves, cabrón; hoy no es ningún día. Después pienso en Morrissey: everyday is like Sunday / every day is silent and grey (todos los días son como el domingo / todos los días son silentes y grises). Me impuse no beber de lunes a jueves; servirme whiskies con singular alegría los viernes, par de tragos en sábado y cerveza reparadora los domingos, en un desesperado intento por mantener la significación del calendario. El rigor duró menos que los tres hielos que le endilgué a mi primer whisky en martes. Mis paseos en Porto consistían en tres o cuatro horas de caminata por la ribera del Douro y posterior escalada a lo alto del Ponte Dom Luís I; ahora: habitación, comedor, cocina y párale. En alguno de esos paseos le texteaba a mi hermano: nunca había sentido tanto la dureza y el rigor de los días: hoy es lunes, con todo lo que conlleva, y hay que sobrevivirlo. Los días pasaban lentos, pasmosos. Ahora, de pronto, resulta complicado determinar cuando finaliza uno y comienza otro. ¿Tiene sentido saber que hoy es martes?

Esperaba en el Aeropuerto Francisco Sá Carneiro el avión que me llevaría a Bruselas, acompañado por un café que acabaron siendo dos -para medir una proyección de meses en el exilio y cafés necesarios soy, como puede verse, un rotundo fracaso-. Las pantallas anunciaban cancelaciones en vuelos a Milán, Roma y Catania. Una de cada cuatro personas llevaba cubrebocas. Dos días después, en en aeropuerto de Múnich, compré una bufanda del célebre equipo de la ciudad para esconder mis labios y sentirme, a ojos de la gente, previsor. Era probable que la tela de la prenda defendiese tan mal como su equipo lo suele hacer contra el Real Madrid, pero importaba poco. Saliendo a Frankfurt, sin embargo, estuve cerca de ser enviado al calabozo por tragar mal saliva. El ataque de tos atrajo miradas peores que las sufridas en el Olímpico Universitario con camiseta del Cruz Azul.

No sé qué hacer y no sé qué sigue. Mañana amenaza ser espejo de hoy; la semana próxima de ésta y el mes próximo de éste. Escribo este texto plenamente consciente del privilegio que encarna y representa el hecho de únicamente preocuparme por el entretenimiento. De igual forma, debería aclarar que esto lo escribo como mera distracción de todo lo que ocurre no solamente ahí fuera, sino en la cabeza de todos nosotros. Abstraerse del día a día actual es imposible; esfuerzo innecesario. Sin embargo, hay, en algún momento, que soltar el suspiro contenido, bajar el cubrebocas y respirar. Y luego, otra vez: seguimos. 

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