Rubem Fonseca en México

Se trataba de un comisario de policía devenido en cronista, cuya deslumbrante aproximación a la novela negra me remitió a las letras de Manuel Vázquez Montalbán.

“Escribir es algo más que eso, es urdir, tejer, zurcir palabras, no importa si es una receta médica o una pieza de ficción. La diferencia es que la ficción consume cuerpo y alma”.

Rubem Fonseca

No fueron pocas las veces que visité las oficinas de Cal y Arena del número 10 de Cuautla, en la colonia Condesa. En alguna de ellas me presenté para concretar una entrevista con Rafael Pérez Gay sobre su trilogía indeseada. Entonces me recibió Luis Franco Ramos, quien luego de una breve ceremonia de reconocimiento mutuo, me habló de su maravillosa compilación de crónicas sobre la Ciudad de México (La ciudad imprescindible) como quien habla de uno de sus hijos: con el pecho erguido. En aquella ocasión, Pérez Gay grababa en la estancia principal un bloque sobre escritores malditos para su programa La Otra Aventura. Después de agotar con escaso éxito su repertorio de malabares para ocuparse de mí, Luis se marchó apenado a una junta de trabajo. 

—Ahorita te atiende —me dijo—. Puedes tomar cualquiera de los libros de las repisas para entretenerte.

Embelesado, repasando con solemnidad títulos de autores como Enrique Serna, Eliseo Alberto, José María Pérez Gay y Ruben Cortés, tomé inicialmente Los días y los años, de Luis González de Alba, un personaje que despertó en mí un gran interés al haber leído una conmovedora reflexión en torno a su suicidio, escrita por su sobrino, Adrián, en Nexos, titulada El epitafio de Luis. Me llevo éste, pensé. Pero entonces noté que en aquellos anaqueles descollaba un autor que no controlaba en lo absoluto. Se trataba de Rubem Fonseca, un comisario de policía devenido en cronista, cuya deslumbrante aproximación a la novela negra me remitió a las letras de Manuel Vázquez Montalbán. 

Tiempo después, durante alguna charla con Fernando Clemot y un grupo de estudiantes en Barcelona, reflexionábamos sobre que la producción literaria de Brasil siempre había ocupado un segundo escalón en Latinoamérica, tanto por la barrera inapelable del idioma como por su falta de exponentes a escala internacional más allá de Clarice Lispector y Jorge Amado. Entonces comprobé de primera mano lo infravalorada que estaba su figura como cuentista y novelista.

El pasado 15 de abril, alrededor de las ocho de la noche, me enteré que Rubem Fonseca había muerto como consecuencia de un infarto. Rafael García Villegas, en el segmento nocturno de noticias de Canal 22 que sucedía al informe técnico de Hugo López-Gatell sobre el coronavirus, enlazó por videoconferencia con Rafael Pérez Gay, el gran responsable de democratizar su obra en México a través de Cal y Arena. Los primeros minutos de la intervención sirvieron para rendirle tributo al escritor brasileño y recorrer los momentos más gloriosos de su vastísima obra narrativa, haciendo escala obligada en Agosto y El cobrador. Antes de despedirse, Pérez Gay pidió una breve prórroga para hablar sobre aquella reveladora anécdota en un table dance de la Condesa que desembocó en el cuento La carne y los huesos, contenido en la colección El agujero en la pared. En dicha entrega, el Premio Camões de 2003 habla sobre un gran hormiguero sucio, contaminado, lleno de desconocidos, donde los hombres encorbatados iban a lugares nocturnos y se ponían arriba a las mujeres como si estuvieran en una silla de barbero. Si no atesoramos aquella insuperable confidencia en el canal cultural del Estado Mexicano en medio de una pandemia, es que no hemos sido capaces de dimensionar la ciclópea figura del escritor irreverente. 

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