Todo lector genuino terminará escribiendo: Rafael Pérez Gay

Con la Ciudad de México como perpetuo telón de fondo, el autor de Perseguir la noche se ha convertido en uno de los narradores más virtuosos de su generación.

Cuando Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar emprendieron aquel inolvidable viaje en tren rumbo a la Praga más convulsa del siglo XX, Rafael Pérez Gay (Ciudad de México, 1957), un converso tardío del boom latinoamericano, todavía estaba lejos de insinuarse como un potencial lector de tiempo completo. 

Años más tarde, bajo el manto literario de su hermano José María, surgieron los primeros brotes de francofilia que marcarían profundamente su periplo intelectual y su estrecha relación con la novela realista. Como todo buen escritor, nació lector, y antes de escritor fue periodista.

Luego de publicar Perseguir la noche, el tercer capítulo de una «trilogía indeseada», estructurada a manera de «ensayo personal», se ha consolidado como uno de los narradores más virtuosos de su generación, con la Ciudad de México como perpetuo telón de fondo. 

Tu hermano José María, el gran embajador de las letras germánicas en México, fue determinante en tu formación.

Decidí entrar con mi amigo Alberto Román a la carrera de Letras Francesas, en efecto, en cierto sentido, llevados y aconsejados por mi hermano José María, que en aquel momento trabajaba en la embajada de México en Alemania como consejero cultural. Luego de haberme iniciado en la lectura con los autores del boom latinoamericano, sumé varias de las grandes obras de la literatura francesa, lo que marcaría, en muchos sentidos, mi gusto por las letras y mi proclividad por el realismo.

La sombra alargada de Balzac.

Para mí fueron fundamentales cinco y seis libros: Las ilusiones pérdidas y Esplendores y miserias de las cortesanas, de Balzac; Madame Bovary y Educación Sentimental, de Flaubert; La Cartuja de Parma, de Stendhal, que es un libro absolutamente extraordinario; y más para acá, siguiendo la estela del realismo, En busca del tiempo perdido, de Proust. Primero los leí de un modo un tanto obligatorio, luego por placer y luego como un lector de tiempo completo. 

A propósito de los franceses, ellos fueron muy hábiles para darle un gran sentido literario al vino, algo que tú has hecho con más o menos convicción con el whisky. 

El whisky ha estado muy presente en lo que yo he llamado la trilogía indeseada, compuesta por Nos acompañan los muertos, El cerebro de mi hermano y Perseguir la noche. Siempre creo que las historias deben tener una trama y una subtrama, porque las subtramas sirven para entrar y salir, para poner puentes, para hablar de asuntos que tienen que ver con el gusto de la vida o el mal gusto de la vida. Ahí entró el whisky, sobre todo en Nos acompañan los muertos, donde recuerdo, entre otras cosas, aquellas veces en las que caminaba por la calle de Artículo 123 con mi padre, ya un anciano de ochenta y ocho años, para ver en el aparador de La Europea las botellas de whisky. 

¿Se puede afirmar que las sobremesas con tu padre te convirtieron en escritor?

En mi casa había siempre un rápido desayuno que consistía en pan dulce, leche, café y muchos periódicos y revistas leídas por unos y por otros. Mi padre era un lector casi patológico de periódicos. De modo que el que pasaba por esa mesa no podía irse sin una noticia, sin un texto, sin un artículo. Yo recuerdo haber leído con verdadera disciplina, casi devoción, la página editorial de Excélsior. Eran lecciones de periodismo de todo tipo; cubrían prácticamente todo el espectro de periodismo de opinión, desde el análisis más serio y de oposición de Cosío Villegas hasta el artículo más extraordinario de humor sobre la ciudad de Ibargüengoitia. Y eso era lo que había en la mesa. Y en la mesa había también historias. Mi papá era un fabulador natural con una memoria prodigiosa. De modo que siento que en esa mesa comenzó, antes que la idea de ser escritor, mi inquietud por la lectura. Todo lector empedernido, todo gran lector genuino, terminará alguna vez escribiendo.

Los padres no son nuestro pasado, son nuestro futuro.

Recuerdo un libro de memorias maravilloso escrito por John Updike llamado A conciencia, donde dedica uno o dos capítulos a su madre en los que advierte que un día nos vemos al espejo y nos vemos a nosotros mismos, pero también vemos la mirada de nuestros padres.

Háblanos de Perseguir la noche, tu más reciente libro.

Se trata de una historia con muchísimos años de lectura detrás. No puedo concebir un libro sin un trabajo serio de investigación. Por eso me gusta decir que es la famosa novela de los modernistas que no pude escribir, pero que, de alguna manera, está reflejada en el libro. Confieso que uno de los momentos de mayor plenitud intelectual que he tenido en toda mi vida fue la investigación que hice sobre el siglo XIX, a mediados de los años ochenta, en la hemeroteca de la UNAM; parte de esas notas a mano derivaron en Perseguir la noche. Luego surge una especie de plan de evasión para ese hombre enfermo de cáncer, que era yo, que consistía en ir, salir a la ciudad, encontrar la ciudad del pasado y buscar a esos escritores de alma negra.

Recoger el testigo de Nervo, Ruelas, Tablada, entre otros, es reivindicar el esplendor de una época más fascinante de lo que mucha gente piensa.

A mí me hubiera gustado que, por modesto que fuera el esfuerzo, terminara representando una restauración del cierre del siglo XIX. Conocemos, por desgracia, a Amado Nervo por su poesía cívica, luego por su poesía amorosa, pero no conocemos bien al gran escritor. Si uno lee El éxodo y las flores del camino se dará cuenta de que es un libro modernísimo y extraordinario, y si lees sus artículos te quedará la sensación de que los escribió ayer en la mañana. Es un grupo de escritores que no ha llegado a nosotros como debió de haber llegado. 

¿Cómo se aborda el género de la autoficción?

La autoficción no es otra cosa que un escritor que injiere a su propia alma sobre asuntos fundamentales de su vida: la muerte, el sexo, la vejez, el nacimiento, el dolor, la enfermedad. El autor debe ponerse a sí mismo y construirse como un personaje, probablemente no del todo exacto. En realidad me gusta más el término de ensayo personal, que patentó en su tiempo Michel de Montaigne. 

La virtud de transgredir las fronteras de los géneros.

No creo que existan temas que un escritor no pueda abordar, y tampoco creo que haya ningún momento en que el escritor deba renunciar a su libertad. 

¿Qué retos supone desembarcar en la escritura desde el periodismo literario?

El día en yo pude derrotar el falso dilema que hay entre periodismo y literatura empecé a escribir más libremente. De modo que para mí la novela requiere de investigación, de periodismo, de crónica, de ficción. García Márquez decía que un relato debe estar escrito con tanta precisión como un reportaje periodístico y un reportaje periodístico debe tener tanta fuerza y tanta capacidad de transmisión emocional como un relato.

La Ciudad de México, una protagonista recurrente de tus obras, como el eco de la desmesura.

Con la Ciudad de México tengo una relación neurótica, que, como toda relación neurótica, implica momentos extraordinarios de felicidad y momentos de terrible desasosiego. La ciudad fue poco a poco convirtiéndose en una obsesión real, de modo que siempre se mantiene presente en mi literatura. Hacer, por ejemplo, la guía de los 200 lugares imprescindibles del Centro Histórico con Héctor de Mauleón fue un momento de total plenitud intelectual y periodística. La ciudad es un telón de fondo, no solo para mí, si no para la gran mayoría de escritores mexicanos. Apenas el año pasado murieron Sergio Pitol y Fernando del Paso, quienes sino ellos.

Somos las ciudades que hemos perdido.

He perdido varias ciudades: la ciudad en la que crecí, cuando tenía diez años y caminaba por el parque España, en la calle de Antonio Sola, de Juan de la Barrera, en la avenida Veracruz, donde tuve mis primeros amigos y mis primeros encuentros callejeros; otra ciudad desapareció siendo adolescente, cuando Carlos Hank González, regente de la Ciudad de México, decidió hacer los famosos ejes viales; la de la explosión de las gaseras en San Juan Ixhuatepec y esa extraña Pompeya en que quedó convertida la colonia más cercana; y claro, las que perdimos con los sismos del 19 de septiembre de 1985 y 2017, cuando desde el fondo de la tierra vino una voz que nos recordó que vivimos en un lugar en donde tiembla, un lugar cuyas voces subterráneas son destructivas. 

¿Por qué cada vez hay menos y peores contadores de historias?

No lo sé. Yo creo que no hay menos. Tenemos buenos contadores de historias de varias generaciones. Quizá lo que tenemos es un periodismo menos narrativo, la cultura de la imagen ha sido implacable. Tomas Eloy Martínez decía que había que volver a persuadir a los directores de periódicos de que es falso que una imagen vale más que mil palabras.

¿Qué le envidias al irreverente Gil Gamés?

Es buen amigo mío, pero le envidio algo que creo que todo periodista y escritor debe tener en algún momento: fuerza para escribir de cualquier cosa. Él se dedica recoger en privado cosas y hacerlas públicas, aunque toquen las fibras de algún personaje de la escena pública. Un personaje fársico como Gil Gamés tiene la ventaja que desde su amplísimo estudio puede hablar, ir, desdecir, bailar, citar, poner subrayados los viernes. Y hay algo más que sabe Gil Gamés y que sé yo: hay una línea de un poema de Dylan Thomas que dice «O, make a mask». Ponme una máscara y probablemente te diré la verdad.

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