A Messi un buen día le dijeron que jamás lograría tejer una unión que atravesara a un pueblo fraccionado como el argentino, que no podría causar que miles de pibes soñaran con tener su camiseta puesta en lugar de su ídolo de Boca, River o Independiente, que jamás podría convertirse en esa figura totémica que viniera después del Diego a mayor gloria del fútbol de su país, que jamás sería un argentino completo porque nació futbolísticamente en Europa (¡No debe tener nada del potrero de Rosario!) y jamás conectó con una hinchada local como hacían otros monstruos albicelestes previo paso a arrancar sus aventuras europeas.
Esos mitos urbanos fue contándolos gente que en Europa, América y Argentina nunca llegaron a entender que Leo Messi es quien es por cosas que solo se pueden explicar desde el psiquiátrico, como sucedió con su pase de ficción a Nahuel Molina ante Países Bajos. Pero el 10 que ya no dejará de serlo ahora va en volandas porque “su” gente cree. Y le cree. Creyó con las imágenes de su derrota ante Alemania, cuando quedó hipnotizado por el trofeo ajeno como un niño frente a estantería. Creyó con sus palos en finales de Copa América ante Chile. Cada decepción arrastrada y multiplicada a través del tiempo se fue desaguando, como quien busca quemar todos los horrores en una limpia ritual, ante su rival histórico en la máxima competición continental y en el Maracaná, el lugar donde había que empezar a cicatrizar las profundas heridas emocionales con las que Argentina suele iniciar sus partidos desde hace años, como si tuviera que jugar con grilletes espirituales de 500 kilos.
Ante esa realidad y un equipo que chocaba constantemente pero que, vaya, no dejaba de moverla de un lado a otro como Croacia, tenían que poner pie en pared Leo Messi y sus descarriados. En una internada certera un cruce del arquero tiró a Julián Álvarez dentro del área y se desencadenó la primera fantasía de la noche. Messi fusiló el arco de Livaković como si hubiera una diana de una tonelada en la esquina y quebró la resistencia febril de los croatas, que ya no podían ni con Modric apoderarse del balón, ni cerrar las líneas de pase argentinas. Esos latifundios que comenzaban a descubrirse fueron terreno fértil para que Julián Álvarez, que iba de un lado a otro encimando rivales o creando posibilidades donde apenas se intuían esbozos de jugadas, saliera disparado como jugador de la NFL hacia el arco de Livaković. Con Croacia mal parada, fue a trompicones, siempre hacia delante, ganando rebotes y tirando de empuje como si el objetivo fuera estrellarse contra las redes cuan bola de demolición, no importando qué daño colateral dejaba por el camino. El daño colateral, por cierto, fueron los centrales. Argentina se iba al vestidor con un pie en la final de Lusail.
El segundo tiempo fue un trámite del que no pudo salir Croacia. Ya Argentina se cerraba mejor y con balón comenzó a someter las aspiraciones del cuadro de Dalić. Enzo se volvió el tormento que tenía todas las posibilidades en la cabeza y siempre elegía la correcta. Julián seguía presionando y encontrando la ranura por la cual colarse. Por atrás no pasaba ni el aire con Otamendi y Romero. Todo el equipo fluía con precisión suiza hasta que Leo agarró los planos del partido y los echó por la borda. Una vez más. Controló la pelota como le gusta, incrustada en el pie, y fue encarando con mala baba al mejor central de la Copa del Mundo. El chico de la máscara, que juega como si te embistiera un toro, quiso cortar el avance de Leo. Metía la pierna, frenaba y volvía a arrancar, pero siempre fue un tiempo detrás a pesar que enfrente tenía a un hombre con mucha menos gasolina que antaño. No importaba, en chispa mental sigue a años luz del resto. Entonces, a su ritmo, como si bailara con un juguetito, y quebrándolo por todos los costados, dejó de lado los demonios que le decían que ya no podía hacerlo más, que eran tiempos de otros, que él no se ponía a su país y a toda una cultura deportiva al hombro. Hizo un gol que por trámites burocráticos tuvo que firmar Julián para llevar a los suyos a la final de la Copa del Mundo. Otra vez. Se le reprochará algo simplemente porque siempre hay un desdichado dispuesto.