Crónicas Tapatías – Tomás Candelo

Cada palabra cuenta en un espacio de papel finito. Por eso muchas personas atesoran las cartas. Tal vez por eso mismo antes eran menos las palabras que se llevaba el viento.

En un suspiro, tras una serie de eventos desafortunados, de pronto me quedé solo en la central camionera de Tlaquepaque. Sin suficiente dinero, sin saber a quién llamar ni a quién acudir. Estaba completamente aturdido, más o menos como Tom Hanks en la película de “La Terminal”. Tan solo un par de horas antes todo era felicidad frente a un plato de birria en el mercado de San Juan de Dios. Ahora debía encontrar la manera de regresar a mi Mordor natal antes de que se escondiera el sol. Fue uno de esos reveses repentinos característicos del vil y traicionero mes de abril. De hecho, era el decimoquinto 16 de abril desde que murió mi abuela, la que juraba que era de Guadalajara pese haber nacido en Iguala. Coincidencias idiotas de la vida. En fin…

Me dirigí casi por impulso a la Central Vieja de Guadalajara, sabía de unos camiones de segunda por ahí. Había que intentarlo. El tiempo corría velozmente por las calles de Tlaquepaque. El astro rey poco a poco amenazaba con perderse en el horizonte tapatío. Tras una breve búsqueda en la desolada terminal, una amable empleada con un tatuaje en árabe me indicó adónde debía dirigirme para conseguir mi boleto. Debía darme prisa, tal vez ya no había lugares. Atravesé el Parque Agua Azul y, no sin dificultades, di con la estación de bomberos. Frente a ésta se encontraba el minúsculo local pintado de azul de la compañía de autobuses. Una tímida muchacha me atendió, me dijo que los boletos estaban agotados, que debía esperar hasta las 20:00 horas a ver si alguien cancelaba… “¡vale madres mi existencia!” pensé con amargura.

La televisión sintonizaba a Keira Knightley en “Piratas del Caribe”. Un joven llamado Brayan roncaba en un cuartito aledaño. La introvertida empleada del negocio contestaba con su diminuta voz una tras otra las llamadas telefónicas de los pasajeros. Las moscas se acumulaban alrededor de un garrafón de agua y en una de las dos hileras de asientos de la sala de espera un hombre en harapos y visiblemente cansado descansaba sin incomodar a nadie. Supuse que era un vagabundo del barrio. Tomé asiento adelantito de él e intenté asimilar todo lo que había sucedido desde que todo comenzó a salir mal. Desde que nos acusaron de un robo que no cometimos hasta cuando mi compañero de viaje tomó su autobús confiado en que yo me las arreglaría. De pronto una voz a mis espaldas me preguntó la hora.

—Son las 17:36 —le contesté

Era el vagabundo dormilón de la fila de atrás quien preguntaba. Quién lo diría, pero al poco tiempo de ese breve intercambio mi suerte comenzó a cambiar.

—Desocuparon los asientos 3 y 4, ¿Cuál quieres? —preguntó la empleada con tono cordial.

—El que esté a lado de la ventana… en realidad el que sea, sólo asegúrese que me pueda subir a ese camión —imploré.

Un poco más relajado me puse a observar lo que acontecía afuera del local. De cuando en cuando pasaban unas cuantas personas malencaradas, pero en términos generales las calles estaban vacías. No es precisamente la zona más bonita de Guadalajara. Sin embargo, yo estaba feliz, ya no me preocupaba tanto la inminente llegada de la noche. Era cosa de esperar unas cuantas horas durante las cuales Tomás y yo forjamos nuestra amistad.

Tomás Candelo, tendría unos cuarenta años. Su piel era oscura y estaba visiblemente quemada por el sol. Un tatuaje recorría su cuello y cinco manchas de sangre más o menos fresca salpicaban su rostro demacrado. Una de sus mejillas estaba marcada por una profunda cicatriz provocada por un botellazo que según sus propias palabras casi lo mata. Sus dos brazos resumían lo mal que lo había tratado la vida: el derecho estaba perforado por heridas de vidrio de algún pleito de la juventud y el izquierdo por un impacto de bala.

—Cuando te disparan no te duele, pero después quema como la chingada —me decía.

Esa herida se la curó él mismo con agua oxigenada.

Su caminar era inconfundible pues a cada paso se escuchaba el sonido de las descuidadas botas que le rasgaban la piel del talón. Desde los doce años tuvo que abandonar la violenta casa de sus padres en Atlixco y tan solo dos meses antes de nuestro encuentro su compañera, con la que compartió dieciocho años de su vida, lo dejó por otro. O al menos eso contaba él. Fue por eso que decidió abandonar su trabajo en el mercado para probar suerte lejos de casa. En una mochila guardó un par de cobijas y su radio. Cerró la puerta sin voltear atrás. Después de todo, tipos como Tomás son de los que aguantan candela.

—Dicen que hierba mala nunca muere, a ver si haciéndome bueno ya por fin me pueden matar —murmuraba sin voltearme a ver a los ojos.

Comenzamos a caminar por la Calzada del Águila hacia el centro, le dije que le enseñaría la ciudad mientras esperábamos la salida del autobús. Tomás balbuceaba frases desconcertantes:

—Aquí no me van a encontrar ¿verdad? Es demasiado grande.

Sin mucho éxito hacía mi mayor esfuerzo por tranquilizarlo. Tomás había llegado esa misma mañana a Guadalajara. Don Felipe, el hombre que lo rescató cerca de Escuinapa, le prestó trescientos pesos. Horas más tarde vendió su fuerza de trabajo en un tianguis y consiguió otros ciento setenta, una comida y sus botas. Así selló su regreso a la capital. Pasamos por las “Nueve esquinas” pero Tomás no prestaba la más mínima atención. Se inquietaba ante cualquier mirada sospechosa.

—Yo te escuché llegar. Estaba durmiendo, pero como los perritos… con la oreja parada, porque si no te comen.

Después de todo, cuando uno trae cola cualquiera puede ser un espía.

Frente al Templo de Nuestra Señora de Aranzazú comimos un par de empanadas de leche y nos regresamos. Mi amigo estaba ansioso, no había que correr más riesgos.

Sabrá Dios quién era este falso amigo que conoció en Zacatecas, pero fue él quien lo llevó hasta La Isla, en Sinaloa, para la pizca de tomate. Al principio los jornaleros de Guerrero lo molestaban por flaquito y por poblano. Su físico no parecía ser una amenaza para ellos. Pero a los tres días la foto de Tomás se hizo viral en Facebook por todo el sur de Sinaloa. Tomás trabajaba bien. En un solo viaje cargaba cinco cubetas rebosantes del fruto rojo. Juntaba treinta y cinco al día, cada una pagada a cinco pesos. Casi el doble de lo que cargaban hombres del doble de su tamaño. La envidia, la codicia y la nula consciencia de clase de sus compañeros lo perjudicaron. El patrón no le pagaba su parte y el grupito guerrerense se robaba sus tomates.

—Yo no soy ningún tonto. Acabé cuarto de primaria, yo sé perfectamente sumar.

El buen Tomás, mi amigo Tomás Candelo no se dejó.

Matamos más o menos una hora por las calles del centro de la perla de Occidente. A cada paso de regreso se ponía más y más ansioso. Hacía menos de veinticuatro horas que había logrado su milagrosa escapatoria y aún no se recuperaba de aquello. En algún momento me pidió mi teléfono celular, quería hablar con Don Felipe para agradecerle.

—Yo nunca lo voy a olvidar, él me dio la oportunidad de volver a nacer, yo le voy a pagar y lo voy a ir a visitar.

Su conversación con él no duró más de un minuto, está claro que hay veces que no es necesaria tanta faramalla para demostrarle a la gente lo que uno siente. Don Felipe era de Ecatepec y le ofreció un aventón hasta la capital, Tomás prefirió no arriesgar el pellejo de su salvador por lo que hizo esta parada improvisada en Guadalajara. Lo estaban persiguiendo.

Nos sentamos afuera del minúsculo local mientras sonaba de fondo La Bestia. Estábamos a solo unos pasos de la Avenida Washington, una de las paradas de miles de migrantes centroamericanos en su paso por México que persiguen “el sueño americano”. Por ahí me enseñó una columna para señalarme más o menos la altura de la barda que tuvo que saltar la madrugada del día anterior.

—Con las patas también se gana —afirmó con orgullo.

Su historia carecía de lógica cronológica, pero fue fácil adivinar que tuvo que huir de la pizca estrellando una camioneta que quedó atascada en un barranco. Por la noche lo interceptaron en una gasolinera. Se escondió descalzo bajo una camioneta mientras sus perseguidores amenazaban a los empleados de no llamar a la policía. Estaba rodeado. Al primer descuido de los guerrerenses aprovechó para saltar por detrás de una barda, después cruzó un alambre de púas y se amarró a un árbol donde pasó toda la noche. En la madrugada algo lo mordió, tal vez una víbora, ni Tomás sabía. Tenía problemas más importantes que resolver. A la mañana siguiente don Felipe lo encontró y lo rescató.

Mi camión salió veinte minutos antes que el suyo. Tuvimos la fortuna de despedirnos. Le di los veinte pesos que me sobraron del boleto y le di mi bendición. Alcancé a tomarle una fotografía. Me pidió mi número. Quedó de avisarme cuando por fin estuviera en Atlixco para agradecerme. Nos estrechamos la mano y desde la ventanilla del autobús le lancé una última sonrisa.

Hasta hoy, unos seis años más tarde, no he sabido más de mi amigo Tomás.

En la universidad tuve una profesora que solía decir que nos habían robado todo, pero principalmente las palabras. Con la irrupción en nuestras vidas de las redes sociales y el internet en general, la vida se ha acelerado y algunas cosas se han banalizado.

Hace no tanto la comunicación a distancia no era tan sencilla como lo es hoy en día y por ello las cartas enviadas por correspondencia tenían un valor supremo. Estas cartas, si es que lo lograban, tardaban días en llegar a su destino, por lo que la elección de cada una de las palabras escritas era sumamente importante. Uno debía hacer el mayor esfuerzo por que cada una de las letras trazadas con el sello personal de nuestro puño en la hoja de papel transmitieran exactamente lo que uno quería decir, pues quién sabe cuándo habría otra oportunidad para hacerlo

Alguna vez hablé con alguien que estuvo en la cárcel y me decía que así es la vida para ellos. Cada palabra cuenta en un espacio de papel finito. Por eso muchas personas atesoran las cartas. Tal vez por eso mismo antes eran menos las palabras que se llevaba el viento.

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