Diario del dolor de María Luisa Puga o la memoria propia del dolor

Cuando me senté ante mi escritorio, Dolor me miró extrañado: pensé que no te vería en meses. O que no me verías más, dije, abriendo mi cuaderno. Pero no, aquí estoy de regreso, aunque eso no es exacto, no de regreso. Aquí estoy, pero en el vacío. Estoy colocada en el vacío. Si creías que la espera era lo peor, espérate a estar alguna vez en el vacío. Con lo único que se me ocurre compararlo es con un haberte quedado en la anestesia, no muerta, solo anestesiada, se siente rarísimo.

Diario del dolor; María Luisa Puga

En La risa de la medusa (1995), la autora Héléne Cixous escribe que: “Es necesario que la mujer se escriba porque es la invención de una escritura nueva, insurrecta lo que, cuando llegue el momento de su liberación, le permitirá llevar a cabo las rupturas y las transformaciones indispensables en su historia, al principio en dos niveles inseparables: –individualmente: al escribirse, la Mujer regresará a ese cuerpo que, como mínimo, le cosificaron; ese cuerpo que convirtieron en el inquietante extraño del ligar, el enfermo o el muerto, y que, con tanta frecuencia, es el mal amigo, causa y lugar de las inhibiciones. Censura el cuerpo es censurar, de paso, el aliento, la palabra.” Escribir: tener el poder. Hacerlo acá desde la otredad, sin la visión predominante que disfraza u oprime los rasgos auténticos. Y es algo así lo que hace María Luisa Puga en su Diario del dolor (2021), donde dialoga con el dolor a través de, claro, la escritura, y que esta tome su lugar dentro de ese momento propio de la autora: ser una mujer enferma de artritis reumatoide. Y es tan poderosa la escritura aquí, que ni siquiera el dolor es capaz de comprender qué está haciendo la escritura. Con ello, claro, esa liberación de la que habla Cixous. 

Acá, la autora del diario no trata de enseñar a sentir el dolor, pues hay manera de aprender a sentirlo. No es entonces un tratado pedagógico sobre el sentimiento de dolor, sino un ejercicio experimental y libre que recorre las particularidades propias de esa experiencia individual. Sí nos dice, por otro lado, prescindiendo de la abstracción y abrazando la cotidianidad que el dolor aleja, extrae sensaciones: resulta que aquello que antes era algo tan recurrente y normal es ahora lejanía e inhospitalidad. Es un encuentro que acrecienta su vulnerabilidad de una manera desproporcionada, descoloca, pero no siempre: acaso sólo cuando se viaja o cuando se mueve una de lugar con este dolor. Y este dolor nos devela envidiable lo cotidiano y las costumbres en las acciones naturales del otro. Es decir, echamos de menos la normalidad que ya no podemos permitirnos. 

¿Se trata de encontrarle un sentido al dolor? ¿Es sólo un ejercicio de materialización? ¿Se personifica, únicamente? ¿Estamos en un camino ante el autoconocimiento? ¿Es no más que un recorrido donde se transparenta el sentimiento del dolor? A saber. Estamos seguras, sin embargo, de que nadie se ha salvado de experimentar dolor y por eso podemos sentirnos parte, aludidas. ¿Es entonces inútil la autocompasión? Diríase que no cuando se sabe el desenlace. Pese a todo, hay que alivianarse el trayecto que se hará junto a Dolor, él y ella, con su cuerpo enfermo que, aunque materialidades distintas, pero juntas, son entes separados por practicidad escritural, es decir, conversas, se alinean, se preguntan, se acompañan, se acostumbran el uno a la otra y viceversa. Tarde que temprano, parece decirnos, el cuerpo suyo ya no lo es más. Todo es ambiguo, pero ajeno: no está entre nosotros, sino en el otro aquello que a ratos no queremos entender. Estamos solas e irreconocibles.

Y claro, podrán presentarse dificultades, pero en este terreno en que se encuentra, son más bien inexorables. Se trata, a partir de ese entendimiento, de descubrir, mucho o poco, lo que tiene el dolor para ella: un abanico de posibilidades, impuestas o como consecuencia de lo habido, para encontrar y descubrirse lo que viene con haber aceptado sin más el dolor. Escribirlo para que esté presente, para que exista. Escribir para existir en este instante. Legitimar la existencia que le fue con anterioridad otorgada. Es, entonces, con un lenguaje tan propio y coloquial que (d)escribe la naturalidad de la espera, el esfuerzo, la angustia, a Dolor y ese arduo camino hacia la pérdida del sentido. Y es que provee ejemplos tan cercanos que es imposible no volverse uno con su escritura. No resulta posible no sentirlo propio. Es todo normal hasta que deja de serlo, y pasa lo mismo con la extrañeza. Dentro de todo, es el dolor lo único que permanece:

Porque ahí estará mi cuerpo, mi memoria, mis hábitos ahora huecos, algunos de mis objetos (cuaderno, pluma, a lo mejor computadora), pero yo no seré la misma. Quizá lo único que permanezca idéntico en todo esto sea Dolor. Por lo menos al principio, después quién sabe.

Volvemos acá la extraña naturaleza del tiempo dentro de la aparente naturalidad. Imaginamos ser otros para escapar momentáneamente al presente, a lo inevitable. Sin la identidad de siempre por más que esté presente como recuerdo. Seguir caminando para terminar por reconocerse en el mismo espacio identitario, sólo que con otras características. Es decir, ha de acompañarnos constante e inevitablemente, nuestra esencia. Será necesario, y ya lo sabemos con anterioridad, amigarse con el dolor, pedirle, con delicadeza, que haga lo mismo que una hace con él. Orillarlo a ceder para intentar descifrarlo. Estamos asidos a su vida, pero al mismo tiempo comprendemos que es distinto para cada uno. Ha de verse afectado por nuestra mirada propia, por la manera en que tratamos de entenderlo, por cómo lo atraviesan nuestras condiciones de vida. Entendemos, sin embargo, al dolor no como algo pasajero, sino como un pasajero más que viaja por un mundo irreconocible al ojo humano, como un fantasma capaz de escurrirse entre el anonimato de quienes tienen la capacidad de transmitir cierto poder. 

Será dentro de ese andar en que nos lleva la autora, que descubrimos esa ironía lúcida que se acomoda en situaciones insospechadas. Es su humor pieza fundamental en este viaje, como también lo fue ese infortunado secuestro que vivió en 1994. Acaso catalizador de sus dolencias, de ese cojeo que ya no se largó y que, dice, estuvo presente desde años antes, pero no fue sino hasta que vivió aquella tragedia que esto se agudizó. La adrenalina abandonó su cápsula y, en su lugar, el dolor hizo su entrada y estancia triunfal. Y sin embargo vence a este de cierto modo, aunque no lo busque ni se pinte como triunfadora (porque de antemano sabe que no podrá serlo), pero conserva cierto grado de autonomía a la que el dolor veía ya como resignación. Esta pequeña batalla, por ahora, ha sido ganada.

Con todo esto, visiones luminosas y vivas: de los pasillos de hospital o de alguna clínica, donde, a partir de lo personal, se enuncia una descripción-declaración tan seria como tan humorística en contra de alguien que forma parte de ese espacio, o en contra del espacio que lo habita; del doctor que le describe una dolencia o enfermedad suya, y declara ella no estar entendiendo nada, pero continúa escuchando porque le gusta la entonación del emisor; analogías que aluden a la ciudad para que nosotros entendamos sus molestias; dar y quitar de soplos de vida a los objetos; cómo tender una cama con las limitaciones que trae consigo se una persona con artritis.

La angustia no apaga la curiosidad. Entendemos que el dolor no es la causa, sino la consecuencia. Que no es violencia como sí lo es su enfermedad, pero sigue estando ahí, el dolor, y es, como siempre ha sido y estado a lo largo de su vida. Luego saber, también, que poner algo en segundo plano no es olvidarse de ello, sino sólo eso: hacerlo de pronto a un lado para seguir con lo propio, con las condiciones que la situación le permita. Que no es esto un desafío ni una revelación: es sólo un suceso al que obliga el contexto. Dentro de todo esto, aun sabiendo las consecuencias, uno quiere vivir, escaparse de pronto, disfrutar lo que sea posible con lo que se tiene a la mano. Que no es todo esto autodestrucción, sino iluminación arbitraria. Y así recordar que todo esto, lo que nos ha traído hasta este desenlace, no es sólo símbolo de comprensión hacia lo escrito por la autora, sino también un recordatorio para todas quienes se quedan acá después de ella, para que, en tiempos y realidades como las actuales, abracemos la inmensidad, propia o ajena, de estar siendo interpeladas por ese sentimiento de dolor y, así, terminar por comprender que, como dice ella misma escribe: lo que pasa es que normal es siempre todo. Nadie, hasta donde sé, vive en estado de excepción.

Diario del dolor, María Luisa Puga, Fondo Editorial UNAM, Ciudad de México, 2021, 88 pp.

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