Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
El amenazado; Jorge Luis Borges.
No es que no me buscara; en realidad yo –sí, yo– no quería que me encontrara. ¿Escapar? Sí, probablemente hubiera sido algo que debí haber hecho en algún punto de esta historia. Durante un año, cualquier noche tuve la oportunidad de hacerlo: la puerta siempre estuvo abierta y no hubo nadie para vigilarme. Me preguntaba en muchas ocasiones si debí hacerlo y mi respuesta era que no tuve ¿el valor? de salir. Docenas de veces, prácticamente suplicó que no regresara. Y elegí, a pesar de todo, no salir.
Fueron épocas duras para él, y claro, para mí. Quizá, siendo honesto, él fue el que más sufrió. Yo solo existía. En un principio me llegaba con claridad un sinnúmero de razones que me decían que no tuve nada que ver en el conflicto, pero cada vez que aparecía por ahí me endilgaban toda clase de maldiciones y durante periodos largos cargué con la sensación de ser no solo la causa sino también el efecto de todo este sentir. Decidí alejarme de ahí, pero existía alguna conexión que no permitía aislarme de mi entorno, como si todo fuera parte de una máquina, un engranaje del que no me permitía escapar.
Quizá, por ignorancia, no percibía lo fácil que era alejarme físicamente. Lo averigüé recién recolecté lo que me pertenecía –los recuerdos– y busqué la primera salida a mi alcance. Lo conseguí de inmediato, sin tener registro del camino que debía tomar y con la única consigna de llegar lo más al sur posible.
Encontré en la ruta situaciones similares a las que yo vivía. Por momentos, todo me resultaba un enigma, lo que derivó en desconfianza y especulaciones a mi alrededor. La primera parte del recorrido la hice a través de un camino sinuoso que se iba iluminando conforme iba progresando. Pude percibir que en este lugar convivían toda clase de pensamientos, y al referirme a todos, me refiero a una gama extensa de ellos. No resultó fácil ver dónde la tristeza o la ansiedad acampan. Poco más adelante, parecía que me encontrara en un sitio diametralmente opuesto, celebraciones o momentos colmados de felicidad.
Al abandonar ese entorno las cosas cambiaron de color y esto me dio oportunidad en entrar en otra dinámica. En este punto, debía ser cauto, mi presencia podría ser más notoria y lo último que estaba buscando precisamente era eso, notoriedad, no debía perder de vista que trataba no solo de alejarme, sino intentaba vivir de manera tranquila sin tener que justificar mi propia existencia.
La voz de mi desaparición comenzó a correr y llegó, pronto, a donde me encontraba. Era extraño, tenía un registro detallado de la cantidad de veces donde maldecían mi existencia y ahora, sin venir a cuento, mi ausencia –o mi no comparecencia– se convertía en un problema. No lo entendía. Simplemente me era incomprensible en ese momento. Por un lado, la razón, las sensaciones por otro, y yo, en medio de todo. Literalmente me encontraba a medio camino del punto al que quería –debía– llegar y a la mitad de un conflicto del cuál fui un daño colateral. Era imposible aislarse de todo lo que había ocurrido. Las cosas que cargaba conmigo –y de las que no me quería desprender– me anclaban a la existencia.
El tiempo jugaba, a veces, a favor. Cada hora que pasaba, cada paso que daba rumbo al sur, era un paso más cerca de mi destino ¿final? No lo sabía. En el camino logré charlar con mis pares, y, a pesar de la diferencia de personalidades logré establecer una conexión, algunos de ellos habían experimentado situaciones similares, nunca iguales. El murmullo que recorría el lugar decía que no había registro alguno de grado de desazón generada por lo ocurrido. Esto me llevó a sospechar, con fundamento, que no tardaría en ser localizado y devuelto al lugar donde crecí.
Levantó la pierna izquierda de forma sorpresiva –era medianoche– y supe, al instante, que me había encontrado. Dicen que «Después de la tormenta, viene la calma», pero, al parecer, a mí me sucede lo contrario. Él intentó destruir todo lo que sintió por ella, y yo…yo soy justo eso. Soy el sentimiento que trataba de esconder y de negar. Soy el sentimiento que, hoy, trata de llegar a la parte más lejana del cerebro y a lo más oculto para el corazón, al sitio en el que menos molestaría, a un sitio donde acampa el olvido. Porque yo decido no irme. Y, aunque encontré una salida a través de una herida no la tomaré, por él, por lo que significó y porque, sé que, en algún punto, podrá contar, sin cortapisas, esta historia.