El corrector semiautomático

He vuelto. No es que me hubiera ido a ninguna parte, simplemente he estado en otros asuntos. Sigo aquí, sentado en la misma silla reclinable con un reposabrazos roído por la desesperación de dedicarme todo el día a fingir que se me dan bien las letras. Bajo mi punto de vista —completamente deteriorado por la hostilidad de algunas personas hacia la página en blanco—, estamos todos los correctores hasta el cuello de mierda.

Nos levantamos cada día a las siete de la mañana con babas en los globos oculares para decirnos a nosotros mismos que el orden de algunas palabras no tiene por qué tener un sentido oculto. Corregir lo que otros escriben para que quede mejor escrito. Ordenar sus palabras para que queden mejor ordenadas. Revisar sus tildes hasta que todas sus virtudes hayan sido acentuadas. Es absurdo. Si ahora mismo me dieran diez pavos por todas las tildes que un qué debería llevar tendría… pues no sé, seguramente diez pavos. Qué bajonazo. Bueno, ahora veinte, el día va mejorando. 

Lo malo de todo esto es que te pasas el día sentado, destrozándote la vista a base de chupar LED, con las yemas de los dedos cocidas de tanto poner tildes donde no las hay y quitándolas de donde no las debe haber, intentado recordar cuándo fue el funeral de la coma del vocativo y por qué el día después tenías una resaca horrible. En mi defensa, tengo que decir que fue idea del vocativo ponernos hasta el culo de puntos y seguidos para olvidar aquella breve pero maravillosa sensación de pausa que tenía la coma antes de morir de cáncer de colon. Las pasas canutas todos los días a cambio de una miseria para que luego venga un listo y te diga «lo siento, tendrás que volver a revisarlo, he encontrado una falta». Hijos de puta. Si, cada vez que encuentro una letra en el sitio que no es, lo proclamara a los cuatro vientos al igual que hacen todos estos sodomitas sintácticos, se habrían extinguido los huracanes. De veras que lo siento, siento en lo más profundo de mi corazón que alguien tenga que leer paja en vez de caja, pero cuando las palabras que siguen son de y seguridad, es normal que el corrector se líe. Según todos estos monaguillos que leen con una lupa en el culo, los correctores nos pasamos el día cascándonosla. No sé vosotros, pero probad a escribir eso sin pensar que está en rumano. ¿Qué importa —ya van treinta, esto se pone cada vez mejor— si de las 7.467 cosas que no estaban bien en 221 páginas ha quedado solo una? Pues que esa única cosa que no estaba bien se ve tres veces más que las cosas que sí lo están. 7.467 cosas que no estaban bien multiplicadas por tres. Eso son 22.401 pajas de seguridad que se va a tener que tragar el lector final. Cuando eso pasa, todos rezamos para que tuviera los ojos cerrados, no vaya a ser que el pobre acabe sufriendo de gonorrea en la retina. 

Recuerdo que de pequeño siempre quise ser escritor y músico de rock. Vivir de prisa, palmarla joven y convertirme en una leyenda del club de los 27 como Jim Morrisson o Jimi Hendrix. Lamentablemente, en alguna parte del camino, se me olvidó una nota en la partitura. En vez de escribir y tocar como un poseso, me veo cada día reescribiendo y retocando como un condenado. Tanto solfeo para nada.

Correctores del mundo, alzaos contra la opresión ortográfica y que todos los qués del mundo queden tildados. Solo un sobresueldo inmerecido podrá sacarnos de esta pantomima de mal agüero. Por un diacrítico que nos queda, hay que aprovecharlo al máximo. 

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