El final de una media naranja

Cruzábamos miradas sin la mínima intención de culpabilizarnos por un deseo latente y presionar con fuerza y poca vergüenza el botón de play.

Una de mis fantasías sexuales era hacerlo en la oficina, pero necesitaba a alguien con el mismo tacto y miedo: tacto para cumplirla sin contárselo a nadie y miedo por… esa misma razón. 

Conocía a Alberto de hace años, cruzábamos miradas sin la mínima intención de culpabilizarnos por un deseo latente y presionar con fuerza y poca vergüenza el botón de play

Eran las 11 de la noche. Agotada hasta la punta de los pies, le dije que me esperara y me acercara a mi casa. —Por el favor te brindaré una cerveza, ¿vale? —le dije.

Alberto, de gran estatura (casi los dos metros si mis cálculos son correctos), perfume Swiss Army que estadísticamente usa el 60 por ciento de la población masculina latinoamericana, lucía siempre como si acabara de bañarse. Usaba las camisas de manga larga sin doblar y los botones abiertos porque todas le quedaban cortas para sus largos brazos. Me saludaba y me acercaba su mano a la cintura, con la palma abierta cubriendo casi todo mi tronco. Entonces decía hola mi vida, con una voz de terciopelo, y remataba con un beso en la mejilla. 

Era atractivo, no exactamente mi tipo, pero robaba miradas y suspiros a su alrededor. Había algo en su voz que me incomodaba, tenía una separación en los dientes que no podía evitar ver, y una barba de dos días sin forma ni fondo… sombra o personalidad. 

Aún así, la química se podía sentir en el ambiente; cuando lo sabes… lo sabes. Miradas y sonrisas delatoras, como cheerleaders en un partido de básquetbol. 

Sabía donde me estaba metiendo, lo sabía desde el inicio. Tengo la manía de organizar todos los posibles escenarios en mi cabeza. Ya estaba segura que esa noche no dormiría en casa; o tal vez sí, pero en ese caso terminaría muy aburrida. 

Cerveza tras cerveza, risa tras risa, mirada tras mirada en mi bar favorito, su mano se acercó a la mía, y mi pierna comenzó a rozar la suya en un gesto en que la inocente amistad se estaba traumatizado. Tarde o temprano necesitaría terapia.  

El licor me llegó a la cabeza y a las hormonas y a las neuronas y a la esquina de las ganas; me llevó a casa y en un intento de despedirnos, nos besamos… 

Sí, apasionadamente, como en las películas, como ya lo había preparado la actriz de novelas mexicanas que tengo en mi interior. Lo sabía desde que me ofrecí a pagarle una cerveza para que me llevara a casa.

Nos fuimos a un hotel: fue una buena noche —creo—. Una linda relación mientras duró: en la oficina, en el coche, en hoteles, en su lujuria y en la mía. 

Tenía novia; yo guardaba la intención de no hacer absolutamente nada para que dejara de tenerla. 

Alberto fue para mí la mejor relación informal que pude imaginar: no había sentimientos, no había desesperos, ni tontos formalismos, no existían las ganas de saber de su vida, ni él de la mía. Nos envolvimos en fantasías y un gusto indecente por acabar con la rutina. 

Dos años después nos vimos: el mismo protocolo, el mismo hotel. No besaba muy bien, repetía que le gustaba mucho porque yo no era una mojigata, que me dejaba hacer de todo, y a mí me deleitaba que lo repitiera. Sus palabras exactas eran: encajamos perfecto

Yo no hacía nada distinto, pero él estaba encantado; me repetía que era su alma gemela en la cama, y mi ego se regocijaba y daba brinquitos de excitación. 

La última vez le pregunté por su novia, hizo un silencio incómodo y una sonrisa tímida. Le dije que no tenía por qué ocultarme, que no éramos nada, ni lo íbamos a ser jamás. Respondió que yo era su media naranja y que le daba mucha incomodidad contarme qué estaba sucediendo. De  pronto mi cabeza explotó, recordé un pasaje de Javier Aznar, de ¿Dónde vamos a bailar esta noche?, que dice: 

“Las medias naranjas no sirven para nada. Son iguales entre sí y su única finalidad en la vida es ser exprimidas para su consumo inmediato, porque si no se oxidan, se les van las vitaminas y no sirven para nada. Y de ahí, directas al cubo de la basura.Casi preferiría un medio limón: algo con un toque ácido, de gin tonic en gin tonic y como la canción de mis queridos Circodelia. Pero nunca una media naranja. Eso jamás”

Todo se paralizó. Repetía en mi cabeza esa frase una y otra vez. En mi mente calculadora y fría nunca imaginé un futuro, un plan A o siquiera un plan Z, y después de esa tarde, no dilucidaba un futuro cercano, o un presente como regalo. Una cortina de humo ocultó todo. Las ganas se extinguieron y la emoción se terminó con esa mentira escondida en la punta de su lengua y su tonta cara de satisfacción al decir que yo era su —infeliz— media naranja.

El amor que tenía se rompió, se perdió, la avalancha de ganas se dispersaron a velocidad de la luz. Y yo empecé a buscar mi ropa y vestirme con la agilidad de un vengador

Me gusta imaginar los escenarios y me gusta también dejar de imaginármelos. Cuando la química se dispersa, el corazón disminuye su palpitar y mi cerebro intenta explotar ante un ataque de estupidez crónica. No hay para siempres cuando todo inicia mal; puede durar, pero es mejor un hasta luego y un abrazo de nunca más. 

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