El hombre que temía a las nubes

Vi en el horizonte una montaña que jamás había visto, su cúspide se perdía entre las nubes, y a cada voz del canto, se acercaba más y más, hasta cubrir mi vista.

Sin saber cómo, me encontré vagando en un bosque, solo y lleno de pánico. Caí de rodillas sobre el pasto mojado, el ulular de los búhos me acompañaba, la luna llena se alzaba en el cielo, el aire que soplaba era frío. Los podía escuchar venir tras de mí, por las hojas secas quebrarse bajo sus pies, al venir sobre mis pasos. 

Me sentía mal; aproveché el momento en el que todos estaban descuidados en el hospital para poder huir, la fiebre era la poseedora de mi cuerpo, y ya no podía correr más. 

Había escuchado a uno de los doctores dictar mi sentencia, no quería morir, no. Me negaba rotundamente; el virus que me poseía me arrastraba a pasos agigantados hacía mi tumba. No quería morir. 

Solo una bata de hospital me cubría del viento que soplaba y acariciaba mi cuerpo, la tierra sobre la que había caído casi me reclamaba. La fiebre. La fiebre. Me incorporé como pude, apoyándome en un árbol. Caminé más deprisa, debía ganarles, no podía regresar a que ellos me dejaran morir… 

Corrí, lleno de esperanza que al salir de entre los árboles, encontraría una salvación. Cabía en la oscuridad la luz de una fogata a lo lejos, el humo que producía se elevaba entre los árboles. Los escuchaba. Había huido de un lugar de muerte para entrar en otro. 

Me acerqué a la fogata, ellos estaban ahí, celebrando una abominación, el conocimiento de lo imposible y lo prohibido. Sus cantos eran extraños, y para mi me resultaría imposible repetirlos, no porque suponga un reto lingüístico, sino por temor de invocar lo que vi aquel día. 

Vestían túnicas amarillas que brillaban con intensidad gracias al fuego de la fogata. Sus palabras eran llevadas por el viento al ser que era el motivo del canto. Vi en el horizonte una montaña que jamás había visto, su cúspide se perdía entre las nubes, y a cada voz del canto, se acercaba más y más, hasta cubrir mi vista. Como si hubiésemos sido transportados, vi la luna sobre nosotros, más cerca, estábamos en la cima de la montaña. A mi alrededor había vestigios de antiguas fogatas y de antiguos anfitriones que celebraron ceremonias igual de abominables que esta. En uno de los muros cercanos, había la marca, como si alguien hubiese sido fundido ahí, un viejo sabio prepotente y poco preparado para estar aquí, quizá. Las nubes de pronto cubrieron el cielo. Gritos que al principio confundí por rayos venían con las nubes, enormes; cubrieron la luna y comenzó a llover. Siguieron los gritos y los cantos, eran ellos, que venían en sus naves de nubes. Los otros dioses, ellos venían por nosotros. 

Los vi descender de sus naves, y mirarnos, y en su mirada encontré sabiduría de la que huyen los sabios, la verdad de la oscuridad del vacío del cosmos, y comprendí que el mundo fue un santuario, y el humano una plaga que no debió ser; y de los varios intentos por aniquilarnos, y que este era el asalto final; que la reciente pandemia, desatada por las bestias del vacío de las estrellas, tenía toda la intención de hacer desaparecer a la humanidad. Vi las estrellas y constelaciones desconocidas, vi planetas y soles inmensos, y vestigios de civilizaciones que desaparecieron, y el quasar en el extremo del universo, y los dioses dormidos y los flautistas que tocan música alrededor del primer motor del caos, la antítesis de la creación, el necio sultán de los demonios; el que roe, gime y babea en el centro del vacío final. El imposible Azathot. 

Y comprendí que solo éramos un error que nadie en el universo extrañaría, y que nuestro único propósito en la vida era desaparecer para dejar desocupado el santuario a los antiguos dioses. Entonces, en un arranque para poder detener todo ello, quise detener los cantos de los sacerdotes amarillos, pero al hacerlo me percaté que jamás les había visto la cara, si es que aquello podía llamarse cara. Del centro de su rostro brotaba un tentáculo, y sus voces no eran reales más que en mi mente, y que la locura brotada de los cantos manaba de mi cabeza. 

Traté de huir del lugar; detrás del muro donde el sabio fue fulminado para siempre, encontré unos peldaños tallados en el costado de la montaña tenebrosa, bajé, y bajé, y bajé. 

Entonces descendí rodeado de nubes y neblina interminable, y escuchaba las voces de los que morían por la plaga, y las abominables risas de los otros dioses que, satisfechos, observaban desde el espacio cómo moríamos y cómo no alcanzamos la supervivencia de la especie. Vi entre las nubes la silueta levantarse del gran dios que dormitaba en su ciudad en el océano, y sentí el retumbar de la tierra bajo sus pies, y los gritos de agonía. Estamos perdidos, estamos perdidos. 

Cuando desperté, lo hice en una cama de hospital. Todo era confuso, y los doctores hablaban lejos de mí de mi condición. La fiebre no cesaba. Los medicamentos no podían hacer más por mi mermada salud. 

Tenía la obligación de relatar mi experiencia y los saberes obtenidos durante la noche, pero nadie creyó y más bien pensaban que se trataban de alucinaciones producto de la fiebre que me atacó desde ese día… 

No puedo evitar sentir miedo de las nubes que vienen y ocultan el cielo, sé, que desde allá arriba en sus naves, nos están viendo cómo agonizamos… y dejamos desocupado el planeta que era de ellos.  

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