Desde ahí puedes verlo todo: el amplio espacio asoleado, un baldío donde refulgen dos figuras. Los dos poetas. Uno de ellos ataca con un verso que provoca una oleada de símbolos que estremece a la concurrencia. El otro retrocede. Es tu abuelo, sus rasgos inconfundibles, como los de tu padre, como los tuyos.
El último show del elegante Joan; Luis Humberto Crosthwaite
Cada cuando en alguna entrevista le preguntan a Luis Humberto Crosthwaite (Tijuana, 1962) si es verdad que quiere dejar de escribir. Ese fantasma le persigue desde 1993, cuando publicó No quiero escribir, no quiero. Yo rescato dos registros más o menos recientes. El primero, de una entrevista publicada en Los Angeles Times, donde confiesa que ha querido, pero nomás no puede; y el segundo, creo que más reciente, publicada en La Jornada Baja California, en otro formato completamente distinto, en donde, en pocas palabras dice que no es un buen carpintero, pero si lo fuera se dedicaría a eso, como no lo es, sin embargo, escribe con gusto y no ha dejado de hacerlo desde entonces.
Traigo a cuento lo anterior por no más que contrastar las tenues diferencias por entre las aseveraciones que se transforman según el tiempo, según las circunstancias. Cómo eso, también, transforma la escritura. Porque aunque es el mismo autor que escribió y publicó El gran preténder, que incluso se gestó antes de que el título de su otro libro le persiguiera como rémora, aunque su impronta transpira y se siente entre los dedos, Crosthwaite es otro.
Otro que es el mismo que sigue escribiendo esos cuentos de agudeza lapidaria, repletos de un humor apabullante y retador, con un lenguaje que transgrede el oficio mundano de las novedades de librería en cadena, con ideas que así cruzan una referencia pop y apuntan cómo deberían ser escrito un poema en octosílabos. En la contratapa de El último show del elegante Joan, la persona anónima que la escribe (casi) afirma que es este el trabajo más maduro del escritor tijuanense. Asimismo introspectivo. No estoy convencido de querer afirmar ninguna de las dos y sin embargo estoy seguro de que así es, no sin antes haber mandado al rincón de los exagerados al anónimo firmante de la cuarta de forros.
Pienso, ya después de la diatriba y el desconcierto, que hay otra palabra para describir lo curioso que no es tal y tampoco basta con tacharlo de interesante. Es algo más. Sé, por ahora, que esa palabra, ese término es el que podría ayudarme a definir con absoluta seguridad y eficacia los relatos de Luis Humberto Crosthwaite. Y digo relatos por practicidad, por depositar en esa categoría estos escritos que son, más bien, ejercicios metaliterarios.
Esa agudeza, que no es tema menor, puesto que es lo que conjuga demás artificios. Junto a ella, es perceptible desde el tratado que apertura el libro, donde los personajes –decida usted si son o no ficticios– escriben un tratado harto particular donde hablan del maltrato que sufrieron por parte del autor siendo que no recibieron lo prometido. A ese particular inicio, le sigue un lúcido y lúdico dibujo del linaje familiar de poetas shaolines cuyos orígenes se remontan a una pelea de versos medidos con precisión quirúrgica entre la ortodoxia poética y el verso libre.
Luego, el repaso sigue jugando con las formas, apenas luego con un cuento desconcertantemente fascinante titulado Opus magnum, donde una suerte de escritor incomprendido se siente una especie de heredero de Joyce capaz de revolucionar el curso de la literatura mundial, donde su labor titánica de escritura condensa las características del escritor de abolengo, el bohemio que vive por y para escribir; y, su contraparte, una editora independiente que, sin quererlo, ayuda a paliar el rechazo rotundo que el otro sufre con las Grandes Editoriales.
Para incluir los elementos que son parte –dígase fundamental– del oficio de escritor de Crosthwaite: la música. En uno de los relatos como un joven compositor que se descubre a sí mismo en un momento de aparente letargo, como si la música, aparente descubrimiento fugaz, fuera la solución a todos los problemas que tiene en ese momento, incluida la timidez que desaparece apenas descubre que componer corridos es una especie de remedio infalible contra el mundo pinche que parece le rodea. Del otro lado de la habitación, el relato que lleva por nombre aquel clásico popular que dice tonto, estás mojado, ya no te quiero, donde un joven enamoradizo, que la vida no bendijo con inmaculada belleza pero sí con dotes de poeta, que es capaz de enamorar a la oficinista más bella que se encuentra comprometida con un sardo gringo. El desenlace, el de ambos, se lo pueden imaginar.
Asimismo con el relato que da título al libro, que es un clarísimo homenaje al poeta del pueblo Joan Sebastian, cuyo imitador más fiel y estelar se ve envuelto en una atmósfera única de ensoñación en un bar que conserva un aura especial de tiempos viejos a los que será difícil volver.
O bien ese cuento donde el protagonista, hombre cuarentón introvertido y abandonado por su esposa dado un fanatismo divertidísimo se halla de pronto echado a la calle de su trabajo por haberle mentado la madre a la directora del plantel donde trabajaba. Entonces halla un anuncio donde se solicitan protagonistas para una novela. Asiste al casting. Claro: el resto es historia.
Y restan otros cuentos, hilados también por personajes únicos, que se baten entre las pasiones y la desesperanza, entre el amor y la decepción absoluta. Entre el día a día dibujado en los márgenes de un mundo que parece no existir, pero que existe, porque todo lo que se pinta tiene textura, puede escucharse, es molesto, ruin, feliz, transitorio, parasitario. Pero esos relatos que quedan deberán ser descubiertos por cada una, cada uno, cada une. Dar el salto al infinito mundo de la ficción será entonces responsabilidad individual. Yo, como el autor del libro con los derechos laborales de los protagonistas de los cuentos, me deslindo.