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Especial de cine: mujeres directoras

En la redacción de purgante llevábamos tiempo maquinando esta entrega sobre las películas dirigidas por mujeres que más nos han entusiasmado. La convicción de hacerlo no obedecía a cuestiones de agenda, sino de discurso. Jane Campion, Agnés Varda, Kathryn Bigelow, Sofia Coppola, entre otras, abanderan esta lista que promete no pasar desapercibida.

An Angel at My Table (1990, Jane Campion)

Tres años antes de realizar El piano (1993), su película más reconocida en la escena internacional, Jane Campion estrenaba Un ángel en mi mesa, una historia humana y desgarradora basada en la peculiar biografía de la escritora, también neozelandesa, Janet Frame. Desde sus primeros trabajos, Campion ha perseguido una ruta constante y congruente con ella misma y sus preocupaciones personales, presentando en los roles protagónicos —siempre femeninos— a personajes con conflictos derivados de entornos opresores y machistas, como Ada, en El piano, o Frannie, en In The Cut. O bien con ciertos desbalances mentales y emocionales, tal es el caso de Dawn, en Sweetie, y por supuesto Frame, en Un ángel en mi mesa. Así, como un claro reflejo de la situación que la realizadora viviera en hogar y el peso que las crisis mentales de su madre dejaron en su memoria, se da a la aventura de explorar la complejidad de seres que se debaten entre sus trastornos y ese impulso creador que da como resultante una obra significativa como la de la mencionada escritora, a quien dicha película —narrada en tres actos bien diferenciados— presenta desde su niñez y juventud, marcadas por la pobreza y las tragedias familiares, para más tarde mostrar su fragilidad emocional dentro de una institución mental, y finalmente exponerla en su proceso de transformación y crecimiento creativo al salir de Nueva Zelanda para explorar un poco del mundo exterior. Campion posee desde entonces un certero manejo del lenguaje cinematográfico, del cual destaca especialmente su simbólico uso del color. Podemos observar el cambio de tonalidades que elige para cada segmento del filme: brillantes para los años de la infancia, deslavados cuando los caminos de la vida se vuelven difíciles de transitar. Con gran maestría compenetra su propuesta artística y su sello autoral con la vida de una de las principales escritoras de su país, logrando un filme de enorme belleza y con un profundo cariño por su personaje. 

Point Break (1991, Kathryn Bigelow)

Presidentes americanos: Nixon, Carter, Reagan, Johnson. ¿Qué tienen en común? Los cuatro son expertos en atracar bancos. Los expresidentes. Nadie antes en la historia del cine había conseguido juntar tantas épocas en un solo espacio. Y encima con armas automáticas disparando contra Keanu Reeves, que no es moco de pavo. Resulta curioso que el artífice de todo este embrollo adrenalínico sea una mujer. ¡En plenos años noventa! Inconcebible. La industria solo promocionaba actores musculados, rubias 90-60-90 y directores cocainómanos, por lo que la aparición de una mujer tras las cámaras en un film de tales dimensiones testosterónicas resulta completamente insólito. ¿Qué coño pasó para que Hollywood decidiera que era hora de que Kathryn Bigelow dirigiera a Patrick Swayze y Keanu Reeves haciendo cosas de machos y surf? Ni lo sé ni me importa, porque es una de las mejores cintas de acción que se han hecho nunca. No hay discusión, y el que diga que la hay, es porque es un completo ignorante. Jamás en la historia del cine había habido tanta acción —por lo que al género se refiere—, se empezaba a cocer algo… más. Un guión sin complejos, un reparto prometedor (la mayoría de sus actores en el punto álgido de su ascensión hacia la inmortalidad) y un descaro fuera de lo común fueron el detonante de un movimiento aún inexplorado: la igualdad. Y ahora, tened pelotas para decir que a las chicas sólo les gusta El diario de Noa (que, por cierto, así como breve apunte insignificante, la dirigió un hombre, más concretamente el hijo de John Cassavettes).

Perfume de violetas (2001, Maryse Sistach)

Siendo el cuestionamiento sobre el tiempo la disputa que define en muchas ocasiones la calidad de un filme, ¿vale la pena juzgar una película al preguntarnos si envejeció bien o mal? Han pasado 20 años desde que se estrenó Perfume de violetas, de Maryse Sistach, y lamentablemente su eje central sigue más vigente que nunca. Casi por azares del destino, Yessica (Ximena Ayala) conoce a Miriam (Nancy Gutiérrez) en la secundaria donde fue transferida por su aparente rebeldía. Sin embargo, mientras transcurre la película somos testigos de que más allá de sus acciones “sin sentido”, su enorme sonrisa y vitalidad, es víctima de la carencia de afecto, la ausencia de una figura materna y el repudio social de querer ser libre. Al ritmo de Si tu boquita fuera, la amistad entre Yessica y Miriam es acechada por una una verdad incuestionable: en México es imposible correr libremente sin que la realidad te detenga estrepitosamente. A modo de justificación o acto fortuito, Sistach aborda la violencia como una moneda de cambio, siendo el aroma de las violetas el último suspiro de resignación. Perfume de violetas sigue teniendo vigencia porque es un retrato de la dualidad de nuestra sociedad: no existe bueno ni malo, sólo víctima y victimario.

Les glaneurs et la glaneuse (2002, Agnès Varda)

Con este orgánico y noble documental, Agnès Varda nos enseña, desde los primeros y ahora lejanos meses del 2000, el oficio de las espigadoras. Transformando conceptos, materializando pinturas de Millet y Breton, citando leyes francesas y captando la necesidad de comer, Varda aplana y recorre los campos, viñedos y avenidas frecuentadas por los espigadores modernos: aquellos que se consagran en el arte de la recolección de la basura de las élites consumistas frente a la lente desenfadada de la directora. Todos espigamos, racimamos o pepenamos en algún punto de nuestras vidas; a la luz del juicio de Varda, no es una acción vergonzosa y es tan firme su postura, que ella misma es captada recolectando y comiendo algunos frutos sobrantes de la época de cosecha. Lúdica, sincera, espigadora de información, testimonios y fragmentos de vida, natural y voz de la experiencia, Varda emerge ante los espectadores como una mujer que busca confrontar a la miseria, a sus años y a sus conclusiones con la cámara. De esta manera, el metraje se consagra como un documento periodístico y dramático repleto de patatas con forma de corazón, máquinas invasivas que desechan miles de productos en buen estado solo por incumplir los estándares hilarantes de calidad, humanos que recogen estos residuos para crear arte, desesperación, hambruna, carencia, hábitos y pasatiempos, todos ellos elementos medulares que dan forma a un discurso crudo e irónico del comportamiento. Varda deja de lado los retratos pintorescos y románticos únicamente para enfocar los objetos que son recuperados para vivir de nuevo, para vislumbrar la belleza y la impermanencia que existe en el desecho, para entender de rituales y de tristezas, para documentar la selección que se hace cuando se espiga y la dificultad que esta tarea representa. Sin lugar a dudas, este documental es una de las ventanas más claras para asomarse con curiosidad e inquietud a la filmografía de Agnès Varda. 

Lost In Translation (2003, Sofia Coppola)

Hace algunos años, mientras me dirigía en un taxi al aeropuerto de Toronto para tomar un vuelo de regreso a la Ciudad de México, no pude evitar sentir una profunda nostalgia por el entorno que estaba dejando. Detrás de la ventanilla miraba edificios y calles que no visitaría nunca; pensaba en la gente que conocí y en lo mucho que había cambiado mi perspectiva sobre la vida desde mi llegada a Canadá. Ese sentimiento es el que transmite Lost In Translation desde su primer fotograma, cuya referencia pictórica a Jutta, el cuadro de John Kacere, es una inquietante metáfora sobre la soledad, mediante el paralelismo que traza con el encuadre de Scarlett Johansson. La película arranca con un tono de aislamiento, que más adelante se convertirá en una incapacidad de comunicarse, para terminar siendo un profundo estudio sobre el sentimiento natural de sentirse solo en un contexto desconocido. Bob Harris es un actor norteamericano en decadencia que viaja a Tokio para filmar un comercial de Whisky; entre el desparpajo visual y sonoro de la colorida ciudad japonesa, Bob conoce a Charlotte, una joven casada con un fotógrafo. Nacerá entonces, sin advertirlo, una amistad inesperada entre los dos. Así brotarán preguntas que no tendrán respuesta, porque lo importante es el presente y nada más. La despedida de los personajes y su enigmático mensaje a modo de susurro reparan en la incertidumbre que ambos deberán enfrentar al día siguiente. De modo que Sofia Coppola regala una de las secuencias finales más bellas de la historia del cine, transmitiendo una melancolía despiadada que logra explotar en pantalla. Por eso Lost In Translation quedará siempre como su obra más personal y depurada. Una obra, además, donde forma y fondo se funden en un discurso profundamente emocional, construido a partir de una estética impecable.

Across the universe (Julie Taymor, 2007)

Across the universe es un viaje psicodélico ambientado en los años sesenta y un musical enmarcado en un pasado histórico y revolucionario que deviene en una explosión visual, dirigido por la directora de cine, teatro y musicales, Julie Taymor. Desde lo más sublime hasta lo más excitante, la película danza al ritmo de las canciones más populares de la banda británica, The Beatles. Is there anybody going to listen to my story, all about the girl who came to stay?, a capela y en voz de Jim Sturgess (Jude), es la antesala de una historia que protagoniza junto con Evan Rachel Wood (Lucy), encarnando una relación romántica dentro del contexto político y social de la guerra de Vietnam. La directora estadounidense logra explotar una década prodigiosa a través de todos los sentidos, con una mezcla exquisita entre la euforia musical, la excitación sensorial de sus personajes y la propuesta visual que inevitablemente nos lleva a viajar y a explorar otra época; desde las calles frías y muelles solitarios de Liverpool hasta las calles más concurridas de Nueva York. Batallas personales, campos militares, heridas de guerra, protestas en la calle, rock & roll, orgías, LSD, alucinaciones y mucha psicodelia son los efectos colaterales de la propuesta artística de una historia de amor y amistad, que termina por homenajear y enaltecer el mensaje amoroso y pacifista del cuarteto más famoso de la historia. All we need is love.

Las buenas hierbas (2010, María Novaro)

En Las buenas hierbas nos adentramos al mundo de la botánica y a los conocimientos ancestrales en las propiedades de ciertas plantas en México, como la pasionaria —la planta venenosa conocida como toloache—, semillas de la virgen, etc. Tenemos, además, una relación madre-hija universal y particular a la vez. Colores y vestuarios que encajan con los interiores y exteriores, resultando en tonos claro oscuros y pictóricos a la vez. En medio de nuestra historia, como una corazonada, el Alzheimer. A través de Dalia (Úrsula Pruneda), quien labora en una radio alternativa, podemos sentir la perspectiva de una madre, hija, amiga, ex pareja, compañera sexual. Vemos pausar y reproducir su vida frente a la enfermedad de su madre, Lala (Ofelia Medina), personaje que empieza a sobrevivir y a desconocer la vida como tal. María Novaro nos muestra una muerte sin dolor como acto de amor, en donde nuestras hierbas mexicanas están presentes de diversas formas: sanando enfermedades físicas y hasta cierto punto enfermedades emocionales.

We need to talk about Kevin (2011, Lynne Ramsey)

Tenemos que hablar de Kevin, de la directora escocesa Lynne Ramsay, es la adaptación cinematográfica de la novela homónima escrita por Lionel Shriver (2003). Narra la historia de Eva, (Tilda Swinton) una autora y editora de guías de viaje, cuyo hijo, Kevin (Ezra Miller) se encuentra en la cárcel después de haber cometido un crimen. Toda la obra gira entorno a la historia de esta madre, el crecimiento de su hijo y una masacre en una escuela de secundaria de un suburbio de los Estados Unidos. Conocemos a Kevin mediante los ojos de Eva. Su trabajo de reconstrucción, a través de recuerdos, es un continuo intento por dar sentido a los actos de su hijo y a su propio comportamiento y sentimientos. Nos habla de la dureza de la negación. Ramsay traza una relación marcada por los temores, el rechazo y el desprecio en el desafío de eso que entendemos como maternidad. El amor que nace y que muere. Uno de los valores de la obra reside en cómo es capaz de colocar el foco en esa madre a través de sus miedos, de su frustración, del agotamiento o de la culpa, todo lo que en el marco socio cultural está prohibido expresar. Tenemos que hablar de Kevin intenta articular todo lo que parece ya estar desarticulado. Un sinsentido imposible de representar en el marco que nos rodea. Vestida de rojo, color predominante en toda la película, el cromatismo emocional roto lleva implícito el deseo y el imperativo, fruto de una imposibilidad. Agónico. Continuo. Sin extásis. En tensión. Visualizando lo inevitable hacia un desgarro sin escapada. Y sin explicaciones.

A Girl Walks Home Alone at Night (2014, Ana Lily Amirpour)

Una vampira en patineta y con chador es otra forma mediante la cual Ana Lily Amirpour construye una obra fílmica repleta de motivos políticos en A Girl Walks Home Alone at Night. Dicha declaración se expresa a través del personaje principal: The Girl. Anunciando así, la textura onírica que empapa la historia no cae en ningún cliché. De modo que a un tiempo está presente en cada plano Murnau y a otro la crítica social que emerge a través de la figura de Bad City. Allí, donde el primer encuentro con Arash, junto con la secuencia donde Rockabilly danza con un globo y la liberación de Atti de las garras de Hossein, se convierten en la instauración de un nuevo orden. Como decía Marx y Engels en su Manifiesto Comunista: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. Por eso podemos decir que estamos ante una de las mejores películas de vampiros, cuyo aroma a western seguramente permanecerá en el tiempo.

Estiu 1993 (2017, Carla Simón)

Estiu 1993 es una enternecedora película con tintes autobiográficos de la historia de la niñez de su directora, Carla Simón. La narrativa del filme empieza en plena Barcelona postolímpica, con la muerte de la madre de Frida, una niña de seis años que debe afrontar el duelo y cambiar por completo su vida. Tras su orfandad, debe mudarse a un pueblo apartado donde corren rumores de la epidemia que se llevó a su madre y el miedo al contagio, sin tener apenas un conocimiento razonable de la enfermedad y su alcance. Y es que hablamos del sida en los noventa: una pandemia segregadora (no en vano resuenan series recientes como la inglesa It’s a sin, pues la enfermedad era considerada en sus inicios un castigo divino reservado para homosexuales, drogadictos y mujeres promiscuas). Si bien hoy todavía existe un estigma asociado al VIH, Estiu 1993 nos remite a un pasado mucho más agresivo respecto a la enfermedad, y lo consigue hacer mediante la maravilla de sus silencios, comentarios en voz baja y una cautela que se mantiene hasta el clímax de la película. Si bien los tíos de Frida reciben a la niña con los brazos abiertos, desde su mirada infantil logra, no sólo procesar un intenso duelo, sino intuir un grito silencioso, un miedo incontenible. La niña expresa las emociones que le vienen dadas por esta situación que intuye mediante la agresividad, insolidaridad, falta de autoridad hacia sus nuevos tutores legales, celos del cariño que reciben sus primas e incluso cierto mutismo. Además, el filme nos retrotrae a un paisaje bucólico, un verano visualmente idílico que choca frontalmente con el sufrimiento, con los silencios. Si bien sobre el final confluyen escenas de intensos diálogos y esclarecimiento, Estiu 1993 es una gran obra, precisamente porque consigue transmitir mensajes y tabúes desde una mirada infantil. Tan intimista como universal en su lenguaje.

The rider (2017, Chloé Zhao)

A medio camino entre la ficción y el documental, la película dirigida por la hoy célebre realizadora china avecindada en Estados Unidos Cloé Zhao remite por momentos al Terrence Malick de Days of Heaven en términos de estética —teoría legitimada por la propia cineasta. Ya no es solo que la puesta en escena rezuma un lirismo desbordado, sino que la atmósfera se vuelve lo suficientemente intimista para obligarnos a empatizar con el duelo de un joven campeón de rodeo que sufre una caída que le imposibilita seguir compitiendo. El prolijo trabajo de Joshua James Richards en la fotografía se sustenta en su capacidad de plasmar al mismo tiempo tanto la imperturbabilidad de las badlands de Dakota del sur como la incapacidad del vaquero en cuestión de encontrarle un nuevo sentido a la vida. Zhao teje la historia sin mayores ambiciones que las de construir una frontera entre los sueños y un mundo que está por extinguirse, valiéndose de personajes reales que se interpretan a sí mismos, desprovistos de cualquier artificio histriónico. Si reparamos lo suficiente en ello, Brady puede adherirse perfectamente al universo de Norma Desmond, aquella actriz wildeariana del cine mudo que se negaba a asumir su decadencia en un mundo sonoro. Parafraseando al protagonista, todos tenemos un propósito en la vida: el de los caballos, correr por las praderas; el de los vaqueros, montar; el mío, conmoverme con los dramas con fachada de western crepuscular.

Lady Bird (2017, Greta Gerwig)

Greta Gerwig, actriz, guionista y directora, ha construido buena parte de su trayectoria en diversas películas del movimiento mumblecore, un subgénero del cine independiente. Sus obras se caracterizan por mostrar temas de la vida cotidiana, principalmente el crecimiento emocional de la mujer, tal como lo plasma en Lady Bird, su debut como directora y guionista en solitario. La historia aborda a una chica que enfrenta la turbulenta transición de la adolescencia hacia la edad adulta. En la cinta, Gerwig hace una oda a su ciudad natal Sacramento, California, y en cierto modo a sus orígenes, ya que como ella misma ha expresado tiende a basarse en vivencias propias, por lo que conoce muy bien a sus personajes y el entorno en el que se desarrollan. Además, repara en la relación disfuncional de una madre e hija que hacen frente a las problemáticas de la clase media de Estados Unidos, todo esto desde la visión femenina que la también actriz ya había mostrado en otros filmes como en Frances Ha o en Mistress America. De esta forma, la directora presenta a Lady Bird como una adolescente que quiere dejar su ciudad y volar a Nueva York para seguir sus sueños. De cierto modo podemos decir que la ópera prima de Gerwig como directora y sus anteriores trabajos como actriz y guionista se entrelazan y se funden entre sí para presentar a mujeres con aspiraciones. Lady Bird tiene un ritmo ágil que le permite al espectador vivir la travesía de la protagonista en un mundo del que no se siente parte, en un filme que bien podría ser el espejo de la vida de la cineasta.

La librería (2017, Isabel Coixet)

La librería, de Isabel Coixet, es una adaptación de la novela de Penelope Fitzgerald acerca de una mujer viuda de un pequeño pueblo inglés que decide abrir la primera librería del lugar. Es el año 1959 y Florence Green, la protagonista, tiene que enfrentarse a los residentes de este lugar costero alejado de las revoluciones sociales de la época en las grandes ciudades, viéndose comprometida debido a la ignorancia de las personas. En esta película el eje de la historia es el poder los libros y como el miedo puede crear la peor devastación. Además de ser un vehículo para refugiarse y desaparecer, también son simbolizados como una forma de aprender y entender que se puede lograr lo imposible. Sin embargo, a pesar de los intentos por hacer crecer intelectualmente a la comunidad, se observa como la sociedad inglesa de finales de los cincuenta se regía por una estructura de clases. Desde ese punto retrata el abuso de poder de los ricos de la zona, a pesar de la crudeza de la realidad, la cineasta también enseña esa sororidad entre mujeres y su valentía para romper con los moldes establecidos. Todo este film de corte inglés se entremezcla con la empatía de Isabel Coixet y un elenco digno de una gran proyección. Por este motivo, me gustaría destacar los papeles interpretados por Emily Mortimer, Bill Nighy y Patricia Clarkson. Hay una conclusión evidente: la librería es un refugio, pero también un punto de inicio.

Las niñas bien (2018, Alejandra Márquez Abella)

La historia de la película, basada en la novela homónima de Guadalupe Loaeza, se desarrolla en el México de los años ochenta, documentando el estilo de vida que llevaba la clase alta de entonces: casas privadas en fraccionamientos exclusivos, asistencia a clubes deportivos y la utilización de tarjetas de crédito (en pleno auge y símbolo de gran estatus) para comprar en las mejores tiendas del país. Una vida lujosa que se esfumó gracias a las cuestionables políticas públicas del presidente de aquella época, José López Portillo. De pronto, algunas familias pasaron de tenerlo todo a quedarse con prácticamente nada. Y todo esto se retrata en las vivencias del matrimonio de Sofía (Ilse Salas) y Fernando (Flavio Medina). Es, quizá, la fotografía fílmica del nacimiento de la clase media. La gran virtud de Alejandra Márquez, además de conjuntar un gran casting y explotar lo mejor de cada actriz y actor, fue lograr transportarnos a la época a través de una gran precisión en la selección del vestuario y los escenarios escogidos, así como una fotografía excelsa. Probablemente Las niñas bien sea una de las mejores adaptaciones cinematográficas de un libro en cuanto a cine mexicano se refiere. No es gratuito que la película obtuviera los Arieles a Mejor actriz, Mejor música, Mejor vestuario y Mejor maquillaje.

First Cow (2019, Kelly Reichardt)

La fuerza en el cine de Kelly Reichardt transita en las pequeñas cotidianidades de los personajes, pues en cada una de sus narrativas hay una búsqueda por un solo objetivo: el autodescubrimiento y el sentido de la existencia. En First Cow, Reichardt convierte al género western en una crítica hacia el capitalismo, mismo que se entiende como algo estático, irreversible y que envuelve a los protagonistas en una situación de supervivencia. Sin embargo, el «sueño americano» es lo que le dota de cierta esperanza a la película: una amistad que se nutre de la aventura, del viaje del héroe. Los personajes van de un punto A a un punto B, pero en el trayecto se encuentran con dificultades para lograr su cometido. Es precisamente ahí donde la marginalidad y la justificación de ocupar elementos masculinos se mezclan para hacer una aventura cálida, cómoda, recordable, ya que a pesar de tener un discurso político que va allende del entretenimiento, su meta es infalible. Más allá de ser una película memorable, es un suave laberinto donde la audiencia debe habitar y seguir su instinto para acomodar todas las piezas que expone Kelly y así conseguir una reflexión a través de una crítica audaz y honesta consigo misma.

Las facultades (2019, Eloisa Solaas)

En Las facultades es válido pensar que somos (el) lenguaje: ese artefacto (modificable) que cuenta es el mismo por el cual se conforma y es el mismo, a su vez, que condensa, diluye y confronta. No importa acá criticar ni ensalzar (ni menospreciar) un sistema educativo, sino mostrar los procesos, tanto cognitivos como expositivos, dentro de distintas disciplinas, en contextos completamente distintos: desde dentro de una facultad hasta dentro de una prisión. Siendo todo lo mismo, quizás, porque el lugar es lo de menos; no, sin embargo, quienes componen esos escenarios. Salas envuelve, con un ritmo vertiginoso que marcan los mismos estudiantes y académicos, la esfera educativa –y, por qué no, académica– en una cinta que evoca la naturalidad del desarrollo de las personas, de las formas de comunicación, de la enseñanza, al aprendizaje. Es un dibujo fragmentado sobre lo que se comprende y cómo es que se comprende, y no, quizás, el porqué se comprende de tal forma. Eso acá no es relevante. Como no parece ser tampoco importante acá lo que parece importante para todas. No trata de convencernos de nada porque todo está dicho. (Mostrar, eso importa.) Importa sí, por otro lado, cómo se desarrolla, individualmente, algo que, visto en conjunto, se convierte en un sistema. Que pese a conformarse como tal, no es todo igual de cualquier forma. Es distinto sobre una base que parece (¿o es?) similar. La uniformidad es una forma que se quiebra, que se presenta con matices. Todo es distinto aunque, al enunciar la premisa, todo parezca ser lo mismo. Importan las palabras, cómo se enuncian, su relevancia. Importa el lenguaje. ¿Es que, acaso, esa es nuestra identidad?

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