Hasta siempre, Patrick Miller

Se renta, dice un cartel. Ay, la renta. Se renta, no se vende, quiero pensar. Cambia de camiseta para luego volver a ser el monstruoso local para el que no pasa el tiempo, quiero pensar. Adáptate a los tiempos, Patrick, y luego vuelve…

Era una verdad absoluta: hamburguesas en la Pulquería Insurgentes, tacos de canasta en La Puri y hot-dogs en el Patrick Miller. 2018, el año de nuestras vidas; aquel donde conseguí que un bar entero corease al Chucky Lozano a unas horas de que México enfrentase a Corea del Sur y en el cual viví el campeonato de Francia arrastrando una borrachera criminal a las doce del día. 2018 transcurrió, en su mayoría, en esos tres sitios. Pulquería, Puri, Patrick. Tres pés. Si me hubiera cortado las venas, me habría bañado en cerveza oscura.

Es probable que mi primer Patrick Miller fuese al que me llevó quien religiosa y admirablemente soportó la avalancha de aquel año. Ese viernes había salido a la superficie de los servicios musicales ‘Corazón’, de Maluma. Postrimerías del 2017. Tú me partiste el corazón, pero, mi amor, no hay problema / ahora puedo regalar un pedacito a cada nena. Filosofía pura. Me torturaron inclementemente las luces estrambóticas del Patrick Miller. Sonó New Order. Every time I see you fallin / I get down on my knees and pray. Sentía que podía morirme y ello representaría una suerte de sacrificio por la música ochentera. Me acompañaba mi escudero de mil batallas -y un millón de borracheras-, al que le espeté un no-chingues-la-música. De esas frases sin sintaxis, sin coherencia, sin sentido, aunque absolutamente comprensibles. De ahí en adelante revisité muchos Patricks -el perfil siempre estaba delimitado por la cartelera lanzada horas antes en Facebook: setentas y ochentas, ochentas y noventas, dosmiles, high energy, viejitas pero bonitas, etcétera-. Mérida 17, Roma Norte. ¿Vas hacia allá?, preguntaba Uber todo viernes a las once.

En el Patrick Miller me enamoré escuchando A Little Respect, de Erasure. O quizá ya estaba enamorado, pero lo reafirmé -prueba fehaciente de que aquel local de paredes descarapeladas y calor inhumano era, en sí, una máquina del tiempo… disculpen el lugar común-. Ahí pedí a los gritos Don’t You Want Me, de The Human League, hasta que la pusieron. Ahí llegué a un estado de mente superior, quizá el nirvana, cuando decidieron cerrar el changarro con Tutá Tutá, de los Auténticos Decadentes. Se me cayeron los calzones cuando descubrí que había un entrepiso repleto de mesas -y no recuerdo, en absoluto, cómo era: traía una mezcla de ginebra, whisky, ron y tequila que me mantuvo al borde del colapso; acabé huyendo sin avisar a nadie-. Ahí encontré -y saludé, y abracé- a una amiga que, hasta donde yo sabía, vivía en otro país -quizá el Patrick Miller sea, en sí, otro país-. Ahí, como adelanté al principio, me atasqué de hot-dogs francamente deplorables, pero que minaban un poco el efecto del reciente cervezazo. Debo tener por ahí perdidas ciertas fichas que siguen prometiendo ser válidas para unas cervezas -me las voy a tomar, Patrick, a tu salud-. Había un cartel, a la entrada, que dictaba que el aforo máximo era de 997 personas: quiero pensar que alguna vez fuimos mil. Afuera del Patrick, a escasos metros de los hot-dogs, una conocida me pidió -o me ordenó: hay gente que no encuentra fronteras entre una cosa y otra- que no le contase a su novio el haberla visto atascándose con otro carnal. Había dicho que me enamoré en el Patrick Miller: ese mismo día descubrí que los ojos de los que habla Kim Carnes en Bette Davis Eyes eran, efectivamente, los de la mujer en cuestión. En el Patrick Miller nunca vomité: todo se sacaba bailando -las discusiones entre parejas, también-.

Hoy surgió la noticia -quizá falsa, como todo en este país- que dicta su cierre definitivo. Se renta, dice un cartel. Ay, la renta. Se renta, no se vende, quiero pensar. Cambia de camiseta para luego volver a ser el monstruoso local para el que no pasa el tiempo, quiero pensar. Adáptate a los tiempos, Patrick, y luego vuelve: ahora mismo no podemos aglomerarnos como sardinas que nadan al ritmo de Blue Monday. Y lo anunciaron en viernes, los cabrones: el único día que abrían. El Patrick Miller era un fallo temporal en la mátrix del tiempo y un error en esa máxima que dicta que hay que amoldarnos a la época que corre. Ni madres. No te vayas, Patrick; estrella capaz de comprender lo vital que es la transgresión hoy en día. Ya te extraño. Que Santa Debbie Harry te acompañe.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *