La Eurocopa como medida de tiempo

2021 -que debió ser 2020, como todo lo que arrasó aquel año absurdo-, será la Eurocopa de la adultez: haber buscado otro techo, lejos del calor paternal. Una Eurocopa que es, a su vez, una suerte de diáspora: se juega a lo largo de toda Europa. Todo y nada, a la vez. Algo nuevo.

2016, junio. Llovía tanto en la UAM-Xochimilco, una suerte de trajinera con forma de campus, que los pasillos derivaban en ríos salvajes. Llegaba yo al salón, desierto, con un pobre profesor desvencijado y de hombros hundidos que buscaba enseñarnos periodismo. Otra vez no llegó nadie, mascullaba. A cuentagotas arribaban dos, tres más, mientras afuera se caía el cielo. Al mismo tiempo, en Lens, bajo un sol inclemente, Gareth Bale colocaba el balón y se echaba dos, tres pasos atrás. ¿Empezamos la clase, aunque seamos pocos?, preguntó el profesor. La puta madre, la metió, respondí. Aún no entiendo cómo es que la red de la UAM, tan caprichosa, tan inestable, tan metáfora de lo que es, en sí, la institución, soportó aquel encuentro. Inglaterra derrotó dos a uno a Gales en fase de grupos y el profesor se arrimó a mí. No me gusta el fútbol, dijo, pero gracias por haber llegado a la clase. No volví a saber de él, fue su último trimestre.

Escribe Rodrigo Márquez Tizano que todo campeonato arranca en la infancia. Mi Eurocopa personal arranca en 2004, con el triunfo griego, a mis ocho años. No viví el torneo frente al televisor, mucho menos en un estadio, sino en esos escasos metros que, sobre Carlos B. Zetina, en la colonia Escandón, separaban la puerta de primaria del café más cercano: ahí había un proyector que transmitía los juegos. Grecia desafió mi lógica. Thierry Henry, David Trézeguet, Zinedine Zidane, Claude Makélélé, Robert Pirés, Fabien Barthez, todos cayeron. Aquí hay que puntualizar la importancia y dimensión mítica que tiene un nombre mediático en la mente de un niño de ocho años obsesionado con el fútbol: si no son superhéroes, es porque incluso a los superhéroes a veces les duelen cosas. De grande quiero ser Charisteas, le dije a mi papá. En mi vida importan más los Nikopolidis, Dellas, Zagorakis, Karagounis, Katsouranis y Charisteas, que los Aristóteles, Platón, Sócrates, Parménides, Tales y Empédocles. Mejor quiero ser Araujakis, corregí. Ahora me gustaría imaginarme como un remate de Traianos Dellas: certero, inesperado, inevitable.

Si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar / no te olvides que soy distinto de aquel, pero casi igual, canta Andrés Calamaro. Doce años después yo, seguramente, seguía queriendo ser Charisteas, o Araujakis, pero estaba enamorándome irremediablemente. Quizá por eso llegaba temprano al salón. Quizá por eso seguía bebiéndome los cafés que sabían a cloro y aguantando al profesor que quería enseñarnos periodismo y no nos enseñó periodismo. El inclemente calendario universitario no permite espacio para el fútbol. Yo, en aquel momento, predicaba solamente una religión: Antoine Griezmann. Lo demás, es lo de menos. Siendo una creencia hoy apagada y ahogada en tierra, el enamoramiento del que hablaba -correspondido, pero no correspondido- encontraba sosiego en las pinceladas -nunca mejor dicho, porque ese botín era brocha delgada- del francés. Echó a Alemania de la Eurocopa, y yo me enteré bajando las escaleras del metro. Me esguincé, porque conocer el resultado nubló los siguientes tres escalones.

Quizá la conclusión acá sea que, cuando uno ha decidido que su cuerpo hierva al calor del fútbol, las competiciones son más que aquello que sucede a través de una pantalla y a kilómetros de distancia. Es más que la pinche pelota, incluso. Medimos nuestra vida en Mundiales, pero la Eurocopa y la Copa América son una suerte de oportunidad para atisbar, cada dos años, en dónde estamos parados. Más que el torneo de Cristiano Ronaldo o el inesperado triunfo portugués, 2016 encarna aquel enamoramiento que me llevó a gritar goles en un aula vacía. 2004 es el niño que entendió que, a diferencia de los superhéroes y sus películas, el fútbol no trae guiones establecidos.

2021 -que debió ser 2020, como todo lo que arrasó aquel año absurdo-, será la Eurocopa de la adultez: haber buscado otro techo, lejos del calor paternal. Una Eurocopa que es, a su vez, una suerte de diáspora: se juega a lo largo de toda Europa. Todo y nada, a la vez. Algo nuevo. No sé a dónde me lleve, no sé quién quiera ser. Por ahora, decido firmar esto como Araujakis.

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