La noche en que Leonard Cohen me presentó a mi padre

Me estremezco con los versos de un poeta que, lejos de despedirse, nos arrastra hacia las cosas que nunca terminan por cambiar.

Reconozco cierto distanciamiento con mi padre. Si bien me mira, no alcanzo a comprender del todo sus palabras, especialmente si espero respuestas a mis preguntas. Me desconcierta, admito, pues algún día cargaré con una herencia de recuerdos que no me pertenecen. No es que me ponga triste, es sólo que me encantaría entender mis actos en retrospectiva. Lo veo como un ejercicio de reflexión constante para el cual todos deberíamos estar preparados. 

Inesperadamente, llega a mí un disco que lleva un sobrenombre que me inquieta: «póstumo». Me sobresalta pensar en la muerte, pero inmediatamente trato de entenderla como una oportunidad de conocer al padre de alguien más, con los recuerdos y respuestas que por ahora no encuentro en mi interior.

Estoy ante Thanks for the Dance, el álbum póstumo de estudio de Leonard Cohen, publicado por su hijo Adam con el material inédito que dejó el también escritor. Debo confesar que me exaspera de algún modo haber tardado tanto en coincidir con la música de Cohen. Al escucharlo me reconozco en sus letras, en ellas se halla la verdad suficiente para comprender que, en vida o muerte, nunca es tarde para conocer a alguien. 

Me estremezco con los versos de un poeta que, lejos de despedirse, nos arrastra hacia las cosas que nunca terminan por cambiar: amor, fe, pecado e incluso traición. Thanks for the Dance también se apropia del camino extenuante de cualquier hombre, que pierde romances, fuerza en el cuerpo, credo en las promesas y de algún modo sentido en la vida. Se trata de disco sobre la vejez, pero, más que eso, sobre la experiencia de vivir. 

Leonard Cohen no se contiene al hablar sobre pastillas que adormecen el dolor en The Hills. No niega el dolor; al contrario, lo recibe como un regalo de Dios. Al final del disco recita los siguientes versos: Escucha al colibrí, cuyas alas no puedes ver. / Escucha al colibrí, no me escuches. / Escucha la mente de Dios, que no necesita ser. Adopto con cierta nostalgia el final del disco. En Listen to the Hummingbird encuentro en los retratos de un artista la voz de mi padre, aunque ésta parezca muda. 

La música llega inesperada, al igual que la muerte. Ambas confiándole certeza a nuestras historias. Nunca es tarde para depositar en las letras las voces de quienes queremos o quisimos escuchar. Prevalece un aire de culpa, pero también una inquebrantable voz de poesía que nos permite ser lo que queramos; por ejemplo, redentores de nuestro pasado.

Despierto y no dudo en darle las gracias a mi padre por el vinilo de Thanks for the dance. Enseguida me confiere una mirada de complicidad, dispuesto a acercarme otro objeto de su larga colección.

La música apenas comienza.

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