La soledad de América Latina

En la gala del Nobel, García Márquez habló sobre el delirio inherente a los ejercicios de poder.

Cuando Andrés Manuel López Obrador sacó de su cartera dos escapularios del Sagrado Corazón de Jesús, un trébol y un billete de dos dólares como amuletos para combatir la expansión del coronavirus en los albores del confinamiento, no pude evitar pensar en Françoise Duvalier, aquel megalómano que sometió a los haitianos durante catorce años utilizando el vudú como mecanismo político y represor.

No es que el presidente mexicano se asemeje, en mis ojos, a un tirano, sino que la lectura de la novela breve Se abren los caminos (Textofilia), de Manuel Barroso, me había dejado reflexionando varios días sobre el delirio inherente a los ejercicios de poder en Latinoamérica. 

Durante la gala del premio Nobel de 1982, tras ser condecorado por la academia sueca, Gabriel García Márquez pronunció un discurso titulado La soledad de América Latina. El novelista colombiano dijo, entre otras cosas, que «la independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia», y dio cuenta de los funerales solemnes con los que hizo enterrar su pierna derecha Antonio López de Santa Anna en México; la ceremonia luctuosa con el cadáver de Gabriel García Moreno sentado en la silla presidencial de Ecuador; la orden de Maximiliano Hernández Martínez de cubrir el alumbrado público con papel rojo, para combatir una epidemia de escarlatina en El Salvador; y el monumento a Francisco Morazán en Honduras, que, según el clamor popular, se trataba en realidad de una estatua del mariscal Ney comprada en un depósito de esculturas viejas.

Buscando respuestas sobre esa «patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda» que aludía García Márquez, me encontré en los confines de mi biblioteca personal de cuarentena con aquello que decía el impopular Octavio Paz en El laberinto de la soledad, sobre que «nuestra actitud vital también es historia»; es decir: «los hechos históricos no son el mero resultado de otros hechos, sino de una voluntad singular, capaz de regir dentro de ciertos límites su fatalidad». Si se repara en ello, suena a condena. 

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