La soledad ritualiza el gesto de la traducción: Marilena De Chiara

La traductora, investigadora y profesora Marilena De Chiara (Nápoles, 1980) lleva dos décadas avecindada en Barcelona, donde se le reconoce en los diversos espacios de intercambio cultural como una continuadora legítima del legado inabarcable de Dante Alighieri y donde, también, imparte cursos de literatura y escritura creativa. 

En paralelo, ha desarrollado una sólida faceta como ensayista en Jot Down, con textos que abordan la lectura de los clásicos, el arte de narrar y, desde luego, el origen y el sentido de las palabras. De vez en cuando se pasa por espacios como Altaïr Magazine para escribir a la distancia sobre Nápoles, con la que mantiene, como buena napolitana, una tensión constante. 

Para conversar al respecto y otros temas como la influencia social de los cafés literarios, su patrimonio como lectora y la soledad del traductor, me encontré con ella en la cafetería de la Sala Beckett, ubicada en el barrio barcelonés de Poblenou.

Te has erigido como una de las grandes guardianas del legado cultural de Dante.

Más que como guardiana, me veo como una custodio o como un filtro. Yo, personalmente, no sería la persona que soy sin la Comedia. En Italia, la Comedia es una asignatura. Durante tres años dedicábamos un año a la lectura del «Infierno», un año a la lectura del «Purgatorio» y un año a la lectura del «Paraíso». Mi primer acceso con la posibilidad de fundamentar el lenguaje, de dar al lenguaje una vida nueva y anclarlo directamente al contexto, desde la conciencia de que el contexto siempre es móvil y flexible, fue a través de Dante y esta doble posición, porque es a la vez el personaje y el poeta que narra. Yo me veo así en mi labor como traductora: estoy siendo lectora en el aspecto más íntimo y, de otra forma, estoy siendo la persona que está permitiendo el tránsito, el filtro entre orillas, entre palabras y silencios.

¿Cómo se contagia la fiebre por los clásicos?

Hay un libro de Borges que se llama El oro de los tigres, donde escribe «Los cuatros ciclos» y dice: Cuatro son las historias… Y habla de La Iliada, La Odisea y luego menciona la búsqueda, que es finalmente la de Dante. De modo que la forma de leer a los clásicos no es tanto buscar su reflejo en el presente, sino la forma en que este presente nos está devolviendo a las preguntas que ya se plantearon. Me fascina pensar en autores y creadores que han querido buscar el detalle mínimo de la Comedia y traducirlos a su realidad. Pienso en Anne Carson y en su Autobiografía de Rojo. Ella elige un personaje de la Comedia, a uno de los monstruos dantescos, que es un personaje casi marginal, a partir de los fragmentos que tenemos de la Gerioneida de Estesícoro y crea un nuevo discurso, un nuevo relato, un relato que nos habla desde este presente. También está el caso de Ocean Vuong, poeta de origen vietnamita, con su poemario Cielo nocturno con heridas de fuego, que es, en parte, una relectura de La Odisea. Lee la vida de Telémaco, el hijo de Ulises, a partir de su propia experiencia. Esa potencia de los clásicos para hablarnos en el presente es fascinante. Escuchar el eco y saber ver que las preguntas que se plantearon los griegos y después se plantearon Dante y Shakespeare nos conciernen, porque tienen que ver con lo que nos hace humanos.

Más allá de reescrituras contemporáneas, ¿es posible decir que los clásicos han perdido su influencia social y cultural en los nuevos lectores?

Yo creo que no, soy muy optimista en ese sentido. Calvino decía que un clásico nunca termina de decir lo que quiere decir. Lo que pasa es que esa presencia no siempre es visible y reconocible, pero está incluso en el lenguaje común. Cuando hablamos del mito de Orfeo y Eurídice o de Dafne y Narciso, hablamos de relatos que vamos contando, que vamos transformando. El mito es, en sí, una forma que nos permite observarnos y cuestionarnos quiénes somos. Por eso creo que, aunque pueda existir cierta distancia respecto a la lectura de los clásicos, esa médula de verdad sigue presente no solo en la enseñanza sino en la propia conversación.

Se ha reparado mucho en la soledad del escritor y se habla bastante menos de la soledad del traductor.

Hay algo maravilloso que escribe Marcelo Cohen, para mí el mejor traductor del inglés y uno de los lectores más exquisitos del teatro de Shakespeare, en donde compara la traducción con la oración. La soledad ritualiza el gesto de la traducción. Traducir, para mí, es leer, pero también dudar constantemente y cuestionar el valor de cada palabra en un doble sentido: por un lado estás cuestionando la lengua desde la que estás traduciendo y, por otro, la lengua que te ha acogido. Yo, constantemente, vivo entre lenguas, porque mi lengua materna es el italiano, pero, desde que dejé Italia hace 25 años, mis lenguas son el castellano y el inglés. Por lo tanto siempre hay esa triple interferencia. Y cada nuevo texto, cada nueva lectura, lo que permite es ensanchar mi propia lengua y entender los niveles de profundidad que hay en ella.

Cuando dialogas y te relacionas con el cuerpo del texto, ¿qué tanto influye tu formación intelectual y emocional?

Es un tránsito en el que tú solamente constituyes un eslabón; un eslabón en una cadena de transmisión, pero también de renovación. Influye tu formación sentimental, tu educación emocional y tu patrimonio como lectora, porque a cuantos más referentes hayas podido acceder, más apertura tendrás con respecto al texto. Esa responsabilidad yo la siento, aunque la veo como un honor. Finalmente toda experiencia se da en la duplicidad: esa alegría de poder dialogar realmente con un texto que no representa solo la palabra que tú estás leyendo, sino que involucra a una persona que, muchas veces, escribió desde una distancia física, lingüística y temporal. Y luego lo que te permite generar esa fusión, en la que estoy mezclada como traductora, el propio texto que recibe el apoyo de otra lengua y el texto en un contexto de lectura y de diálogo. Todo eso fluye a partir de la flexibilidad y la elasticidad de la lengua.

Y luego está el propio impacto visual de la palabra escrita, del que has reflexionado en otras ocasiones.

En el texto todo se escenifica. Pensemos en un poema. Cuando abrimos la página de un poemario, los espacios en blanco, las líneas, los hemistiquios, la forma en que cada mitad de verso está colocada, ya nos está proporcionando un código interpretativo. Por lo tanto, leer no significa, para mí, solo centrarme en la escenificación, sino también la propia textura de las palabras. Algo que me ha permitido vincularme con Dante y con textos como La iliada y La Odisea es la conciencia sobre el origen de las palabras. Por eso siempre me interesa volver a la etimología. Para llegar al origen primario de una palabra y poder observar su viaje, hay que pensar en su formulación visual, en cómo las consonantes y vocales se están integrando. Hay otro elemento que también es fundamental en la escritura y, sobre todo, en la traducción: determinar cómo pautar el texto, otorgarle esa música, que es el eco de la melodía que está en el texto de partida, pero que se está sintonizando en la melodía del texto de llegada. ¿Qué te lo permite? La puntuación. Si yo decido poner un punto y aparte, ya estoy sugiriendo algo.

Hablando de cosas indisociables de tu labor como traductora, está Nápoles, el lugar donde naciste. Paolo Sorrentino y otros creadores hablaban de una relación ambivalente, en la que nunca logran abandonar a la ciudad del todo, pero que, al mismo tiempo, se sienten bien lejos de ahí. 

Es la tensión constante en la que vivo. Te hablaba de las lenguas en las que me muevo, pero, en el fondo, mi lengua más íntima, más pura y menos contaminada es el napolitano. Toda lengua viene también con una serie de referentes culturales, comportamientos, rituales y significados. En estos 25 años lejos de casa, siempre he intentado mantener este puente. Me siento muy orgullosa de que parte de mi educación sentimental esté vinculada no solamente al italiano y al napolitano, sino a un espacio geográfico que ya de por sí es doble. Piensa que en Nápoles vivimos bajo un volcán. Es el lugar donde el fuego, el mar y el agua se encuentran, en la costa, donde crecí. Para mí, el testimonio más visible de esa duplicidad de Nápoles, que era parténope, una sirena, esta idea del ser humano y el pez, esa libertad absoluta, es toda la obra de Eduardo De Filippo, desde el teatro hasta la poesía, la narrativa de Elsa Morante, de Elena Ferrante, el cine de Sorrentino. Todo eso se vincula con mi visión de la traducción. Traducir es volver al origen. El origen que se haya en el texto que estás traduciendo, pero también la primera semilla de esta palabra durante todo su recorrido. En ese tránsito también está mi propia posición como napolitana que se ha formado, que trabaja y se desarrolla en un espacio que es otro geográfica y lingüísticamente. 

Si alguna ciudad tiene carácter y personalidad es Nápoles, pero ese mismo carácter y personalidad son, al mismo tiempo, bendición y condena. ¿Cómo se interpreta Nápoles desde dentro y desde la distancia?

Te hablaba antes de Anne Carson, hay un verso en la Autobiografía de Rojo, en el que un personaje cuestiona qué aspecto tiene la distancia. Depende desde dónde me sitúe para observar esa bendición y esa condena que representa la ciudad de Nápoles. A veces me siento afortunada, porque al no vivir ahí, esa distancia me asegura la posibilidad de tener una visión más panorámica, más global. Sin perder de vista la certeza de que una ciudad tan intensa, que condensa tantos mundos, necesariamente siempre está al borde de la erupción. Y ahí es donde yo veo esa condena, ese pecado, qué significa ser napolitana hoy, a la hora de leer y de traducir, pero también ese privilegio. Hay algo que es propio de la sociedad napolitana y que pervive, más allá de los cambios históricos y sociales, que es este sentido de pertenencia y de comunidad: esa necesidad de ritualizar la experiencia. Tomar un café con alguien es un gesto absolutamente ritual, que significa la pertenencia a una comunidad emocional y lingüística. Ser parte de eso me permite acercarme al texto desde esta intensidad, buscando las fisuras, las fracturas. Nápoles encierra muchos mundos y todos estos mundos están en tensión, fricción, listos para un terremoto. Estoy en esta tensión entre esta nostalgia absoluta y una sensación de negación y rechazo. Lo que me encanta es ver cómo la propia ciudad y nuestra cultura se representa a través de la artes.

Hablando de rituales y de la literatura como un componente social, recuperando un poco el postulado de Claudio Magris en Microcosmos y la mitología de lugares como el café San Marcos de Trieste y café Gambrino de Nápoles, ¿no te parece que nos hemos mostrado muy indiferentes ante la degradación de los cafés literarios?

Esa capacidad de la literatura y de las artes en general para crear comunidad se volvió aun más necesaria y orgánica durante la pandemia. El hecho de tener un espacio compartido donde nos podamos observar, donde podamos dialogar a través de los textos con el pasado más remoto y el presente más contemporáneo lo percibo más vivo que nunca. Cuando empezó la pandemia comenzamos a leer La peste de Camus y El Decameron de Boccaccio. Eso me pareció maravilloso, porque nos está diciendo que necesitamos un ancla, un punto de partida al cual aferrarnos para poder traer al presente estos hilos. Pienso también en la proliferación de los clubes de lectura, en la red de bibliotecas aquí en Barcelona, o en la vivacidad de la programación cultural de librerías como Nollegiu, de la cantidad de cursos de lecturas y de escritura. Finalmente se trata de perpetuar una tradición. Somos seres orales, necesitamos contar historias. Y para eso necesitamos un grupo con el que compartamos códigos, rituales y comportamientos. Ursula K. Le Guin decía que contar es escuchar. Por eso necesitamos espacios físicos: cafés literarios, tertulias, teatro. Y debemos de entender que los espacios de intercambio de diálogo también persisten a través de otros formatos, como las redes sociales. 

Leyéndote en Jot Down y en Altaïr Magazine en textos de largo aliento, pienso en la necesidad de insistir ante las nuevas generaciones sobre el valor histórico que tienen las publicaciones tradicionales frente a los formatos más sintetizadores a nivel digital. Es decir, en la idea de que éstos son insustituibles y pueden confluir perfectamente con las nuevas herramientas de prescripción y narrativa en la esfera cultural.

Esa es la clave: el hecho de que no haya un único formato. La idea de que el debate y el intercambio cultural se pueda dar de distintas formas y, por tanto, eso nos permita integrar distintas cosas. Ahora nos enfrentamos al auge de la forma breve, pero la forma breve puede condensar, también, una significación muy profunda. Y eso no invalida en lo absoluto un texto de largo aliento o un texto divulgativo. La convivencia de todos estos formatos es la que permite que el campo literario siga creciendo como una constelación, porque ahí estamos abriendo posibilidades de generar encuentros, de tejer estos hilos. En Jot Down siempre intento dibujar cada texto pensando en la estructura, en su forma. Me gusta esta posibilidad de experimentar, de traducir la experiencia a través de distintos formatos, dentro de un marco que es el texto más amplio, con referencias y notas. Esa convivencia, que a veces puede generar tensión, nos puede dar pie a soluciones que nos permitan buscar nuevos formatos.

Pensando en que llevas mucho tiempo avecindada en Barcelona, me interesa preguntarte lo siguiente. Después de haber sido idealizada como el epicentro editorial por excelencia, ¿te parece que su estatus como capital cultural se está redefiniendo? ¿Qué te dice la Barcelona de hoy en ese sentido?

Llevo 20 años en Barcelona. He reflexionado mucho sobre lo que me estás planteando. De entrada, yo creo que en Barcelona, por su multiculturalidad y por su propio bilingüismo, se da un cultivo que es muy fértil. Y no pienso solo en la literatura, en editoriales cuyo catálogo me interesa como Anagrama, Acantilado, Galaxia Gutenberg, sino de toda la serie de iniciativas que aquí se toman a nivel público y desde la esfera más privada. Pienso mucho en el Festival Grec, por ejemplo. Veo que hay una decisión consciente de una ciudad para satisfacer la demanda de un público con propuestas que no solamente tienen valor estéticamente, sino que están intentando conectar realidades muy distintas. En el Grec tuve la oportunidad de ver la mejor adaptación de una obra de Shakespeare, Roman Tragedies, de la compañía nacional de teatro de Ámsterdam, un espectáculo de seis horas. El auditorio estaba lleno. Fue algo extraordinario. Y luego tienes los debates en el CCCB, a Rocío Molina y el Niño de Elche en el Mercat de les Flors, a Peter Brook presentando su propia versión de La Tempestad. Me encanta sentirme parte de una comunidad que participa. En Barcelona se funde, se mueve de una forma orgánica discursos que también encuentran reflejo en las políticas culturales. Se junta la sed de la población con una respuesta a nivel ciudad. Es un diálogo y una circulación constante.

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