Mirar afuera

El mundo no solo va de nosotros, encumbrados en el privilegio de lo predicho, lo orquestado, lo inamovible. Están los otros, los de afuera, los que no nos tocan.

Por: Andrea Jiménez Jiménez

Estamos vivos para decir que hemos visto cómo lo malo, como pocas veces, no ha llegado primero para -ni por- América Latina. Pero de todas maneras ha llegado. Y lo hemos visto. O mejor dicho: aquí lo estamos viendo. Desde las pantallas, pero no como quisiéramos, o no como nos ha enseñado -¿arrojado?- esta jungla digital de datos y apps y stickers y emojis. Nos han mandado dentro de las casas sin Netflix de por medio. Nos hemos confinado mientras nos consume un virus invisible que navega con velocidad de rayo entre el Atlántico y el Pacífico, entre los trópicos de Cáncer y de Capricornio, y Greenwich y el Ecuador, que ojalá pudiéramos verlo para atraparlo (con guantes, asépticos, a salvo) y desintegrarlo.

Estamos vivos para ver cómo desde China, producto de exportación, el COVID-19 ha hecho trizas nuestra aparente normalidad. La de las clases alta y media, que podemos comer tres veces al día, sumarle el snack, pagar por el café de Juan Valdez y Starbucks, ir al gimnasio, debitar el Spotify y el Deezer de nuestras cuentas, viajar el puente festivo, ahorrar para las vacaciones en Europa, comprar libros sin prescindir de lo importante, portar Apple Watch, sumarle unos buenos Earpods/Earbuds, encargar por Amazon, llorar porque se acaba Game of Thrones, cambiar de celular cada año, pagar posgrados, acumular millas, subir TBTs a Instagram. 

Estamos vivos para mirar afuera, a donde no debemos ir, pero viven miles, millones, en un continente donde la pobreza no se aísla, sino que vive entre nosotros, y la vemos durmiendo en aceras cada día, y limpiando vidrios, y vendiendo en los semáforos, y en la que nadie piensa realmente sino ahora, cuando el mundo se ha sacudido, y ha cambiado, y ya no será el mismo porque hay un virus invisible que lo ha descompuesto todo para mostrarnos una fragilidad desconocida. 

Estamos vivos y puede que solo hasta ahora seamos conscientes de que lo estamos, y se nos alborota el pesimismo, la desazón, la carga de conciencia. Porque aprendemos que la vida era eso que se nos iba entre la queja latosa de cada domingo porque al día siguiente es lunes, y los lamentos de no ver a Federer por una lesión, y de los 3 puntos que no sumaron el Real, ni Boca, ni Junior, ni el Bayern; y la uña partida, y el encontrar la camisa que queríamos arrugada, y ahora quién va a planchar. 

En Colombia, donde vivo, el coronavirus llegó el 6 de marzo. O al menos ese día lo supimos: se confirmó el primer caso. Cinco días después, con 13 casos más, la Universidad del Norte, de Barranquilla, la ciudad donde vivo, decidió cancelar los grados del semestre para disminuir el riesgo de propagación. Ya el virus estaba aquí, incubado, caminando, y aunque en Barranquilla no se registraban casos, se sabía que, tal como había ocurrido en los otros países del mundo, llegaría. 

Los grados se cancelaron, como cientos de eventos más, pero esta cancelación se hizo noticia nacional. Los estudiantes se quejaron, vertieron su rabia en las redes sociales, hicieron protestas en la universidad, dieron entrevistas a medios de comunicación y salieron llorando en pantalla nacional. Hicieron show, como decimos acá. El otro show corrió por cuenta de nosotros, los demás, en las redes: el que los defendía y los que no, que fuimos más. Porque a los 20 años no todo se tiene claro, es cierto, pero claras sí son las consecuencias de salir llorando en televisión. Si le temes a las redes, ¿cómo no al drama constante que es la TV colombiana? Hablo de novelas, noticieros y programas de entrevistas. Hablo de todo acá. 

Hablo de los grados porque ahí comenzó a notarse la falta de empatía en situaciones que parece que no nos tocan, que me rozan y no me afectan, y también todo lo contrario. Por eso grados conocimos a Guillermo, o ‘Guillo’, el mensajero de toda la vida de la universidad, que entregó los diplomas a estudiantes en chancletas, de bermudas y camisetas, y el que terminó ‘graduándose’ de ‘bacán’ -otro dicho de acá- por ponerle buena energía a la situación. 

Hablo de Guillo porque puede que ahí comenzáramos a entender que el mundo no solo va de nosotros, encumbrados en el privilegio de lo predicho, lo orquestado, lo inamovible. Están los otros, los de afuera, los que no nos tocan. Están en la calle sin entenderlo todo, sin saber bien esto de qué va, ignorando las decisiones que otros toman por ellos, porque siempre ha sido así, y ¿acaso podría cambiar algo ahora?

La gente sigue haciendo fiestas -escándalo en Barranquilla, que es una ciudad de 2 millones de habitantes donde todo se sabe-, yéndose el puente festivo de vacaciones -las vías de salida de Medellín parecían una peregrinación de Semana Santa-, quejándose porque les cancelaron la agenda. Los que creen que todo lo pueden -la esposa de un futbolista colombiano que juega en Italia, una reconocida diseñadora de modas y su hijo- han llegado a Barranquilla provenientes del extranjero, de Europa y Estados Unidos, y han decidido salir, como si nada, como si esa tal cuarentena no existiera. ¿Acaso podría cambiar algo ahora?

Sí, por fortuna. Hay empresas de confección dedicadas a hacer tapabocas: hay historias en Twitter y otras que salen en la TV, como Verdi, que dejó de hacer mochilas de lujo para coser tela quirúrgica y elásticos. Están los que compran cocadas a $300 mil, en un semáforo, cuando un señor, un vendedor ambulante, se acerca a un carro a ofrecer un dulce típico que no costaría hoy ni 50 centavos de dólar, y ellos -una pareja- le dicen que le pagarán casi 80 dólares por él para que pueda hacer mercado y encerrarse. Eso mismo hicieron, en las calles de Medellín, con al menos 5 vendedores más. Y prometen seguirlo haciendo mientras sigan llegando ayudas a la cuenta bancaria que dispusieron y difunden a través del un perfil de Instagram.

Por fortuna también estamos los que nunca hemos hecho nada queriéndolo hacer todo: buscando centros de acopio, cuentas destinadas a llenarse de fondos para ayudar a los que viven en la calle; servir de puente, si se puede. 

Es el tercer viernes de marzo y el presidente de Colombia, Iván Duque, acaba de anunciar que entraremos, en casi 72 horas, en una cuarentena nacional sin precedentes. 

Al día siguiente haré una fila de 40 minutos, en uno de los supermercados de las principales cadenas del país, y aprenderé lo que es formarse para buscar la comida, como lo hacen a diario miles de personas en el país, acogidas a programas gubernamentales subsidiados. 

También sabré lo difícil que es conseguir en el mercado el Anastrazol, la pastilla con la que mi mamá sigue el tratamiento de un cáncer de seno, y llamaremos a decenas de droguerías para intentar dar con ella antes de que todo se ponga peor

Haré mi debut en la tienda de la esquina, donde solo conocen a mi mamá, y me demoraré eligiendo el desinfectante que me encargó ella, porque esto de la vida cotidiana en casa no se me da. Le contaré lo que tardé a mi mamá, y también que mi hermano es un devorador insaciable de unos snacks que venden en la tienda, y que el único que los compra es él. Me lo dijo la tendera. “Solo viene hasta acá por eso”. Niño, ya tienes 18 años, deja de aparentar que tienes 12. 

Cortaré 12 limones por la mitad y se los echaré al agua de panela que me está enseñando a hacer mi mamá. No tiene mayor dificultad, pero a mí me viene como una hazaña. Lavaré la loza y conoceré las marcas eternas de los vasos de mi casa, de la vajilla familiar, del cucharón para la sopa. Le preguntaré a mamá si toda la vida han estado allí, e intentaré memorizarlos, ahora que los acaricio a diario. 

Extrañaré a Judy, que nos ayuda a que esta casa no se nos venga encima, y entenderé su cara de disgusto cuando era mediodía y yo seguía echada, durmiendo en mi habitación, esperando para poner en pie mi desorden. 

Haré karaoke virtual con mis amigos, sabré quiénes me extrañan, me entregaré a los libros que llevo años posponiendo y acumulando, y dormiré sabiendo que lo mejor que pude hacer fue comprar dos tarros de capuccino en las últimas salidas a hacer mercado. Me despertará mamá, cada día, con el vaso de leche caliente, lista para prepararlo, y me devolverá al mundo de estas cuatro paredes más resuelta, más completa, más humana. Extrañándolo todo afuera, pero sabiendo que puedo quedarme aquí, adentro, segura para siempre. 

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