Vine a la pantalla porque me dijeron que aquí había una película de uno de mis libros favoritos, un tal Pedro Páramo.
La primera vez que visité Comala, lo hice impulsado por una promesa, tal como Juan Preciado, uno de sus protagonistas. En su caso la de encontrarse con su padre, en el mío, la de leer uno de los mejores libros de la literatura universal. Seguramente se podría decir que a mí me fue mejor que a él, pero es un hecho que también me pasó como a Juan, pues Comala me atrapó y nunca más me dejó ir. Los murmullos adoloridos de sus páginas no me mataron como a él, pero me entraron por los ojos y se derramaron por todos lados. Calaron duro.
Y es que escapar de Comala no es fácil. ¿Cómo escapas de esa desdicha y de esa melancolía que ni siquiera con la muerte se va? ¿Cómo te destierras de un lugar que además de espacio es tiempo? Tiempo que está siempre está en sus últimas pero que nunca se termina de acabar.
Dicho esto, cuando supe que Rodrigo Prieto, uno de mis cineastas favoritos, sería el encargado de hacer una nueva versión cinematográfica de Pedro Páramo, no pude sino emocionarme. Prieto ha retratado con gran sensibilidad y personalidad la Ciudad de México, Madrid, Nueva York, el campo y los guetos estadounidenses, e incluso Barbieland. No podía esperar para ver la manera en la que retrataría Comala. Además un poco después supe que el guionista era Mateo Gil, quien escribió Abre los ojos (Amenábar, 1997), una de mis películas favoritas, en la que crea un mundo que va más allá del real, entre los sueños, la ciencia ficción y el amor.
Dice Juan Villoro que ningún campesino mexicano habla como los de Pedro Páramo, pero que del mismo modo, ningún campesino mexicano suena tanto al campo y a México, como los personajes precisamente de Pedro Páramo. Esto tiene que ver, por supuesto, con la prosa tan poética de Rulfo, que está impregnada también en muchos de sus diálogos, en los que pareciera que un personaje no está hablando con otro, sino consigo mismo, con su conciencia, con el cosmos, con ese punto infinito y suspendido entre la vida y la muerte. Y es que, claro, la literatura tiene la capacidad de condensar y de transmitir mediante la palabra el espíritu de algo.
¿Pero qué pasa con esto? Pasa que cuando leemos estamos haciendo un ejercicio introspectivo en el que esos diálogos no le pertenecen a ninguna voz, simplemente pasan sin filtro alguno hasta nuestras emociones. El impacto es brutal. Por el contrario, en una cinta, estas palabras están dichas por alguien, están interpretadas por voces y actores. Entonces la complejidad de enunciar diálogos de esa naturaleza es bastante. Y el riesgo de que por momentos se sienta como si se estuvieran recitando, es bastante alto. Al menos a mí fue lo que me pasó al ver la película.
Fue entonces que la fidelidad casi escena por escena y palabra por palabra de la cinta, no logró conectar del todo conmigo. Durante la primera mitad era más como si estuviera viendo una ilustración, con una fotografía espectacular, pero con interpretaciones rebasadas por la palabra y por el lenguaje de la literatura. No se trata, claro está, de pretender que una adaptación en cine deba superar al libro, sino simplemente de presentar ese mundo mediante las acciones sucediendo delante de la cámara.
Para la segunda mitad fue un poco distinto, particularmente durante la historia de Susana San Juan, que por sí sola es para mí la más conmovedora. Entonces sí sentí, al menos en mayor medida, que el lenguaje cinematográfico se anteponía al de la novela. Además de que al hablar de los personajes principales, la interpretación de Ilse Salas fue la que más me gustó. Un rostro sufrido y contenido, atrapado en la añoranza y en su propio corazón.
Fue así que mi visita a la Comala escrita por Mateo Gil y filmada por Rodrigo Prieto no terminó por hipnotizarme. Paradójicamente porque se quiso parecer mucho a la de Juan Rulfo. Una Comala que es palabra y que por lo tanto es muy difícil de poder ilustrar. Quizás solo una Comala que fuera un poco distinta a la que vive y muere en las letras del libro, podría ocupar algún lugar en el espacio de la que ya habita en mis entrañas desde que llegué a ella por primera vez.