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Pingüino en alta mar: Lo más cercano al amor (II)

La historia es la siguiente, ella no se llama Socorro.  Por condiciones que no puedo revelar, no debo nombrarla. Barcelona, la ciudad por donde caminamos, nos recibe con su aire caluroso. El metro, los tranvías, los autobuses, cualquier forma de moverse ayuda a perdernos entre la gente; y cariñosos y espléndidos nos besamos frente a la rutina de los demás. Muchas veces hemos ido solos. Otras, íbamos los tres. El acto triunfal de un cochecito, las toallas higiénicas listas para la tarea, los impolutos pañales y los potitos que mezclan frutas, preparados para usarse en cualquier momento. Dios sabe cuánto quiero a ese pequeño cielo de ocho meses.

El amor construye puentes, te arroja ante lo incierto y descubre otra humanidad donde antes solo existía un ser humano. Pero la historia tampoco es esta. Sino de la trayectoria de las palabras. No sé en qué momento escuché decir «te quiero».  Mis padres nunca se lo dijeron. Cuando era niño pocas veces lo oí decir en mi familia. Papá nos abandonó, y mi madre muchos años alejó esas palabras frente a nosotros. Ella nos quería, pero ese amor era otro. No el que me impactaba y observaba en algunos padres de mis compañeros. Eran otras circunstancias. El rescoldo artesanal del amor que descansaba en las habitaciones de casa.

Al crecer y ser adulto, observé en labios de muchas parejas un «te quiero». Hasta que, años atrás, el golpe fortuito de las palabras me alejó de la normalidad. El simple hecho, y su manido argumento dedicado a celebrar el amor, me eran poco. Quizá una simple alocución repetida y gastada como un saludo que llega después de unos meses o unas semanas se despidió de mí. ¿Existía algo distinto? Sí. Entre ellas, las que nos dijimos Socorro y yo. Para entonces, era mejor no decir te quiero. Bastaba el «Siempre estuve aquí, nunca me fui», «Vamos a cualquier parte, si tú me lo pides», «Yo voy contigo» o un «¡Eres tú, eres tú!» Después de copular una tarde de domingo. Absorto, lejos del ruido mental, era mejor no decir te quiero, y entregarse a otras palabras. Un código que reúna todas las partes dispersas de la vida de un hombre sólo puede vislumbrarse luego de haber vivido lo más cercano al amor. Aunque esto acabe.

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