Profesión: Ama de casa. En defensa de Chantal Akerman y la señora Dielman

para Fer y Naief

Las listas, de lo que sea, hasta del supermercado, desde su misma naturaleza no son objetivas. Siempre habrá alguien que no esté de acuerdo con su contenido y aduzca la aparición de tal o cual elemento a “agendas”, “correcciones” o “revisionismos”, módicas teorías de conspiración que obedecen a la ofensa de que tal o cual lista no sea encabezada por aquella cosa que es el objeto de admiración/adoración de aquellos que expresan su disgusto, desconfianza y denostación sobre el elemento que no está a la altura de tal o cual gusto particular.

Obviamente, la lista de las 100 mejores películas del siglo que la (pedante y excluyente, pero esa es su naturaleza) revista Sight & Sound  –de la que fuera colaboradora por muchos años la voz de la civilización, Susan Sontag – compila cada diez años invitando a un muy selecto y exclusivo grupo de profesionales de la crítica cinematográfica de diversos países (incluso de México) es objeto de este tipo de denuedo, por su naturaleza blatante (pero elegante) mente esnobista, que este año, tras ser haber sido coronada por décadas por la magnífica Citizen Kane y una por la antaño infravalorada Vertigo (que, ustedes lo saben, ni a Hitchcock le gustaba por la total falta de química entre los protagonistas, aunque la causa del berrinche era que Hitch no tenía a quién culpar del fatal miscasting de James Stewart, mas que a sí mismo) que comenzó su recuperación a raíz de la restauración que de ella hizo Scorsese en 1997, rompió todos los moldes al colocar en la posición número uno a una cinta que jamás ha contado con el beneplácito popuar: Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) de la cineasta belga Chantal Akerman (1950-2015).

¡Cómo! ¿Pero por qué? ¡Si en esa película no pasa nada! ¡Comete el imperdonable pecado de ser aburrida! ¡Seguro fue para dar gusto a las feministas, al movimiento #MeToo! (después de todo, Orson Welles y Alfred Hitchcock, aunque genios, también se pasaron de verga con las mujeres: si no, pregúntenle a Tippi Hedren o usen una Ouija para consultar con Rita Hayworth o Dolores del Río) ¡Sabrá dios qué agendas ocultas presionaron para esto! ¿Dónde está El Padrino/Blade Runner/2001/Pulp Fiction/Reservoir Dogs/Inglorious Bastards/El Laberinto del Fauno/Gravity/The Master/Magnolia… etc etc etc?

Puedo decir que quedé tan sorprendido que los demás, pero sentí esa rara alegría que siente uno cuando gana su equipo, destinado siempre a la segunda división. Y no pude evitar el Schadenfreude: Chantal Akerman, Delphine Seyrig y la película también merecen su momento de gloria en el sol. Y si no hay pitos involucrados (después de todo el cine es todavía hoy un club de Tobi) pues qué mejor.

Para quienes nunca la habían oído nombrar y jamás la han visto, , Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles es una asombrosa obra de feminismo subtextual que debe contarse como una de las películas seminales de la década de los 70. El retrato que hace Akerman de las rutinas domésticas cotidianos y los patrones autoimpuestos de una ama de casa belga fusionó con éxito movimientos genéricos tan diversos como el juego de la pasión matriarcal (una obsesión de Akerman, que tenía 24 años al realizar la película y que estaba obsesionada con la experiencia de su madre como superviviente del Holocausto), la etnografía arquitectónica y los elementos no narrativos del filme. 

Debido a que el escenario de Akerman y su realización son tan provocativamente heterogéneos, y debido a que las interpretaciones que la película hace de tiempo/espoacio, algunos la han comparado con 2001 (también porque los ritmos de montaje y el ritmo de Akerman son tan metódicos y pausados como los de Kubrick); así entramos al mundo de Jeanne Dielman ( la majestuosa Delphine Seyrig de El año pasado en Marienbad), mujer atractiva y serena, de unos 40 y pocos, que es una eficiente ama de casa y también una discreta fille de joie de un cliente por día. Ella es la dueña de su dominio, y parece celebrar este poder a través de su delegación de los deberes del día (y su precisa, minuciosa ejecución de dichas tareas) en un entramado complejo. 

Al comienzo de la película, pone a hervir una olla de papas en la estufa mientras termina de secar algunos platos. Abre la puerta para su cliente del día (los programa semanalmente, de la misma manera que planifica el menú de la cena, siempre antes de que llegue su hijo adolescente de la escuela). Cuando termina su turno diario como prosti, vuelve a la cocina para bajar el fuego de las papas hirviendo. Abre la ventana de su dormitorio para dejar que el olor de su encuentro se disipe y se da un baño de esponja, luego se viste de nuevo. Apaga la luz del baño y vuelve a encender la luz de la cocina. Nunca queda claro si su hábito compulsivo de iluminar solo la habitación en la que se encuentra es una cuestión de preocupaciones presupuestarias de Jeanne (guarda el dinero que gana con la prostitución en un tazón de porcelana en la mesa del comedor), pero parece más probable por su comportamiento, que ella simplemente está educada de esa manera. Así, más o menos transcurren más de tres horas muy íntimas y, paradójicamente, desafectas (presentadas en la película como un ciclo de dos días); cualquier análisis o reacción que uno pueda leer sobre Jeanne Dielman en un momento u otro simplemente comenzará a enumerar algunas de las acciones la Seyrig realiza como un instrumento de precisión (y estamos hablando de una de las actrices más infravaloradas de su generación, infinitamente más talentosa que otras que se hicieron icónicas como Jean Seberg, por ejemplo). 

Es, por lo mismo, una reacción cognitiva natural procesar esta información e intentar sintetizarla como una serie de pistas narrativas. Por ejemplo, uno podría notar las emociones reprimidas de Jeanne hacia su hijo durante la cena y asumir que la Seyrig eventualmente estallará en un arrebato emocional à la Meryl Streep (que a la Meryl le encanta hacer esa clase de chingaderas) que pondrá ‘la piel chinita’ al espectador. Pero no. La primera media hora crucial de la película establece una serie de expectativas (narrativas y formales) que se desglosan, una por una. Aunque cada toma de la película está enmarcada en un ángulo de 90 grados en relación tanto con Jeanne como con las paredes de su apartamento (con una o dos excepciones), lleva algo de tiempo registrar la cinematografía precisa de Babette Mangolte porque la segunda o tercera toma de la película resulta ser uno de esos planos cuidadosamente elegidos que no se adhieren a la rigurosa esquematización de Akerman (nota al margen: Mangolte y Akerman estaban en ese momento en una relación de pareja y esto puede ser una influencia en estos detalles). 

En los planos recurrentes de Jeanne saludando a sus clientes, Seyrig está enmarcada de manera que su cabeza está recortada en la parte superior y solo se ve su busto (representativo, quizás, de lo primero que ven los hombres cuando miran a una mujer), o bien están enmarcados contra la esquina de dos paredes en un ángulo de 45 grados. Todas las demás tomas de la película son directas (la célebre toma de Jeanne y la taza de té), pero la colocación temprana de estas configuraciones extrañas asegura que el dispositivo no se anuncie abiertamente hasta que Jeanne salga del apartamento a la mañana siguiente para ir al banco (una pantalla dividida virtual similar a Antonioni en Blowup). La cinematografía claramente definida de la película sigue resuelta incluso cuando el estricto control que Jeanne tiene sobre su mundo aparentemente se le escapa de las manos durante las segundas 24 horas. Accidentalmente quema las papas cuando se baña antes de apagar la estufa. Más tarde, al intentar escribirle una carta a su hermana, se olvida de encender la radio hasta que es demasiado tarde y la música ya no la inspira. A la mañana siguiente, deja caer un cepillo para lustrar zapatos y una cuchara recién lavada. Se va demasiado temprano para hacer la compra y todo está cerrado. Más tarde, tiene que rehacer el café de la mañana, que por alguna razón se agrió. Su vecina (con la voz fuera de la pantalla de la propia Akerman) deja a su bebé para que Jeanne lo cuide y el niño no para de llorar. A medida que su día comienza a desmoronarse, la edición de la película (a cargo de Patricia Canino, quien se une a Akerman, Mangolte y las productoras Corinne Jénart y Evelyne Paul en un equipo compuesto en su totalidad por mujeres, algo refrescante en una poelícula del gran canon) comienza a volverse más cautivadora y confusa. Algo va a salir mal. 

El contraste de edición del primer día (ordenada y simétrica), con el segundo día se destaca por un ritmo que es alternativamente abrupto y letárgico. A veces hay un corte agudo entre Jeanne en diferentes lugares (quizás para mostrar cómo Jeanne parece estar luchando por estar en dos lugares a la vez). Otras veces, el ritmo se ralentiza tanto que Jeanne entra y sale del encuadre varias veces antes de un corte, lo que enfatiza el tiempo perdido y malgastado de su vida doméstica. Todas sus aparentes frustraciones (la actuación maravillosamente pétrea de Seyrig solo insinúa el malestar creciente que Mme. Dielman trata de ocultar) llegan a un punto de ruptura cuando llega el tercer cliente vespertino, que será la inminencia del clímax y una conclusión abrupta que no revelaré aquí. 

El acto final de la película cuestiona el significado de todo lo que la rodea. Debido a que la película de Akerman es, de hecho, casi como un jardín Zen (lo que claramente molesta a muchos de sus detractores), no se puede subestimar cuán provocativo es realmente su desenlace. ¿Qué lo motivó? ¿Algo lo motivó? ¿Esto se ha ido acumulando a lo largo de toda la película? Es probable que todas estas preguntas pasen por la mente del espectador cuando él o ella llegue al final. Aquí es donde el innovador enfoque de dirección de Akerman queda al descubierto. Aquí, el hábil acto de cuerda floja de la película entre lo experimental y lo pedestre se elimina en una hazaña instantánea. El público debe decidir si ve el clímax narrativo como una solución naturalista o un cliché que inclina la balanza hacia ver la película como un manifiesto estructuralista. Que la película esté armada tan deliberadamente, y que la repetición de tomas permita un recuerdo cognitivo sin esfuerzo, compone la totalidad épica de la dirección visionaria de Akerman. 

El producto más sorprendente de la película es la forma ingeniosa con la que Akerman logra que cada gesto y acción aislados realizados por Jeanne Dielman sean inconfundibles en su significado diegético previsto y, que sin embargo, esculpe los detalles agregados de la película como un todo en un gran enigma. Sabemos que el primer día representa el orden y el segundo el caos, pero ¿cómo saber con seguridad que el primer día representa “un día normal” en la vida de Jeanne Dielman? Uno podría considerar la posibilidad de que las legendarias grietas en el siempre frágil agarre de control de Jeanne estén presentes incluso en el primer día, especialmente cuando uno compara su disposición con la de Sylvain, su hijo (Jan Decorte, el prototipo del quinceañero desgarbado, deja la luz del hall encendida cuando entra. Mientras que Jeanne sabe exactamente cuánta sopa debe servirse, parece que no puede servirle a Sylvain una porción que satisfaga su apetito. Si a su pérdida de control se le debe dar la carga de la culpa por la situación insólita que corona la película, ¿se supone que debemos esperar que haya sucedido algo como esto antes? Sabemos que algo provoca el clímax, pero debido a que Akerman se rehúsa a hacer didactismo y condescender con el espectador (algo que Tarantino sí hace, porque no confía en la percepción de sus fanboys), no podemos saber si algo rompe alguno de los tabúes o ritos del ama de casa, que, de no ser por el título de la película, probablemente ni siquiera sabríamos su nombre. 

Lo sublime de Jeanne Dielman es su capacidad para revelar los saltos de fe que una audiencia hará cuando se vea privada de personajes y motivaciones concretas en una película (las de Abbas Kiarostami también exponen este fenómeno, opuesto a la necesidad de frenesí narrativo de otros cineastas usualmente con pito, como los imitadores de Kubrick o Tarantino, por ejemplo). El espacio que Akerman le permite a su audiencia para reflexionar sobre sus propias interpretaciones y postulados es tan generoso e ilimitado como el que proporciona a su personaje (o más bien, el espacio que permite a Jeanne darse a sí misma) es constreñido. 

Si Jeanne Dielman ha llegado a ser considerada la mejor película de los últimos 100 años, así como de destacar en listas que encomian montones de movimientos cinematográficos (feminista, vanguardista, experimental, docudrama, psicodrama, cinema vaginal, etc, etc), es porque las concesiones igualitarias que hace Akerman son lo suficientemente profusas como para adaptarse a cualquier marco intelectual, parezca lo que parezca, y aunque no le guste a quien no le guste. ¡Pues vaya!

En general la obra maestra de Chantal Akerman (que se suicidó en 2015 después de la muerte de su madre, Natalia) sigue siendo uno de los escaparates definitivos del lenguaje cinematográfico, y su descripción cuidadosamente compuesta del encarcelamiento doméstico trastorna el ojo masculino, sujeto a la idea de que las películas deben forzosamente ofrecer acción y significado. 

La serenidad de Akerman realmente significa algo para aquellos que están (estamos) dispuestos a aceptar que existe algo más allá de las colocaciones de cámara engañosamente simples y las composiciones aplanadas y estrechas  que sacan a la luz las complejidades del formalismo exigente de la Cineasta (así, con mayúsculas) y conserva de manera crucial la monotonía esencial de la paleta de colores de la película, que contribuye a la atmósfera lo mismo que la lluvia ácida en la añorada obra de Ridley Scott.

No se puede dar gusto a todo el mundo. Pero al menos uno, desde este palco de segunda, está contento. Por diez años, se hará a Akerman y Seyrig, y ya les tocaba, sin que medre que sean mujeres (aunque a tantos, qué cosa y no por misoginia, que no es el caso, no les parezca).

En Twitter: @AliasCane

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