Prometo no volver

Llevo meses aquí encerrado, solo, rodeado únicamente de doctores que bien podrían ser militares.

Algunas ocasiones, despierto en medio de la noche, muy exaltado por los estragos de los calmantes. Sudo en exceso sin importar si hace calor o frío, mi temperatura corporal es incontrolable. Algunos doctores atribuyen esto a la droga que alguna vez hube de introducirle a mi cuerpo, otros dicen que es a merced de tantos medicamentos, y luego estoy yo, que digo que no saben una mierda. (Si tan sólo me tomaran en cuenta.) 

Esas ocasiones que mis ojos se abren por la madrugada y mi cerebro comienza a trabajar, me pregunto la sarta de promesas inconclusas que flotan en el aire de la desesperanza. Todos esos enunciados repletos de deseos, hechos anhelados, palabras que alguna vez creímos inocuas, y que terminaron por ser sólo oraciones cayendo al vacío, y que ahora son armas preparadas para matar, en cualquier momento y al menor de los precios, porque la melancolía del recuerdo y del amor es barata, y se detona a cualquier precio absurdo, con la facilidad con la que se incendia un pajar ante el fuego incesante de un fósforo encendido. 

Basta con pensar un instante y comenzar a echar de menos para que todo se incendie dentro de ese almiar que es la memoria. Ah, dichoso el ser que sobrevive a tal vivencia tan lamentable esa de alimentarse de recuerdos, sobre todo por lo que se ha experimentado, porque ¿acaso es posible olvidar así como así y desocupar esa habitación de recuerdos añejos para permitir entrar a los nuevos?, ¿acaso es eso posible? —porque yo admiro a quienes osan dejar pasar el dolor como quien ve a la nubes seguir su camino, como quien espera ver la lluvia cesar para continuar, en silencio y secos, su camino—, porque ese espacio, para quienes nos aferramos a la falta de cordura y de entendimiento, termina por arrastrarnos a lo más inhóspito del recuerdo. Una especie de entorno repleto de vidrios ante pies descalzos. Ese sitio en el que uno intenta borrarse, o del que intenta salir lo menos acribillado posible. Si es que alguna vez se logra salir. Porque hay quienes no salen: por no poder o no querer. Puede existir un pequeño grupo que piense que no se huye de ahí porque no se desea, ah, como si fuera tan fácil. ¿Alguna vez habrán sentido ellos el dolor del encierro, de un ataque de pánico, de un arranque de locura?, ¿sabrán siquiera lo poderosa que resulta esa ansiedad inagotable dentro de una fortaleza mental enclenque, y debilitada, además, por el exceso de la heroína que alguna vez hubo? 

Luego, detengo ese absurdo pensar, cuando logro retomar las riendas de mi mente, si es que lo consigo. ¿Quién soy yo para hablar de cordura en medio de un incendio?

Llevo meses aquí encerrado, solo, rodeado únicamente de doctores que bien podrían ser militares. Meses aquí, recluido, engullendo una especie de basura que ellos, los doctores, se atreven a decir que son alimentos. Malnacidos. Aquí, donde esos medicastros no lo dejan a uno solo ni para defecar. Aquí, donde hace meses, también, mi familia dejó de visitarme. Fue el seis de diciembre cuando vi a mi madre por última vez, cuando le llamaron para decirle que me habían hallado con una aguja entre las venas, sangrando sin parar porque metí mal el filamento de metal intentando inyectarme de nuevo. Aquél día vino mi madre y trajo consigo sólo reclamos –claro, qué más podía yo esperar–, y el anuncio avasallador de que no volvería a verme jamás, ni ella ni nadie. Y desde aquél día sueño a mi madre en ese momento final, con su sonrisa falsa contorneada por un labial carmesí; recuerdo ese beso gélido que se atrevió a darme cuando se despidió de mí para siempre. Sus manos frías sosteniendo las mías. Recuerdo sus ojos, dilatados, húmedos, mirándome; como lamentando mi vida, como si estuviera lamentando que fuera su único hijo. Me persignó, después de haberme besado la mejilla izquierda, y sentí mi sangre helarse, y mi vida pasearse hasta perderse entre sus manos cada vez más viejas.

Hoy que desperté y pensé en las promesas y en mi madre, quise llamarla, y prometerle un sinfín de cosas, y enaborlar en ella una esperanza. Me contuve. Tengo que dejar de ser un desgraciado alguna vez, aunque de ello penda mi vida. Voy a cerrar los ojos esta vez, voy a tratar de descansar para siempre.

Prometo ya no volver. 

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