En Hojas de Hierba, Walt Whitman escribe:
Para él canto:
construyo el presente sobre el pasado
(como un árbol perenne que crece desde la raíz, así se alza el presente sobre el pasado),
lo dilato con el tiempo y el espacio, lo fundo con las leyes inmortales,
para que, con ellas, devenga su propia ley.
Sobre Whitman, Robert Louis Stevenson dijo que no había inventado la poesía, pero se precia de haber hecho algo para inventar (justificar, diría Borges) a los poetas.
Puede decirse lo mismo sobre Frank Sinatra: obviamente no es el inventor del canto, mucho menos su más sublime ejecutante; pero sí es, en absoluto, una invención de cantantes; presente sobre pasado, pasado sobre porvenir. “La Voz” es un tic, un estilo, que dilata el tiempo en el espacio, como quería Whitman, sobre las leyes inmortales de la épica oral de los acontecimientos. No es casual que la vieja palabra griega “epos” refiera a palabra y al mismo tiempo al relato oral. Tampoco que el latín “vox” lleve a lugares tan lejanos como vocalismo, vocal, vociferar. Y que “vocare” (llamar), de la misma raíz, de un paseo por vocablo, vocativo, vocación, provocar, convocar, revocar, abogar y abogado.
A diferencia de Salinger, que nunca eligió su “vocación” literaria (se dio cuenta que ya estaba en ella), Sinatra tuvo advocación (otra pariente de la “vox” griega) por el oficio que tanto emocionaba a Whitman, quien en su “Oigo cantar a América” enalteció el variopinto paisaje de voces del Nuevo Mundo: “Todos cantan lo que corresponde a cada cual”, escribió.
Cuando Sinatra escucha a Bing Crosby (a quien Louis Armstrong hace una estrella de fuego), se da cuenta que la voz le llama (vocare). Y así, de la voz nace La Voz. Si la intención del poeta es la dilatación, la boca de Frankie es la expansión absoluta, universal, de lo que de ella sale en forma de relato, de estilo; Sinatra es eso: el canto que corresponde a cada cual tomando en cuenta que no todos pueden evocar, provocar y convocar, con genuina espontaneidad, lo que la boca quiere sintonizar. Si se convirtió en un cantante esencial se debió justamente a esa pretensión: fue el canto que todo mundo quiso dibujar en los insondables sonidos del universo, cuya armonía puede romperse con un débil quiebre de falsa o torpe ocurrencia poética.
Dice Stevenson que el poeta debe reunir para los hombres los materiales de su existencia. Sinatra ordenó esos materiales en el canto. Borges asegura que un buen poema nos invita a creer que lo pudo escribir cualquiera, hasta nosotros. Frankie es ese alcance de sobria naturalidad. Dio la respuesta posible en el privilegiado evangelio del canto. Primero local, Nueva Jersey; luego del Oeste; luego de América toda; luego del mundo. Fue un apunte que sugería. Sinatra es, siempre y en última instancia, una sugerencia que sedujo. Y en esa abominable pretensión de dejarse ir, de advocar, el mundo se le rindió por la razón que Stevenson deja muy en claro: sacó a las personas de su indiferencia y las obligó a elegir estar en este mundo, en vez de dejarse llevar tontamente por un sueño.
Sinatra, él y sobre todo él, supo que la vida es, entre otras cosas, una inexactitud. No pasa libre por el juzgamiento moral de su actos, podría estar preso en las cárceles de los que reiteran sus acciones en las buenas costumbres. Aguja, machete de los bien portados, Frankie supo siempre que tenía un talismán imbatible contra la ley y el orden: el canto, bien ejecutado, pasa libre, por su encanto, sobre las leyes de la Ciudad de Dios y de los hombres. Impune al castigo, a la pena, a la condena, logró hacer que sus devotos miraran la vida con sus propios ojos y en con su propio ejemplo.
El whiskey, el beisbol, las mujeres, la mafia (ligada a él desde los trabajos de su padre), el cigarro y otros placeres prohibidos, afirman, entre esa maleza, la belleza, que -como escribió Whitman- se esconde en un alma (la que aún gobierna el oído) y una…inmortalidad… a la que otros suelen llamar Frank (Frankie) Sinatra… un abogado entre los pecadores y la redención.