Teléfono inalámbrico

Estoy seguro de que el causante de su huida no fue el cenicero nuevo, pues cuando salí de la casa hace una hora, reconocí sus labios en las colillas, hasta creí ver algunas todavía humeando.

Por: Rodolfo Munguía

Alicia me abandonó en la mañana. Jamás puse en ella ninguna mala mirada, le dirigí un insulto ni le puse una mano encima. Sabía desde el inicio que su libertad no podía limitarse, y he llegado a pensar que fue precisamente por eso que me enamoré.

Las noches de viernes salía a bailar. La idea de que su cuerpo oscilara entre otras masas vivas no me molestaba, pues tenía la esperanza de que, aún con unos tragos de vodka corriendo por sus venas, me recordara con cariño, me dedicara un sorbo o me cantara una canción. Llegaba entre las dos y las tres de la madrugada, se lavaba la cara y se acostaba de su lado de la cama con toda la gentileza que le era posible expresar en un estado etílico. Si bien algunas noches el sueño profundo me hacía ignorar su llegada, otras no podía dormir hasta que sintiera su calor a lado mío.

Los sábados en la mañana fumaba más de lo habitual sentada en el sillón individual de la sala. Más tarde reposaba en el balcón, veía a la gente pasar por las calles, leía un libro y encendía otro cigarro. Después se ponía frente a las obras de José de Almada Negreiros que colgaba en la pared. Siempre admiré su capacidad para apreciar una y otra vez las mismas copias descoloridas de unas pinturas que de por sí eran insustanciales. A veces me contaba que los modelos del pintor estaban atormentados y que sus miradas representaban el vértigo de vivir.

Un cuadro en particular mostraba cuatro personas sentadas alrededor de una mesa, su semblante dejaba ver angustia e incomodidad. Parecía que estuvieran esperando una oportunidad para escapar de un ambiente insostenible y que, ante la negativa del destino, fueran condenados a permanecer ahí para siempre. Solía pasar más tiempo admirando los cuadros que hablando conmigo. Examinaba los trazos como si leyera un libro y hacia anotaciones mentales como si escribiera un ensayo; tanto tiempo pasé observándola mientras registraba los lienzos que quizá, después de todo, le aprendí algo a su apreciación artística. 

Alicia daba clases de francés en una casa de cultura de lunes a jueves. Era muy apasionada con sus estudiantes: recomendaba lecturas, los invitaba a actividades y hasta proponía sesiones privadas. Hace una semana, creyéndose segura en la privacidad del baño, la sorprendí ensayando un soliloquio bilingüe. La estructura de su discurso era digna de Jean Cocteau, pero intuí que, en vez de una puesta en escena, se trataba de un desahogo personal; era como si en ese espacio existiera un psicólogo en forma de espejo, regadera o lavabo.

¿Por qué no podía encontrar una terapia en mí y un diván en cualquier lugar del departamento? 

El motivo de mi espionaje no era invadir su privacidad ni curiosear en sus sentimientos, era que desde hacía tiempo encontraba en sus rutinas una tristeza profunda. Quería saber cuál podría ser mi papel en la cicatrización de esa herida. Aunque su monólogo estaba articulado en español y en francés, dada la similitud de ambas lenguas, pude entender las líneas generales de sus palabras. Se sentía arrinconada, aunque nunca estuvo en cautiverio; sola, aunque yo siempre la acompañaba; y vieja, aunque su piel aún era lo bastante firme como para no requerir ninguna cirugía estética. Yo he tenido presente que la juventud es una flor inevitablemente marchita y que la belleza es un arma de doble filo, pero Alicia nunca se planteó su envejecimiento.

Todavía con los calendarios en su contra, lograba lucir con humildad unos veintitrés años con la ayuda de un buen maquillaje; incluso, cuando se lo proponía, daba muestras de rejuvenecimiento. Pero a pesar de toda la parafernalia que ponía en su rostro, no podía engañar a la naturaleza: pronto tendría edad suficiente como para ser infértil. Pensé en comprarle un regalo para animarla, como si un presente aminorara los desperfectos que el tiempo y yo habíamos puesto sobre ella. ¿Qué impacto causaría el obsequio de un periodista jubilado en la depresión de una treintañera?

Todos los domingos esperaba que yo durmiera para levantarse de la cama y sentarse en el sofá individual que había en la sala. El teléfono se encontraba en una mesa lateral, era antiguo, tenía un cable muy corto y ya casi no sonaba. Ahí, en medio de la madrugada, aguardaba al primer timbre para contestar y hablaba por lo menos una hora en un francés coloquial con un hombre. Yo, desde la habitación, podía oír como, por la incomodidad, se reacomodaba constantemente, subía sus piernas a la mesa de centro o jugueteaba con sus manos mientras sostenía en su oreja la bocina con el hombro. 

Después de pensar en un vestido, unos zapatos o una bolsa, concluí que mis inservibles obsequios sólo harían en ella un hoyo más profundo. Compré objetos para la decoración del apartamento esperando que le causaran cierta alegría. Coloqué un cactus en el balcón, colgué una nueva pintura modernista encima del comedor y puse un cenicero nuevo en la mesa de centro. Ninguna cosa pareció importarle. Llegué a la resolución de que no le gustaron ni la pintura ni el cactus porque en la mañana tomó su ropa de nuestros cajones y me dejó.

Estoy seguro de que el causante de su huida no fue el cenicero nuevo, pues cuando salí de la casa hace una hora, reconocí sus labios en las colillas, hasta creí ver algunas todavía humeando.

Hoy llevo un teléfono inalámbrico que me vendieron caro en una tienda de electrónica. Tiene una pantalla alfanumérica, teclado retroiluminado, batería de larga duración, alcance de hasta veinte metros, diez timbres distintos y control de volumen. Espero que sea la solución a sus necesidades. Todas las características de este nuevo modelo le favorecen: podría contestar en la oscuridad, bajar el volumen para que yo deje de enterarme de sus llamadas, hablar en francés toda la madrugada con ese hombre, y, si así lo desea, caminar por todo el departamento fumando o admirando las obras de Almada.

Ojalá Alicia vuelva; hoy es domingo, ese hombre llamará en la noche y yo no sé hablar francés.

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