Ya no quiero que me abraces más.
Hemos sido fieles compañeros de viaje, ambos lo sabemos.
Hemos desgastado el tiempo estando juntos, dejando atrás una estela de horas lúgubres y putrefactas. A veces te marchabas, por breves intervalos de tiempo. Entonces, yo respiraba.
Me sentía como si fuera otra persona distinta, como si de repente mi corazón pudiera llenarse de sangre fresca por primera vez. Un aliento vivo escapaba de mis pulmones, anunciante de la inminente valentía. El velo mortecino desaparecía de mis ojos, revelando una realidad mucho más nítida, clara, vibrante, plagada de luces y sombras danzantes en el caos del destino.
Y yo sabía que saldría victoriosa.
Pero siempre, en algún momento, regresabas. Nunca faltabas a nuestra cita, esa que tú te tomabas bajo tu yugo, pues venías y desaparecías a tu antojo. Y siempre volvías.
Yo nunca quería que eso ocurriese, pero supongo que estaba escrito, tal vez en mis ojos, en mi memoria o en el incomprensible decurso de la propia vida.
Tu presencia siempre fue la soga que ahogaba mis sueños, ahorcando sin piedad la esperanza de que las cosas cambiaran.
Ya no quiero que duermas a mi lado, congelando mi cama y llenando mi habitación de fantasmas.
Ya no quiero morderme los labios por tu culpa ni tener puñales de cristal atravesándome la garganta, ensordeciendo mi voz.
Ya no quiero que me cojas de las manos, aunque me digas que lo haces con cariño, porque entonces soy incapaz de alcanzar las estrellas que han descendido del cielo para que yo pueda tocarlas, y las dejo escapar, como las infinitas oportunidades de ser un poco más fuerte.
Ya no quiero que me pongas cadenas adornadas con flores ni mordazas con sabor a miel de azahar. Ya ni siquiera quiero escribirte más, ni a ti ni a los que son como tú. Ni poesía ni cartas ni retazos sin sentido ni conexión.
Ya no quiero que me abraces más.
No quiero que tus brazos espinosos vuelvan a ser la prisión de la que no supe salir. No volveré a dejar que te sientes conmigo a la hora de la cena ni permitiré que me beses la nuca mientras decido si al fin me atrevo a hablarle a esa persona.
Nunca más sentiré tus uñas en mi espalda, cuando alguien me haga determinadas preguntas. Y nunca más me susurrarás al oído esas palabras infectadas que envenenan mis sonrisas.
Nunca más, mi malquerido Miedo.
Nunca más.